Jorge miraba a su hermano con desconcertado pasmo. Podía entender la altanería de Dickon, que libraba su primera batalla, igual que él. Pero Ned sabía de qué se trataba. ¿Cómo había logrado conservar la compostura ayer, sabiendo lo que afrontarían al alba?
Tropezó con un caído, despatarrado en un ángulo exótico sobre la hierba; el hombre gemía, algo aún más extraño, pues estaba prácticamente eviscerado. Jorge pasó por encima, siguió a Eduardo. El centro parecía resistir el embate de Juan, pero Jorge sabía que la batalla no iba bien para York. El ala izquierda estaba desbaratada; Hastings había montado a caballo en un intento frenético de reagrupar a sus hombres, de impedir la desbandada tras la embestida de Oxford. Se decía que la lucha entre Exeter y Ricardo era aún más enconada. Sólo diez minutos atrás, un mensajero había salido de la niebla con un esperado mensaje para Eduardo:
– Mi señor de Gloucester me pide que diga a Vuestra Gracia que están resistiendo, que contengáis vuestras reservas.
Pero Jorge sabía que Ricardo ya no se las veía sólo con Exeter, sino también con Warwick. Alarmado por la súbita aparición de la vanguardia yorkista en su flanco, Exeter había pedido refuerzos urgentes y Warwick le había enviado la mitad de sus reservas. Los hombres de Ricardo eran superados en número y tenían que ceder terreno, reculando hacia la hondonada pantanosa, y si la vanguardia sufría el mismo destino que el ala izquierda, Eduardo no aguantaría a solas.
Jorge también sabía que en poco tiempo Oxford regresaría al campo de batalla. Era un soldado demasiado astuto para derrochar energía en persecución de hombres derrotados. Jorge pensó, con un escalofrío de horror, que York podía perder, que Warwick, su suegro, podía obtener la victoria, y nunca lo perdonaría por Banbury.
Un hombre salió a la carrera de la niebla, dirigiéndose hacia él. Jorge enarboló la espada, pero vio el emblema del Blancsanglier. Sólo un muchacho, verde de miedo. Extendió el brazo, aferró al muchacho, le estrujó el hombro. El joven jadeó y brotó sangre entre los dedos del guantelete de Jorge. Bajó la mano, sujetó el antebrazo del mozo.
– ¿Por qué no estás con Gloucester? -preguntó, acercándole la cara para hacerse oír.
– ¡Gloucester ha caído!
Jorge aflojó su apretón y el muchacho aprovechó para zafarse y huir hacia la niebla. Jorge ya se había olvidado de él; giraba hacia su hermano, que estaba a pocos pasos. Gritó, pero sabía que Eduardo no podía oírle. A su alrededor, los hombres se enzarzaban vitoreando a York o Neville. A sus pies, un herido pedía cuartel, en nombre de Dios. El soldado yorkista que estaba a horcajadas sobre él le asestó un hachazo. La niebla se arremolinó, volvió a cerrarse. Jorge vio el centelleo de la espada de Eduardo; un hombre murió.
El boquiabierto Jorge quedó petrificado. Era una locura. Era todas las pesadillas que había tenido. Todos morirían allí, en esa oscuridad gris, esa niebla que cubría el campo como un sudario.
Detectó un movimiento a su derecha, se giró. El hombre se desvió. La niebla ocultaba horrores indescriptibles, muertos y moribundos. York había perdido. Jorge tembló y buscó a su hermano a trompicones.
Nada había preparado a Ricardo para el infierno de Barnet Heath.
Thomas Parr había muerto. Ricardo lo había visto caer, y sabía que ningún hombre sobreviviría al mandoble que había recibido. Demasiado lejos para ayudarlo, le gritó una vana advertencia, miró horrorizado mientras su escudero se desplomaba. Ese momento de inmovilidad casi le había costado la vida. Un hachazo vacilante le pegó de costado, lo tumbó de rodillas. El instinto lo salvó, más los años de práctica con el estafermo, el hacha y el espadón. Reaccionó mientras caía, por instinto, sin siquiera pensar. Mientras su rodilla tocaba el suelo, alzó la espada en una maniobra aprendida años atrás en Middleham. La sangre chorreó sobre él; el hombre se aferró el vientre, se desplomó. Rob Percy se le acercó, lo ayudó a levantarse; los hombres de su séquito procuraban no separarse de él, sabiendo que era un blanco tentador para Lancaster: el hermano de York y el comandante de la vanguardia.
