El furor candente que había fulminado a Warwick tan abruptamente como un rayo estival sólo dejó recuerdos chamuscados. Estuvo a punto de romper la implacable barrera de silencio que los separaba.
Miró a Juan, pensando en los demás. Su hermano Jorge, que se había pasado a York por la promesa de un indulto. Su yerno, que lo había traicionado en el camino de Banbury. Su buen amigo el rey de Francia, el monarca que lo llamaba «camarada dilecto» y «primo» y ahora se había reconciliado con Carlos de Borgoña. Sus aliados del momento: Oxford, que estaba casado con su hermana pero no confiaba en él, y Exeter, que lo había acusado a la cara de estar pensando en negociar con York. Sólo podía confiar en Johnny. Era el único que no lo había traicionado ni lo traicionaría. Johnny, cuyo corazón estaba con York.
– Johnny, quiero que sepas…
– Lo sé -interrumpió Juan-. Así que no es preciso comentarlo, ¿verdad?
– No -convino Warwick-. No, Johnny, no es preciso.
Juan se puso a hablar de asuntos militares, de artillería y la necesidad de tener por lo menos un contingente de caballería. Warwick coincidió, y al cabo se les sumaron Exeter y Oxford. La reunión continuó. Les sirvieron una cena tardía, que quedó casi intacta mientras los hombres seguían hablando, y las horas pasaron mientras las vísperas y las completas sonaban en la pequeña iglesia de Hadley, a poca distancia de las líneas lancasterianas.
Poco después del anochecer estalló un alboroto. Los exploradores de Warwick mencionaron un inesperado encontronazo con la avanzada yorkista en las calles de Barnet. Con el ceño fruncido, Warwick reunió a sus capitanes, les dijo que se dispusieran a combatir al día siguiente. El ejército yorkista se aproximaba a Barnet.
En ese momento no comprendió cuan cerca estaban. Tras llegar a la aldea con el anochecer, Eduardo tomó una decisión audaz. Ordenó a sus hombres que avanzaran al amparo de la oscuridad para ocupar sus posiciones de batalla. Era una maniobra difícil y heterodoxa que tendría consecuencias imprevistas.
Al principio Eduardo cosechó beneficios de este riesgo calculado. Los cañones de Warwick tronaron; la noche vibraba con el fragor de la artillería. Pero el ejército de Eduardo estaba mucho más cerca de lo que Warwick creía. Los disparos eran demasiado largos, y Eduardo ordenó no devolver el fuego. Sus hombres se asentaron para pasar la noche.
Después de medianoche la niebla empezó a cubrir el valle. El estandarte del Jabalí Blanco que ondeaba en la tienda de Ricardo se empapó con el aire quieto.
Thomas Parr se movió, codeó al hombre arrebujado junto a él. Tom Huddleston, como Thomas, había compartido con Ricardo una infancia en Middleham. Era el mayor de los tres, había luchado en Edgecot y el Campo de las Cotas Perdidas. Miró a Thomas, asintió. Thomas se incorporó.
– Milord -murmuró.
Ricardo movió la cabeza, se acodó.
– ¿Sí?
– No habéis dormido nada. ¿Queréis hablar?
Thomas no podía ver la cara de Ricardo en las sombras. Reinaba el silencio; los cañones de Warwick habían callado.
Thomas se incorporó.
– Su Gracia el rey ganó Towton el Domingo de Ramos -declaró-. Barnet será una victoria pascual… por la gracia de Dios Todopoderoso y el servicio que mañana prestaréis al rey con la vanguardia.
Ricardo tendió la mano, la apoyó en el hombro de Thomas.
– Duerme mientras puedas -dijo.
Thomas se acostó.
– Buenas noches, milord.
Cerró los ojos, pero no se durmió. Sabía que sus compañeros tampoco dormían.
Las cinco de la mañana. El sol ya debía estar trepando en el cielo, pero una oscuridad húmeda y gris aún cubría Hadley Wood. Durante la noche había surgido una niebla gruesa y espesa como Ricardo jamás había visto, ni siquiera en los páramos de Yorkshire. Sus hombres aguardaban, clavándole los ojos. Aún persistía el frío de la noche, y al hablar escarchaba el aire con su aliento. Miró a sus capitanes, dio la señal de avance. Las trompetas sonaron con un ruido ahogado, reverberando lúgubremente en la humedad del alba.
