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– No olvidaré vuestra amabilidad, milord -murmuró, con más calidez de la que habría esperado sentir por un miembro de la familia Beaufort.

– En la guerra, madame, siempre hay… excesos -murmuró él, y el extraño destello de comprensión que habían compartido se disipó. Él retrocedió, ladró órdenes. Unos hombres cruzaron la plaza dirigiéndose a la iglesia. Otros aguardaban para escoltar a la duquesa de York y sus hijos al campamento real de Leominster. Edmundo Beaufort asintió, les ordenó que se pusieran en marcha. Cecilia frenó su caballo delante de él.

– Gracias, milord.

Él la miró con recelosa cautela. Se había sorprendido a sí mismo con su propia franqueza y ahora se preguntaba si esa franqueza no lo pondría en aprietos.

– No os confundáis, madame. Tengo plena confianza en el juicio de mi hermano. Él hizo lo que tenía que hacer. Era preciso que hoy se diera una lección difícil de olvidar.

Cecilia lo miró con dureza.

– No temáis, milord -rebatió-. No nos olvidaremos de Ludlow.

Capítulo 3

Castillo de Sandal

Yorkshire Diciembre de 1460

El segundo hijo del duque de York estaba sentado con las piernas cruzadas en la ventana balcón de la torre oeste, mirando con incredulidad a su primo Tomás Neville, que devoraba un plato de capón asado frío y hortalizas sumergidas en mantequilla. Cuando Tomás pidió a un paje que le llenara por tercera vez la jarra de cerveza, Edmundo ya no pudo contenerse.

– No te prives de nada, primo, que ya han pasado dos horas desde el almuerzo… y aún faltan cuatro para la cena.

Tomás sonrió, demostrando una vez más que era totalmente inmune al sarcasmo, y ensartó un enorme trozo de carne de capón. Edmundo reprimió un suspiro. Echaba de menos las réplicas ingeniosas que salpimentaban sus conversaciones con Eduardo. Tomás despertaba afecto con su carácter bonachón, pero al cabo de diez días en la soledad del castillo de Sandal, su infalible buen humor y su inagotable optimismo estaban crispando los nervios de Edmundo.

Mirando a Tomás mientras comía, y reconociendo a regañadientes que su tedio lo abatiría aún más si no encontraba un mejor modo de pasar el tiempo, Edmundo se maravilló nuevamente de cuan distintos podían ser cuatro hermanos, como sus cuatro primos Neville.

Su primo Warwick era aplomado, arrogante, audaz, pero poseía un innegable encanto. Edmundo no admiraba a Warwick tanto como Eduardo, pero no era inmune a la fuerza de su desbordante personalidad. Aun así, prefería a Johnny, el hermano menor de Warwick, parco y gravemente resuelto, poseedor de un incisivo ingenio del Yorkshire y un sentido del deber que era tan firme como instintivo. Pero no le agradaba en absoluto el tercer hermano, llamado Jorge, como el hermano de once años de Edmundo. Jorge Neville era sacerdote, pero sólo porque era tradicional que un hijo varón de una gran familia ingresara en la iglesia. Era el hombre más mundano que Edmundo había cono-cido, y uno de los más ambiciosos. Ya era obispo de Exeter, aunque aún no había cumplido los treinta años.

Y luego estaba Tomás, el menor. Tomás parecía un hijo adoptivo, tan diferente era de sus hermanos. Era rubio, cuando los otros eran morenos, alto como Eduardo, aunque mucho más corpulento, con ojos lechosos y azules tan serenos que Edmundo se preguntaba irónicamente si Tomás vivía en el mismo mundo que ellos; no conocía el despecho ni la fatiga; era tan valeroso como los enormes mastines que criaban para azuzar a los osos y, a juicio de Edmundo, menos imaginativo.

– Cuéntame qué pasó cuando Johnny y tú fuisteis capturados por Lancaster el año pasado, después de la batalla de Blore Heath. ¿Os trataron mal?

Tomás partió un trozo de pan, sacudió la cabeza.

– No. La captura de prisioneros es demasiado común como para arriesgarse a maltratarlos. En cualquier momento te puede tocar el papel de cautivo.