Ricardo no sabía cuan grave era la herida. El hacha le había abierto un tajo en el antebrazo. Tenía el brazo entumecido del codo a la muñeca. Aún no había dolor, pero la sangre le llenaba el guantelete. Elevó una rápida plegaria de gratitud a Dios Todopoderoso por haber recibido el golpe en el brazo izquierdo y se negó a mirar el cuerpo arqueado y yerto de su escudero.
Los caballeros de su séquito se congregaron alrededor de él para permitirle deliberar con sus capitanes. Escuchó mientras le decían que no podrían resistir sin refuerzos.
– No -dijo, con la voz ronca de tanto gritar órdenes-, no agotaré las reservas de mi hermano. Él las necesita más, ahora que la línea de Hastings está rota. Informad a Su Gracia de que aún resistimos, que no es necesario comprometer sus reservas.
Discutieron. Thomas Howard, el hijo mayor de John Howard, señaló a sus espaldas, hacia el barranco ahora oculto en la niebla. Ricardo repitió sus órdenes. Volvieron a protestar, y él despotricó contra ellos. La cólera era la única emoción que osaba permitirse.
Francis tropezó, cayó de rodillas, exhausto, agobiado por el peso de la armadura. Una persona conocida se erguía sobre él, tendiéndole la mano. La asió con gratitud, dejó que Rob lo ayudara a levantarse.
– Tengo la sensación de estar corriendo en el agua -confesó temblando-. Hasta el aire me hace caer.
– Aguarda un minuto. Recobra el aliento.
– ¿Crees que podemos resistir, Rob?
– Dios y Gloucester mediante -masculló Rob. Francis no era el único que había buscado una pausa, un breve respiro. Ricardo estaba rodeado por caballeros de su séquito; pidió agua, se la hizo echar sobre el antebrazo, en el guantelete.
– Tendría que hacerse tratar ese brazo, Rob.
Rob meneó la cabeza, sacudiéndose la transpiración que le quemaba los ojos.
– Se niega a abandonar el campo. Es el único que puede contenerlos. ¡Por Dios, Francis, mira en derredor! Lo único que les impide desbandarse es el maldito barranco que tenemos a nuestras espaldas y el hecho de que él está aquí, ofreciendo su vida con la de ellos.
Un aguador le alcanzó una petaca. Francis la cogió, se enjuagó la boca, escupió.
– ¿Crees que Dickon sabe que su otro escudero también ha muerto?
Rob movió las hombreras en un gesto de indiferencia.
– Te sugeriría que no se lo digas. ¿Ya puedes moverte?
– Si nos empujan hacia el barranco, Rob, nos harán trizas -dijo Francis, sin poder contenerse.
– Cielos, Francis, ¿crees que Dickon no lo sabe? Pero cuando Oxford regrese al campo, el rey necesitará contar con reservas; de lo contrario Oxford atravesará las líneas de York como un cuchillo caliente en mantequilla. Entonces nos harán trizas a todos, no sólo a la vanguardia sino a cada soldado de York.
Francis se arriesgó a alzar la visera, aspiró unas bocanadas de aire.
– Huele como un matadero… ¡Dios mío! Rob.
Rob se giró, pero no era Ricardo quien había caído, sino Thomas Howard. Un extraño flechazo, un acierto fortuito. Se tambaleó, cayó de bruces. El asta se partió cuando el cuerpo chocó contra el suelo. Un estertor, y se quedó tieso.
Rob y Francis fueron hacia él, pero otros se le adelantaron, formando un cerco protector. Ricardo impartió órdenes, y alzaron al caído para llevarlo a la retaguardia.
Ricardo se giró, vio a Francis a su lado.
– ¡Santo Dios, Francis, cierra la visera!
Era la primera que hablaban desde el comienzo de la batalla, dos horas atrás. Francis pensaba que debían tener algo que decirse, sabiendo que quizá esa oportunidad no volviera a presentarse. Pero si existía esa bendición curativa, palabras inspiradas que pudieran servirles a ambos como talismán, no las encontraba. Sólo pudo barbotar la verdad.