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Rob asintió.

– Han encontrado a Parr, pero aún no han hallado a Huddleston. -Hizo una pausa, murmuró-: Fue un golpe fulminante y limpio, Dickon. Eso es algo.

Ricardo abrió los ojos, arqueó la boca.

– No mucho, Rob. Diantre, no mucho.

Bebió demasiado, se atragantó. El cirujano vertía miel en la herida para limpiarla; mientras la tanteaba, había vuelto a sangrar. Ricardo cayó hacia atrás, volvió a cerrar los ojos.

Una sombra lo cubrió. Abrió los ojos mientras Will Hastings entraba en la tienda.

– ¿Hay noticias sobre Warwick o Johnny Neville, Will? -preguntó tensamente.

Will sacudió la cabeza.

– Sabemos que Oxford huyó del campo cuando los hombres de Montagu dispararon contra él, y he oído decir que Exeter ha muerto, aunque hasta ahora es sólo un rumor. Aún no hay noticias de Warwick ni Montagu. -Se le acercó, bajó la voz-. Anthony Woodville recibió una estocada en la greba. Cojeará un tiempo, pero sólo eso… lamentablemente.

Ricardo sonrió lánguidamente y jadeó cuando el escalpelo del cirujano volvió a resbalar.

– ¡Santo Dios, hombre, ten cuidado! -rugió, y el cirujano murmuró una disculpa, le puso una copa en la mano.

– Agrimonia: por favor, Vuestra Gracia, bebedlo.

Will miraba a Ricardo.

– Sabes que me opuse a que te dieran la vanguardia -dijo-. Creí que eras demasiado joven, demasiado inexperto. Tu hermano disentía conmigo. Él tenía razón y yo estaba equivocado.

Ricardo no estaba preparado para recibir cumplidos; aún recordaba con vividez las últimas tres horas.

– ¿Qué hay de las bajas? -preguntó-. ¿Tenemos idea de las pérdidas que hemos sufrido?

– No… pero no me sorprendería que los muertos ascendieran a mil quinientos.

La entrada de la tienda se movió. Entró Eduardo, le indicó a Ricardo que no se levantara. Miró al cirujano.

– ¿Cómo está mi hermano de Gloucester?

Ricardo vació la copa con disgusto, respondió antes de que el cirujano pudiera hablar.

– Sobreviviré a la herida, pero no sé si al tratamiento.

– Veo que te estás recobrando, hermanito -dijo Eduardo con una sonrisa. Se inclinó sobre el hombro del cirujano para ver la herida de Ricardo, hizo una mueca-. Nos informan de que han visto a Warwick cerca de Wrotham Wood. He despachado a un hombre de mi séquito personal con órdenes de que no le causen daño. En cuanto a Johnny, aún no sabemos nada… -Calló cuando un heraldo vestido con la ensangrentada librea de York entró en la tienda.

Se arrodilló ante Eduardo.

– Vuestra Gracia… han encontrado al conde de Warwick.

Más de una docena de hombres formaban un semicírculo en el claro, gesticulando y riendo. Retrocedieron con expectación cuando aparecieron varios jinetes, reconociendo al rey.

Eduardo se apeó, caminó hacia ellos. Se detuvo abruptamente al ver el cuerpo despatarrado.

Los hombres se inquietaron, alarmados por su silencio. Uno más audaz que el resto se aproximó, sonrió.

– Ya no hará rey a nadie, majestad.

Eduardo se volvió hacia él y le abofeteó la cara, un golpe que no habría tenido importancia viniendo de otro hombre, pero viniendo de Eduardo lo tumbó de rodillas, le hizo escupir sangre.

Nadie se movió; nadie osó ayudar al camarada caído. Eduardo se arrodilló ante Warwick, volvió el cuerpo. Los saqueadores ya habían hecho su trabajo. Habían arrancado piezas de la armadura y le habían quitado ambos guanteletes; también le habían quitado los anillos enjoyados que usaba con tanto orgullo. Eduardo alzó la visera y jadeó. Aún no estaba enterado de cómo habían matado a Warwick, sujetándolo mientras le clavaban dagas en el cráneo. Ricardo estaba junto a él. Eduardo cerró la visera, cogió la muñeca de Ricardo.

– No querrás ver esto, Dickon.