– Pero habréis sentido cierta aprensión, al menos al principio -insistió Edmundo, y Tomás detuvo el cuchillo en el aire, lo miró con cierta sorpresa.

– No -dijo al fin, como si hubiera tenido que reflexionar sobre el asunto-. No, no recuerdo haber sentido aprensión. -Completó el viaje del cuchillo hacia la boca, volvió a sonreír, diciendo con un aire juguetón que era tan jovial como carente de malicia-: ¿Qué sucede, Edmundo? ¿Te preocupan las hordas de Lancaster que están a nuestras puertas?

Edmundo lo miró fríamente.

– Estoy verde de miedo -explicó, con tanto sarcasmo que nadie dudaría que hablaba en broma.

Mientras Tomás seguía engullendo el capón, Edmundo se volvió hacia la ventana que estaba a sus espaldas, mirando el patio cubierto de nieve. No dudaba que Ned le habría respondido a Tomás de otra manera, se habría reído y habría concedido alegremente que, en efecto, estaba inquieto. Ned no se preocupaba por lo que pensaban los demás y los desarmaba al sorprenderlos con su franqueza. Edmundo habría querido hacer lo mismo, pero le resultaba imposible. Le importaba demasiado lo que los demás pensaban de él, aun aquéllos a quienes no tomaba en serio, como Tomás. Sólo a Ned le habría confesado sus temores. Y Ned estaba en el sur, de vuelta en Ludlow, reclutando efectivos para el estandarte yorkista. Aún faltaban días para que regresara a Sandal.

Era extraño, pensó, que aún le molestara tanto la ausencia de Ned. Ya tendría que haberse habituado; en los catorce meses que habían transcurrido desde la fuga de Ludlow, él y Ned habían estado separados un año entero. Se habían reencontrado sólo el 10 de octubre pasado, cuando Edmundo y su padre llegaron a Londres, donde los aguardaban Ned y su tío Salisbury. Y se habían demorado en Londres sólo dos meses, pues Ned había partido hacia Ludlow y la frontera galesa el 9 de diciembre, el mismo día en que Edmundo, su padre y su tío Salisbury enfilaron al norte, hacia Yorkshire.

Edmundo se alegraba de que sólo quedara un día en ese año de gracia de 1460. Había sido un año de ajetreo para la Casa de York, pero no había sido un año feliz para él. Se lo había pasado esperando, lamentando el aislamiento y la inactividad de su exilio irlandés. A su juicio, Ned había llevado la mejor parte, pues había estado en Calais con Salisbury y Warwick.

Cuando huyeron de Ludlow a Gales, Edmundo también habría querido ir con sus parientes, los Neville. El desenfado de Calais lo atraía mucho más que la sedentaria reclusión de Dublín. Pero el honor lo había obligado a acompañar a su padre, aunque envidiara a Ned la libertad de hacer otra elección. Esa elección no había complacido a su padre. La cortesía le impedía ofender a los Neville con la insinuación de que no sabrían supervisar a Ned, pero se las había apañado para hacerle saber a Ned lo que pensaba. Su hijo había escuchado respetuosamente y luego había actuado a su antojo, acompañando a sus primos Neville a Calais.

Edmundo se había imaginado cuánto se divertía Ned en Calais, y su insatisfacción degeneró en depresión cuando en julio llegó a Dublín la noticia de que Ned y los Neville habían desembarcado en suelo inglés. Les habían recibido bien en Londres y se apresuraron a consolidar su posición. Ocho días después marcharon al norte para enfrentarse a las fuerzas del rey en la ciudad de Northampton. La reina estaba a treinta millas, en Coventry, pero la desdichada persona del rey había caído en manos de los yorkistas victoriosos después de la batalla. Edmundo aún no había entrado en combate y sintió emociones ambiguas al enterarse de que Warwick había confiado a Ned el mando de un ala yorkista. Edmundo estaba convencido de que nunca llegaría el día en que su padre le encomendara una responsabilidad similar. Después de la batalla habían trasladado al rey de vuelta a Londres y, con los debidos honores, lo habían instalado en la residencia real de la Torre. Pues ellos se oponían a la reina, no a Su Gracia, el buen rey Enrique, según proclamaba Warwick mientras Londres aguardaba el regreso del duque de York desde Irlanda.