También la acompañaban tres hombres que compartían el nombre de pila y nada más. El doctor John Morton, el más astuto y fiable de sus consejeros políticos, un hombre que, como Jorge Neville, usaba hábitos de sacerdote y abrigaba ambiciones totalmente seculares; con el beneplácito de Margarita, aspiraba a ser nombrado lord canciller de Inglaterra tras la derrota de York. John Beaufort, hermano menor de Edmundo, duque de Somerset, un joven veinteañero cuya lealtad a Lancaster nunca había flaqueado. Y John, lord Wenlock, soldado y diplomático que en una u otra ocasión había jurado lealtad a Lancaster, a York y al conde de Warwick.
El día siguiente, lunes 15, se desplazaron tierra adentro hacia la abadía benedictina de Cerne. A media tarde, el duque de Somerset y el conde de Devon llegaron a la abadía y, por intermedio de Edmundo Beaufort, duque de Somerset, Margarita supo lo que había ocurrido en Barnet.
Nadie había previsto que la muerte de Warwick conmocionaría tanto a Margarita. Miró atónita a Somerset, los ojos negros desencajados en un rostro descolorido, y cuando la condesa de Vaux le puso un rosario de marfil en la mano, lo aferró con tanta fuerza que las cuentas se desprendieron y se derramaron en las baldosas. Para los inquietos espectadores, fue un episodio ominoso.
Margarita no reparó en el rosario desparramado. Warwick había sido su enemigo jurado y mortal. Lo había odiado, había desconfiado de él, lo había necesitado. Pues sólo a través de Warwick pudo obtener la ayuda que el rey de Francia le había negado tanto tiempo. Había aceptado la alianza con Warwick impulsada por la desesperación, las ambiciones de su hijo y la persuasiva insistencia del monarca francés. Se había reconciliado con el hombre que más aborrecía, se había avenido a creer, como él, que Warwick tenía el destino en sus manos. ¿Acaso toda su vida no había hecho lo que otros hombres no osarían? El más poderoso de los poderosos Neville, el Hacerreyes. No se había permitido creer que él pudiera fracasar.
Todos la observaban: Somerset y Devon, la condesa de Vaux, el doctor Morton, el abad Bemyster. Somerset la interpeló, pero ella no le prestó atención. ¿Qué más podía decirle después de haberle hablado de Barnet Heath? Se paseó de aquí para allá, se detuvo ante el reclinatorio. Otrora se había arrodillado en asientos forrados de satén blanco, tachonados de joyas. Éste era un rústico reclinatorio monacal, casi un banco. Se arrodilló, apoyó la frente en las manos entrelazadas, pero no rezó.
No supo cuánto tiempo permaneció de hinojos. Al cabo de una pausa eterna, oyó pasos que se le acercaban con la energía de la juventud, oyó la voz que más amaba.
– ¿Maman?
Se volvió hacia su hijo. Él le asió la mano, la ayudó a levantarse. Ella se apoyó en él, en el círculo de sus brazos.
– Édouard… ¿lo sabes?
– Oui, maman. -El príncipe Eduardo señaló con la cabeza-. Somerset me lo contó.
Cuando Margarita se agitaba, su inglés muy acentuado tendía a fragmentarse, a desbarrancarse en un incomprensible farfulleo gálico.
Así sucedía ahora, y pasó abruptamente a su lengua nativa, se puso a hablar aceleradamente, sin detenerse para recobrar el aliento. Ese francés rápido y coloquial resultaba difícil de seguir para Somerset y Devon, pero comprendieron lo suficiente como para intercambiar miradas de consternación.
John Morton, que además de clérigo era un cortesano consumado, se alarmó al extremo de atentar gravemente contra la etiqueta.
– Madame -barbotó, acercándose-, no podéis pensar seriamente en regresar a Francia. Os imploro, aseguradnos que hemos entendido mal…
La sorpresa de ella fue tan manifiesta como su disgusto.
– No habéis entendido mal.
