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– Me honraría beber a vuestra salud, alteza.

Eduardo aceptó la copa, le sonrió. Había admiración en los ojos de Devon; Somerset y Morton también lo miraban con aprobación. Sólo las mórbidas aprensiones de su madre enturbiaban el placer de ese momento. Él le dedicó una mirada de afectuosa impaciencia, pensando que pronto volvería a sus cabales. Su madre no era presa de los temores y fantasías tontas que consideraba comunes a la mayoría de las personas de su sexo. No en vano los yorkistas la llamaban «Capitán Margarita», la mujer que había aplastado a Warwick en San Albano con un imaginativo ataque lateral que ella misma había concebido. Las mujeres no debían asumir los deberes y prerrogativas de los hombres, pero su madre no era una mujer cualquiera. Era Margarita de Anjou, y él sentía orgullo al mirarla. Aun ahora, cuando era tan insensata, cuando le raqueaba el ánimo.

Le estampó un beso conciliador en la mejilla tensa.

– Sé que no esperabas la derrota de Warwick. Pero si recapacitas, maman, verás cuan poco hemos perdido con la muerte del conde. -Volvió los ojos hacia Somerset-. ¿Qué decís, milord Somerset? Vos perdisteis a vuestro padre y vuestro hermano a manos de los Neville. ¿Acaso podéis decirle a madame mi madre, con sinceridad, que lamentáis la muerte de Warwick o Montagu?

Somerset sacudió la cabeza.

– No, Vuestra Gracia. No lloro por Warwick -dijo secamente.

Eduardo se volvió hacia su madre.

– Cuando mi señor padre fue capturado por York, Warwick lo paseó por las calles de Londres para que fuera objeto de las befas de la chusma. Warwick le sujetó los pies a los estribos como si fuera un malhechor de la peor ralea… cuando era un rey ungido. Warwick osó mancillar tu nombre y mi heredad, Warwick puso la corona de Lancaster en la testa de York.

– Sabes bien que no lo he olvidado -dijo Margarita con cierta aspereza.

Sin amilanarse, él le dedicó su sonrisa más seductora.

– Estamos entre amigos, podemos hablar sin tapujos. ¿Y si York hubiera muerto en Barnet? Aún tendríamos que lidiar con Warwick. Sabíamos que le llegaría el momento de rendir cuentas; tenía mucho por qué responder. Pero con York muerto y Warwick bien montado en la silla… bien, no habría sido tan fácil bajarlo del caballo. -Sonrió-. De veras, maman, hasta podemos decir que York nos hizo un favor en Barnet.

Devon rió.

– Su Gracia tiene razón, madame. Los hombres acudirán en tropel a vuestro estandarte, hombres que se negarían a pelear por un traidor como Warwick.

– Mi príncipe -dijo Somerset, con tono de advertencia, pues sólo él había reparado en la joven que aguardaba en el umbral. No sabía cuánto tiempo había estado escuchando. Pero sin duda había oído palabras que no estaban destinadas a ella. Él había adivinado su identidad de inmediato, y no necesitaba que le dijeran que era la hija de Warwick, que estaba casada con su príncipe.

Estaba rígida, en una postura antinatural; el cuerpo esbelto estaba tieso. Su mirada era turbia. Por un instante posó los ojos en Somerset, pero él supo que no lo veía. Había afrontado esa mirada muchas veces y sabía reconocerla. Hombres mutilados en combate le habían clavado esos ojos intensos y desconcertados en el instante en que cobraban consciencia de la amputación.

Pensó en acercársele, pero se contuvo. Después de todo, no era él quien debía ofrecerle consuelo; eso correspondía a Margarita y al príncipe Eduardo, aunque ni su reina ni su príncipe parecían dispuestos. Somerset titubeó. ¿Por qué arriesgarse a la ira de la realeza por un erróneo momento de piedad? Pero la muchacha se había puesto a temblar. Se tambaleó, buscó apoyo en la jamba de la puerta. Somerset juró entre dientes, se le acercó.

– Será mejor que os sentéis, milady -dijo bruscamente, y le aferró el codo, la condujo hacia el asiento más cercano. Ella no se resistió, se le apoyó en el brazo. Ni siquiera parecía reparar en su asistencia, pero alzó la vista cuando él se enderezó y retrocedió.

– Gracias -susurró.

