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– Vuestros deseos son órdenes, madame -dijo él con estudiada galantería. Pero sonreía con cautela. Sabía lo que ella iba a decirle.

Las primeras palabras, sin embargo, no se refirieron a su hijo y a la fuga a Francia, como él temía.

– Decidme, milord… ¿de qué hablabais con la hija de Warwick? ¿Secasteis sus bonitos ojos castaños y le asegurasteis que su padre fue un caballero sans peur et sans reproche? -Él guardó silencio y ella lo miró de soslayo-. Sois transparente, monsieur mon chevalier -se mofó ella, aunque sin malicia-. Pensáis que hemos tratado mal a esa muchacha, ¿verdad?

– No, madame -respondió él, con tan poca convicción que ella se echó a reír.

– No sabéis mentir. -Pero de pronto cambió de humor, y adoptó un tono grave-. Lo concedo, mi hijo no siente gran afecto por esa muchacha, pero ella no le ha dado motivos para encariñarse. No quería casarse con él, y fue al tálamo nupcial como una condenada a muerte. ¿Podéis culpar a Édouard por sentir tan poca ternura por una esposa que no lo aprecia y no se molesta en ocultarlo?

– No -concedió él-. Supongo que no. ¿Tan devota era ella de la causa yorkista? Resulta extraño que una moza de quince años fuera más leal que el Hacerreyes.

Ella se encogió de hombros.

– Quién sabe. Pero no os buscaba para hablar de Ana Neville. La muchacha ya no importa. No nos sirve de nada sin Warwick. -Margarita se detuvo, se volvió para mirarlo-. Somerset, tengo mucho miedo.

Él quedó desorientado; esa franqueza desnuda y desgarradora era embarazosa, no coincidía con sus remembranzas. La Margarita de Anjou que él recordaba no había temido a ningún hombre en la faz de la tierra.

– Debéis confiar en Dios Todopoderoso, madame. Debéis tener fe en Su misericordia y Su divina sabiduría.

Ella lo miró y lanzó una carcajada hueca e hiriente.

– No temo el juicio de Dios -dijo en voz baja-, sino el de Eduardo de York.

Somerset se sintió herido en su orgullo. Había prestado servicio largo tiempo en el ejército de Carlos de Borgoña y se consideraba un comandante militar tan capaz como Eduardo.

– Un muerto no enjuicia a nadie, madame -dijo fríamente-. Por Dios Padre y Su Hijo Jesucristo, creo que cuando nos enfrentemos a York en el campo de batalla, Lancaster obtendrá la victoria.

– S'il plaít á Dieu -murmuró ella. Se agachó para recoger una flor del seto que bordeaba la vereda, comenzó a arrancar los pétalos, desperdigándolos a sus pies-. Es sólo que no puedo olvidarlo… Y sólo tenía diecisiete años.

– ¿A quién, madame?

– A Edmundo, conde de Rutland -dijo ella a regañadientes, recogiendo otra flor.

Él aspiró bruscamente-Madame, perdonadme por hablar sin rodeos, pero vuestro comentario es sumamente perturbador. Anoche le dijisteis al príncipe Eduardo que York considera la batalla de Sandal como una deuda de sangre. ¿Vos también lo veis así, madame? ¿La vida de vuestro hijo por la de Edmundo de Rutland? ¡En tal caso, Dios se apiade de nosotros! Os lo digo con certeza, madame… Si un hombre va a la batalla dispuesto a perder, sin duda que perderá.

Notó con sorpresa que a ella le temblaban las manos. La segunda flor, despojada de pétalos, también cayó en el sendero. Ella la miró.

– No lo entendéis, Somerset -dijo.

– No, madame, no lo entiendo. Rutland no era un chiquillo, ni un cordero llevado al sacrificio. Usaba el cinturón de conde, tenía diecisiete años, y sospecho que aquel día ensangrentó su espada con más de un hombre de Lancaster. Si lo hubieran abatido en el campo, yo no tendría ninguna reserva sobre su muerte. Él era un hombre. Creedme, madame, lo sé… Yo aún no había cumplido los diecisiete en la primera batalla de San Albano, y la espada no se preocupa por la edad del espadachín.

– Él no portaba espada en Wakefield Bridge -dijo ella, y él asintió lentamente.

– Ya, y ése es el meollo del asunto, ¿verdad? Lo que me molestó no fue su muerte, sino el modo en que murió. No hay honor en apuñalar a un prisionero desarmado. Sin duda mi hermano Enrique lo habría impedido si hubiera estado en el puente cuando Clifford desenvainó esa daga. Por mucho que Enrique odiara a York, no habría tolerado semejante asesinato. Tampoco yo. Y tampoco vos, madame. Fue obra de Clifford, y sólo de él. Y asumir esa culpa a estas alturas es una penitencia inmerecida, madame. No tiene sentido.