Somerset estaba azorado, al igual que Devon. Pronto sumaron sus voces a la de Morton. Protestaron, debatieron, exhortaron, todo en vano. Margarita hizo oídos sordos a sus súplicas, les dio una respuesta monosilábica y renuente. Estaba decidida. Regresaría a Francia con la próxima marea. No arriesgaría la vida de su hijo ahora que Warwick había muerto. No había nada que valiera ese precio. Nada, repitió, con voz glacial.
Para esos hombres moría un sueño, e insistieron hasta hacerle perder la paciencia.
– Habéis dicho suficiente, señores -rugió-. Zarparemos para Francia, y no quiero oír una palabra más.
Su hijo había escuchado en silencio, hasta ahora.
– No, maman.
Ella se volvió para encararlo mientras Somerset, Morton y Devon observaban, tensos de súbita esperanza.
– ¿Édouard?
– No estoy dispuesto a huir, a cederle la victoria a York. Si no aprovechamos esta oportunidad, nunca se repetirá. Me apena disentir en esto, maman. Pero no pasaré el resto de mis días en el exilio mientras un usurpador ocupa el trono que me pertenece por derecho.
Ella asintió lentamente.
– En efecto, la corona es tuya, Édouard, hijo mío… una vez que muera tu padre.
La reprimenda lo silenció momentáneamente. Con frecuencia hablaba del sufrimiento de su padre, y juraba vengar su cautiverio, como correspondía. Pero lo cierto es que había largos periodos en que se olvidaba por completo de Enrique de Lancaster. Los recuerdos de su padre, nunca vividos, se habían enturbiado con los años, y además eran oscuramente desagradables. Tanto los recuerdos como las emociones que despertaban permanecían inexplorados, nunca habían sido expuestos a la luz. Por instinto, él lo prefería así, y sospechaba que su madre también. Su madre debía estar muy preocupada por él, de lo contrario no habría usado así el nombre del padre.
Aprovechando el titubeo de su hijo, ella cubrió el espacio que los separaba. Le cogió la mano, le estrujó los dedos en una caricia persuasiva, y los presentes vieron que su sonrisa no había perdido su encanto durante sus años de exilio.
– No te pido que renuncies a nada, bien-aimé. Sólo te pido que aguardes tiempos más favorables… sólo eso.
– Si nos vamos de Inglaterra ahora, perdemos todo -declaró él-. Esta oportunidad no se repetirá.
– Édouard, no lo entiendes. No comprendes lo que arriesgamos…
– Comprendo lo que está en juego. La corona de Inglaterra.
Ella le aferró los hombros como si quisiera sacudirlo. Pero no lo hizo, y tras varios jadeos entrecortados, dejó caer los brazos.
– Édouard, amor mío, escúchame -apremió-. No conoces a tu enemigo. Eduardo de York es un soldado curtido, un hombre implacable que nunca fue derrotado en el campo de batalla.
Somerset y Devon se pusieron rígidos, pues la implicación era obvia, pero ella no tenía tiempo para preocuparse por sus remilgos.
– York juró que teníamos una deuda de sangre después de Sandal y, aunque miente con la facilidad con que otros hombres respiran, esta vez se propone cumplir su palabra. Ha esperado diez años para ello. Si perdemos, no tendrá piedad contigo.
Había cometido un error, y lo comprendió, pero demasiado tarde.
– No pido la piedad de York -protestó él-. ¡Sólo pido ver su cabeza en la Drawbridge Gate de Londres, y a fe que así será!
– Bien dicho, Vuestra Gracia -intervino Devon, mientras Somerset y Morton guardaban un prudente silencio, no queriendo irritar más a la reina sin necesidad, sabiendo que se saldrían con la suya, que el príncipe prevalecería.
Margarita también lo sabía. Fue evidente en sus siguientes palabras.
– ¿Y si insisto, Édouard? -Y el hecho mismo de que necesitara preguntarlo era una concesión de derrota.
– No insistas, maman -murmuró Eduardo.
El silencio que siguió fue incómodo, aun para los exultantes hombres. Devon había descubierto una jarra de vino y copas en el aparador. Se arrodilló ante el príncipe Eduardo sosteniendo una copa desbordante.