Desorientado, Somerset miró de reojo a Margarita y su hijo. Observaban atentamente, pero lo miraban a él, no a Ana Neville. Se enfureció, con ellos por su cruel indiferencia, y consigo mismo por su renuencia a cumplir un sencillo acto de amabilidad. Abrió la boca, dispuesto a decir palabras que lo dejarían mal parado.

– ¿Ana? Hermana, ¿qué te sucede?

Somerset se giró, agradecido de delegar una responsabilidad ingrata en alguien más capacitado para ejercerla. La hija mayor de Warwick se inclinó sobre su hermana. Notó que la muchacha más joven tragaba saliva, y oyó su tartamudeo de respuesta y el resuello de Isabel Neville.

Isabel se volvió para encarar a los demás.

– Madame, ¿qué dice mi hermana? ¡No puede ser cierto!

Margarita se había sentado en la silla de respaldo alto del abad. Ante la pregunta, se volvió hacia Isabel.

– Ayer por la mañana se libró una batalla cerca de una aldea llamada Barnet -respondió-. York triunfó. Tu padre y tu tío murieron en la contienda.

Somerset frunció el ceño; aunque amaba a su reina, lamentó que no hubiera hallado palabras más suaves. Oyó a sus espaldas el gemido estrangulado de Ana Neville. Santo Dios, pensó, ella no sabía lo de Montagu. Isabel Neville, en cambio, no emitió ningún sonido. Le daba la espalda a Somerset, pero él vio que encorvaba los hombros, que su cuerpo se estremecía.

– ¿Qué hay de mi esposo?

Somerset se sobresaltó. Había pensado en la muchacha como la hija de Warwick, y casi se había olvidado de que era esposa de Clarence. Pensó que ella habría hecho mejor en no recordárselo.

– ¿Tu esposo? -repitió Margarita, en un tono que habría amilanado a un espíritu más indómito que el de Isabel Neville.

Pero al instante Somerset entendió que la muchacha lo había interpretado mal, pues exclamó:

– ¡Santa Madre de Dios! ¡También ha muerto!

– No. -Margarita se inclinó hacia delante-. No ha muerto. No derroches lágrimas por Clarence. Sospecho que a él le va bien, como suele ocurrir con los hombres de su calaña. Clarence será tonto, pero hasta ahora ha sido un tonto bastante afortunado. Será mejor que llores por ti misma, lady Isabel.

A Somerset le desagradó el comentario, pero Isabel sólo entendió que su esposo estaba con vida.

– ¿Dónde está él, madame? ¿Se reunirá con nosotros…? -Dejó morir la frase. El instinto la alertaba sobre un peligro desconocido-. ¿Está herido?

– No, tu esposo salió indemne de la batalla. Ni siquiera un rasguño.

Esas palabras debían haberla tranquilizado, pero sólo sirvieron para asustarla. Isabel esperó, atónita, que le asestaran el golpe.

– Nos traicionó. -Margarita escupió las palabras, vio la reacción de Isabel. Al comprobar que la conmoción de la muchacha no era fingida, se relajó un poco, dijo con desdén-: En cuanto tuvo la oportunidad, se pasó al bando de York. Abandonó a tu padre… y también a ti, al parecer.

– La traición ya es un hábito para Clarence -observó el príncipe Eduardo, y Margarita apartó los ojos del rostro demudado de Isabel, miró a su hijo.

– Y apuesto a que no pensó en la esposa que podría pagar el precio de su ruindad.

Somerset no interpretó que ella se propusiera responsabilizar a Isabel Neville de los pecados del esposo. Margarita era impulsiva pero no tonta. Nunca daría a York un arma tan potente como la acusación de que Lancaster había maltratado a la hija de Warwick. Más aún, la muchacha sería un rehén dudoso, en el mejor de los casos; Clarence sólo cambiaba de bando cuando corría peligro su propio pellejo. Pero al mirar a la intimidada Isabel, comprendió que ella tomaba en serio la amenaza implícita de Margarita.

Ana Neville se puso de pie, tan rápidamente que tropezó con sus faldas.

– Madame, Isabel es mi hermana -dijo resueltamente.

Somerset sabía que eso significaba muy poco. Sospechaba que Ana también lo sabía. Veía el temblor de esos pequeños puños que se apretaban contra los pliegues de la falda con reveladora intensidad.