– Soy Edmundo Beaufort, duque de Somerset -dijo él, con un titubeo.
– Sí, lo sé -dijo ella cortésmente, y extendió la mano como una niña que imitara las cortesías de los adultos. Él se inclinó y ella añadió-: Soy Ana Neville.
– Sí, lo sé -dijo él, notando que ella no se presentaba como Ana, princesa de Gales, sino como Ana Neville. Se preguntó cuánto tiempo conservaría el título ahora que su padre había muerto.
Abrió la boca para ofrecer sus condolencias formales, pero no pudo decir las palabras. Aún la veía como la noche anterior, y al recordar cómo se había enterado de la muerte de su padre, no estaba dispuesto a insultar su pesadumbre con expresiones convencionales de fingida condolencia. Ya que no podía hacer otra cosa, al menos podía ofrecerle ese respeto.
Ella lo observaba.
– ¿Queréis hablarme de Barnet, milord Somerset? -preguntó.
La petición no le sorprendió. Después de todo, ella tenía derecho a saber. Se le acercó, le dio una versión expurgada de la batalla que se había librado dos días atrás en Barnet Heath. Ella escuchó atentamente, con la calma distante de alguien que oye una historia interesante pero ajena. A él le habría sido más fácil afrontar las lágrimas; esa precaria compostura lo incomodaba, pues se preguntaba cuándo se haría añicos.
Sólo cuando mencionó el desconcierto causado por los estandartes, y contó que en la niebla los hombres de Montagu habían confundido la Estrella Fugaz con el Sol de York, un temblor de emoción le cruzó el rostro. Él dijo, con cierta amargura, que podía entender que los hombres pensaran que York gozaba de auspicios malignos, pues ése había sido un perturbador golpe de suerte para York, una bendición diabólica.
Ella sonrió levemente, meneó la cabeza.
– Ned siempre tuvo suerte -dijo.
Para él era una explicación demasiado fácil; prefería la presencia del azufre. También lo irritaba la inesperada intimidad del «Ned». Por primera vez, pensó hasta qué punto esa muchacha era aliada de York. La duquesa de York era su tía abuela; era prima de Eduardo; se había criado con Gloucester; era cuñada de Clarence. Y tendría que haber sido la reina de Lancaster. Se permitió una cerrada sonrisa al pensar en la locura de todo ello, admirando una vez más la astucia del gran intrigante, el rey de Francia.
Pero si la rechazaba en cuanto reina, la compadecía en cuanto víctima, y buscó palabras de confortación. Al fin halló un consuelo que podía ofrecer con sinceridad.
– Vuestro padre murió bien, milady -dijo-. Podéis enorgulleceros de ello. -Ella no respondió; sus pestañas ocultaban sus pensamientos. Pensando que ella era pariente de York, él consideró amable confiarle-: York envió a un heraldo para ordenar que no dañaran a vuestro padre. No llegó a tiempo.
Ella alzó la vista, lo miró a los ojos.
– Creo que mi padre no hubiera hecho lo mismo por Ned -murmuró. Él no supo qué responder. Ella también pareció intuir que no había nada más que decir. Salieron en silencio de la capilla, atravesaron el coro, salieron a los claustros iluminados por el sol. Ella parecía haber reflexionado sobre su historia, pues dijo-: Una cosa que no entiendo, milord… ¿Cómo sabéis tanto sobre lo que sucedió del lado yorkista?
– Un golpe de suerte llamado Hugh Short -dijo él con una sonrisa parca. Ante la mirada inquisitiva de ella, explicó-: Un desertor yorkista que estaba harto de la lucha y tuvo el infortunio de toparse con hombres de Devon después de la batalla. Por su intermedio nos enteramos de muchas cosas. Lo habían abatido al principio de la batalla y, por casualidad, después del combate lo trataron en la tienda del cirujano al mismo tiempo que Gloucester. Poco después York fue a visitar a su hermano. Fue allí donde recibieron noticias sobre vuestro padre. Por lo que Short nos dijo, de veras se proponían perdonar la vida de vuestro padre. Cabe suponer que no fingirían entre ellos.
Ella se detuvo, le clavó los ojos.
– ¿Decís que estaba herido?