Una mirada a la cara de Eduardo fue suficiente para Ricardo; aceptó sus palabras, asintió. Al cabo Eduardo se levantó, pero Ricardo se quedó donde estaba, mirando el cuerpo de su primo. Alzó la vista cuando oyó que su hermano desquitaba su furia con los asustados soldados.

– ¡Ordené que no le hicieran daño, mala peste os lleve!

Ellos tartamudearon negativas, juraron que no habían participado en la muerte de Warwick, que lo habían encontrado tal como estaba; había tratado de llegar a los caballos, perseguido por otros hombres; le habían visto entrar en el bosque y lo siguieron, pero estaba muerto antes de que ellos llegaran.

Otros jinetes se aproximaron, entre ellos Will Hastings y John Howard. Howard desmontó, se acercó a Ricardo.

– Una lástima -murmuró.

Ricardo asintió, guardó silencio. Se preguntaba si Howard sabría lo de su hijo. Abrió la boca, pero no logró articular las palabras. Se le debía notar en la cara, pues John Howard hizo algo totalmente inesperado, algo que no congeniaba con su carácter. Extendió los brazos para estrechar los hombros del muchacho.

De pronto hubo agitación en el claro, donde estaba Eduardo. Ricardo alzó la cabeza, miró a los alborotados hombres que gesticulaban. Supo lo que ocurría aun antes de ver la cara de su hermano.

No se movió, se quedó muy tieso. Ya no reparaba en Howard ni en los curiosos que se habían acercado a mirar el cuerpo del Hacerreyes. Tardó un instante en armarse de coraje para cruzar el claro, para oír que Ned le decía que Johnny también había muerto.

Estaban alejados de los demás. Eduardo miraba el suelo, la hierba pisoteada y arrancada que delataba la extrema violencia del final de Warwick. Al cabo de un rato se persignó, pero Ricardo supo que había dedicado esos minutos de silencio a Johnny, no a la plegaria.

– Tienes derecho a saberlo, Dickon -dijo al fin, con voz tomada de emoción-. Johnny usaba nuestros colores bajo su armadura. Salió a batallar con nosotros usando el azul y morado de York.

– Jesús se apiade de él -susurró Ricardo. Las lágrimas le llenaban los ojos, pero se adherían con firmeza a las pestañas, se negaban a caer. Se sentía como una piedra; ni siquiera por Johnny podía llorar.

Otros hombres se acercaban. Ricardo reconoció a Jorge y logró recobrar la compostura.

– Ned, no quiero que Jorge vea… -dijo con un hilo de voz, pero no pudo seguir. Eduardo asintió, miró mientras Ricardo interceptaba a Jorge para impedir que viera de cerca el cuerpo de su suegro.

Uno de los recién llegados se acercó a Eduardo.

– Vuestra Gracia ha obtenido una gran victoria en este día -dijo con una sonrisa.

Eduardo asintió.

En lo alto, el sol irrumpió a través de la niebla. Radiantes jirones azules se ensanchaban en el cielo y un fulgor suave alumbraba el claro. Aún no eran las diez de la mañana.

Capítulo 28

Abadía de Cerne

Abril de 1471

Domingo de Pascua. Se celebraba una gran misa en la catedral de San Pablo. La ceremonia fue abruptamente interrumpida por el regreso triunfal de los lores yorkistas y, mientras la grey observaba solemnemente, Eduardo atravesó la nave para depositar un estandarte ensangrentado en el altar. El arzobispo de Canterbury, que ese día había perdido a dos parientes en Barnet Heath, reanudó la misa pascual, dando gracias a Dios en nombre de York.

Domingo de Pascua. La condesa de Warwick desembarcó en Portsmouth. Allí abordó una nave para Weymouth, donde debía aguardar la llegada de Margarita de Anjou, el príncipe Eduardo y sus hijas. Su nave recaló brevemente en Southampton, donde le informaron sobre la batalla que se había librado al amanecer en Barnet Heath. De inmediato abandonó su plan de seguir viaje a Weymouth y en cambio se dirigió a la abadía de Beaulieu, en el cercano New Forest. Allí, pidió y obtuvo asilo dentro de los muros del monasterio cisterciense.

Domingo de Pascua. Tras demorar el cruce del Canal a causa de una tormenta, Margarita de Anjou llegó a Weymouth, poniendo fin a siete años de exilio en Francia. La acompañaban su hijo Eduardo, su nuera Ana Neville e Isabel, hermana de Ana.