Ella sacudió la cabeza.

– Aún no lo entendéis, Somerset. No lamento la muerte de Rutland del modo en vos pensáis. A decir verdad, nunca la lamenté. Estábamos en guerra. No pensé mal de Clifford por lo que había hecho. Me interesaba que Rutland muriese, y no me importaba cómo. Sólo lamenté que su hermano Eduardo no estuviera también allí, en Wakefield Green. Jésus et Marie, ojalá hubiera estado. ¿Nunca pensáis en ello, Somerset? Yo sí. En los últimos diez años, no he pensado en otra cosa. ¿Os sorprendo, cher ami? Perdonadme si no comparto vuestra creencia en la valía del «honor». Edmundo era un lujo que yo no podía costearme. Yo era una mujer cuyo marido estaba tan chiflado como esos pobres diablos encerrados en Bedlam… Sí, por una vez, digámoslo en voz alta, digamos lo indecible. Mi marido, el rey Henri, estaba loco. ¿Y quién hablaría en nombre de mi hijo, quién defendería su derecho de nacimiento? Sólo yo. Así que no me habléis de honor, Somerset. Y tampoco me juzguéis.

Era un exabrupto extraordinario, palabras que nunca le había oído decir. El temblor que le convulsionaba las manos se le había colado en la voz; él nunca la había visto ese estado, aunque hacía años que la conocía.

– No os juzgo, madame -murmuró-. Vos sois mi reina.

Ella le apretó la mano, estrujándola hasta hacerle daño.

– Ayudadme entonces. Ayudadme a persuadir a Édouard de que debemos regresar a Francia.

– No puedo hacer eso, madame -respondió él con tristeza, y se dispuso a afrontar el embate de su furia.

No hubo tal cosa. Ella le soltó la mano.

– No, me parecía que no -dijo con calma, pero era una compostura nacida del agotamiento, y él quedó más perturbado que aliviado por esa abrupta capitulación.

Sin saber si sería rechazado, le rodeó los hombros con los brazos. Ella se acurrucó contra él y permanecieron un rato al sol, buscando esa confortación especial que se encuentra en el abrazo de viejos e íntimos amigos que han compartido una vida de aflicciones.

– Madame, aún no entiendo por qué os molesta tanto la muerte de Rutland. ¿Por qué ahora, al cabo de tantos años?

Ella soltó algo parecido a un suspiro.

– Porque sólo ahora me doy cuenta… -dijo, con la voz ahogada contra el hombro de él.

– ¿De qué, madame?

– De cuán joven se es a los diecisiete. -Ella alzó la cara-. ¿Lo ayudaréis, Edmundo? ¿Nos apoyaréis, ocurra lo que ocurra? Juradlo… por Édouard, por vuestro príncipe.

– Ah, madame, ¿necesitáis preguntarlo?

Había pensado que los ojos castaños de Ana Neville eran como los de un cervatillo sobresaltado, cautos pero inocentes. Pero los ojos oscuros de Margarita de Anjou eran muy diferentes, eran todo lo que quedaba de una belleza deslumbrante, y le recordaban las exuberantes ciruelas moradas que florecían en su Anjou natal, ojos que otrora prometían el mundo entero en sus vinosas profundidades.

Cuando él tenía veinte años, ella tenía veintiocho y era tan agraciada que había hombres dispuestos a jugarse la vida por su sonrisa. Somerset sabía que su padre la había amado; él mismo había estado medio enamorado de ella, y también, sospechaba, su hermano Enrique. No sabía si ella había sido infiel al lecho conyugal, como alegaban muchos yorkistas. Prefería no saberlo.

Le sonrió para tranquilizarla, un juramento de fe, y reparó en una congoja elusiva e indefinida. Ella tenía cuarenta y un años, y los años de guerra civil y exilio le habían arrebatado algo más que la juventud. Era enjuta, cuando antes había sido ligera como una pluma y esbelta como un sauce. Su cutis, antes reluciente, era cetrino; las arrugas de su pasado turbulento le surcaban la frente, y las manos que le apoyaba en el pecho eran huesudas, agarrotadas, venosas, y se movían crispadamente. Sólo los ojos eran tal como él los recordaba, terciopelo negro con destellos de mercurio, cubiertos por pestañas de carbón, largas y gruesas.