Él quedó desconcertado, se preguntó si los nervios de la muchacha cedían al fin.
– Vuestro padre murió, milady -respondió con cautela.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia.
– No… Ricardo de Gloucester. ¿Estaba malherido?
Él sintió alivio de que le hicieran una pregunta racional.
– No, creo que no. Ese muchacho, Short, dijo que estaba de pie mientras los cirujanos trabajaban en su brazo, y la herida no le impidió lanzarse al galope con su hermano en cuanto supieron que habían hallado a vuestro padre. -Para impedir que ella se concentrara en esa última imagen, en el cuerpo caído en Wrotham Wood, se apresuró a añadir-: Gloucester tuvo suerte, por lo que dicen, de salir tan bien librado. Cuentan que estuvo en lo más encarnizado del combate. Short dijo que había perdido a ambos escuderos; les oyó hablar de ello.
Vio que el gesto de ella se demudaba, vio su conmoción, le tendió el brazo para sostenerla.
– ¡Dios mío… Thomas! -Ella se tapó la mano con la boca, se puso a temblar. Él le aferró los hombros con fuerza, sacudiéndola.
– ¿Quién? No entiendo -barbotó, para contener un ataque de histeria. Dio resultado. Ella parpadeó, tragó saliva, respondió dócilmente.
– Thomas Parr… Él estuvo en Middleham, fue escudero de Ricardo desde que tengo memoria. Él… Dios mío…
– He pasado por alto -murmuró él-que para vos son hombres, lady Ana, hombres de carne hueso, no meros nombres…
– Pobre Thomas -susurró ella, con lágrimas en los ojos. Relucían, pero se negaban a caer-. No pude llorar por mi padre, pero lloro por Thomas Parr. ¿No os resulta extraño, milord Somerset? A mí sí… sumamente extraño…
Él había temido esta situación, el momento en que ella perdería la compostura, y no había querido estar presente cuando ocurriera. Ella reparó en su renuencia e hizo un orgulloso esfuerzo para contener el llanto.
– No temáis, milord. No os abochornaré con mis lágrimas ni… -Calló de golpe, antes de que la voz la traicionara.
Él le dio un pañuelo, miró incómodamente mientras ella lo anudaba con dedos trémulos.
– ¿Queréis que llame a alguien, milady?
– ¿A quién, milord? -preguntó ella, temblando-. Mi hermana partirá este mediodía hacia Londres, para reunirse con su esposo. Y mi madre… mi madre no se reunirá con nosotros en Weymouth, como estaba planeado. Esta mañana supimos que ha pedido asilo en la abadía de Beaulieu… ¿Estabais al tanto?
Asintió. Tenía su propia opinión sobre la condesa de Warwick, que había procurado ponerse a salvo en vez de estar con sus hijas cuando se enterasen de la muerte del padre y de la traición de Clarence. No era una opinión elogiosa.
– Será mejor que regreséis a vuestros aposentos, lady Ana -sugirió gentilmente-. Aún tenéis tiempo para descansar; no partiremos hacia Exeter hasta la media tarde.
– ¿Exeter? -preguntó ella con incertidumbre, y él notó que nadie se había molestado en anunciarle el cambio de planes.
Sonaron pisadas en la senda de baldosas y al volverse ambos vieron que Margarita de Anjou se acercaba por la vereda oeste. Somerset notó que Ana Neville se ponía rígida; el brazo que él sostenía se crispó súbitamente.
Margarita le extendió los dedos anillados a Somerset, aceptó la formal reverencia de su nuera.
– Tu hermana te busca, Ana. Se dispone a partir y desea despedirse.
– Gracias, madame. Iré a verla, con vuestro permiso. Margarita asintió y Ana miró de soslayo a Somerset. -Gracias, milord, por hablarme de Barnet.
Somerset miró el pañuelo arrugado que Ana Neville le había devuelto. Lo plegó, se lo guardó en el jubón y alzó los ojos para toparse con la mirada irónica de Margarita.
– Conque milord Somerset se compadece de la pichona de los Neville.
– Sí, madame, así es -confesó él.
– Venid, caminad conmigo, cher ami -dijo ella, cogiéndole el brazo-. Deseo hablar con vos.