Mientras la vanguardia se internaba en la niebla, notaron que pasaba algo raro. A su izquierda oyeron ruidos de combate mientras el centro yorkista se topaba con la línea de Juan Neville. Pero la andanada de flechas que sus arqueros habían disparado al azar al mar gris no había tenido respuesta. Avanzaban sin tropiezos, sin encontrar resistencia.
El terreno comenzaba a inclinarse; ahora dejaban su huella en un lodo cenagoso. Con un respingo, Ricardo lo entendió. En la oscuridad, la vanguardia había pasado de largo. Estaban a la izquierda de las líneas enemigas, bajando por el barranco ancho y pantanoso que lindaba con la posición de Exeter. Si podían cruzar el barranco sin ser detectados, se toparían con el flanco de Exeter, y él no esperaría un ataque desde allí. Pero si los descubrían dentro del barranco, el lodo cenagoso pronto se enrojecería con sangre yorkista.
Ricardo se volvió, vio que sus hombres sabían lo que había ocurrido. No fue necesario ordenar silencio. A ciegas, se internaron resueltamente en la oscuridad.
El conde de Oxford había exigido el mando de la vanguardia y Warwick había accedido. Ahora, mientras Oxford conducía a sus hombres contra el ala izquierda yorkista, supo de inmediato lo que Ricardo estaba descubriendo tardíamente: que las líneas de batalla se habían alterado en la oscuridad. Así como la vanguardia yorkista se había desplazado hacia el flanco de Exeter, la vanguardia lancasteriana se superpuso con el ala comandada por Will Hastings.
Oxford, sin embargo, tuvo más suerte que Ricardo; ningún barranco traicionero mediaba entre sus hombres y los yorkistas. Con aullidos triunfantes, surgieron de la niebla para embestir imprevistamente el flanco de Hastings.
Los yorkistas se desperdigaron caóticamente, reculando ante ese imprevisto ataque contra la retaguardia. Su línea onduló y cedió ante la arremetida. Mientras Hastings y sus capitanes trataban de reorganizar a sus tropas, el ala izquierda yorkista se quebró y se desintegró en una fuga.
Perseguidos por las jubilosas tropas de Oxford, los yorkistas abandonaron el campo, arrojando armas y escudos. Hastings se encolerizó en vano. Los asustados aldeanos de Barnet se apresuraron a atrancar las puertas mientras soldados espantados se tambaleaban por las callejas adoquinadas. Algunos buscaron refugio en la iglesia parroquial; otros robaron caballos y galoparon las diez millas que los separaban de Londres, despertando a los londinenses con gritos que anunciaban una derrota yorkista. Los hombres de Oxford pronto perdieron interés en su presa y se dedicaron alegremente al saqueo y el pillaje en Barnet.
Hacía menos de una hora que había empezado la batalla y el ala izquierda de Eduardo estaba destruida.
Jorge había aceptado a regañadientes que Eduardo le confiara la vanguardia a Ricardo. Con inusitada prudencia, se había limitado a hacer algunos comentarios mordaces sobre la edad y la experiencia de Ricardo, pero aún lo irritaba. No era que le envidiara a Dickon ese honor, pensaba, sino que Ned le había negado un mando propio. Sabía que Ned quería tenerlo cerca por un solo motivo: no se fiaba de él. Sí, conocía las sospechas de Ned, sabía que Ned temía que se pasara al bando de Warwick si la batalla era desfavorable para York. Y le causaba resentimiento que confiaran tan poco en él cuando había aportado cuatro mil efectivos, traicionando a su suegro.
Su resentimiento se disipó, sin embargo, en los primeros cinco minutos de la batalla, cuando se encontró sin aliento, asediado por los gritos de los moribundos, el hedor de la sangre y los cuerpos despanzurrados. No sabía que sería así, y por primera vez en su vida agradeció estar cerca de su hermano, seguir las órdenes de Ned. Por nada del mundo habría querido estar en el lugar de Dickon, a solas en medio de la niebla. Si había alguna seguridad en este mundo desquiciado, estaba cerca de Ned, que no parecía conocer el miedo y se erguía por encima de los demás, abriéndose camino con una espada roja hasta la empuñadura.