Mirando esos ojos, logró ser paciente con los temores y los malos presentimientos de Margarita, y con la paciencia también afloró una ternura intensa y protectora.
– Chère madame, ánimo. Por nosotros, por Inglaterra… y sobre todo por vuestro hijo, cuyo destino es ser rey.
– Mais oui -susurró ella-. Él lo cree así, Somerset. -Había orgullo y dolor en su rostro; su sonrisa era la sombra fantasmal de una risotada-. Como veis, le enseñé bien.
Capítulo 29
Abadía de Cerne
Abril de 1471
Isabel estaba en su cámara mirando los cofres abiertos en el suelo. Casi había terminado de empacar. Sólo faltaban las despedidas.
Había enviado a una dama en busca de Ana. Aguardaba esta última reunión con poco entusiasmo, pues sería dolorosa. Al irse ella, Ana quedaría sola. Se preguntaba qué sería de su hermana. Ojalá Ana hubiera sido más lista, más previsora. Ojalá no hubiera derrochado deliberada e innecesariamente la influencia que podía haber ejercido en el príncipe Eduardo. Ya era demasiado tarde. Lo había alejado tanto que él ni siquiera se molestaba en ocultar su desprecio, su disgusto.
En un tiempo Isabel se había irritado con Ana por hacer un enemigo de la persona cuya buena voluntad era crucial para todos ellos. Pero ahora sólo sentía aflicción, un mellado filo de piedad por el trance de su hermana. Aunque pensaba que Ana se había creado muchos de sus problemas, era innegable que éstos eran reales.
Se abrió la puerta y entró Ana. Le faltaba el aliento, como si hubiera temido no llegar a tiempo, e Isabel sintió un inesperado remordimiento de conciencia, preguntándose si Ana se había imaginado que ella se iría sin despedirse. Se acercó a su hermana menor, apoyándole la mejilla en un abrazo breve y tímido, lamentando por primera vez en mucho tiempo que no hubiera mayor intimidad entre ambas, que en muchos sentidos sólo fueran desconocidas que se veían a diario.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó con un titubeo, y sintió alivio cuando Ana asintió.
– Te echaré de menos, Bella.
Las lágrimas empañaron los ojos de Isabel. Bella era un nombre de la infancia, y se había acuñado porque su hermanita no podía pronunciar Isabel. El nombre había quedado; muchos aún la llamaban Bella, entre ellos Jorge y Ricardo. Pero Ana lo había abandonado tiempo atrás, y esta recaída revelaba mucho sobre el estado emocional de su hermana.
– Yo también te echaré de menos -balbuceó, y esta vez el abrazo fue cálido, estrecho, trémulo de zozobra.
– Bella, debo pedirte un favor. ¿Conoces a Véronique de Crécy, la joven francesa que nos acompañó desde Amboise?
Isabel trató de asociar el nombre con un rostro, lo recordó con una pizca de disgusto.
– ¿Véronique? Desde luego. ¿Por qué?
– Véronique se ofreció para acompañarme a Inglaterra, para seguir sirviéndome como lo hizo desde agosto en Amboise. No debí haberlo permitido pero fui egoísta, necesitaba su amistad. Y ahora… Llévala contigo. Hazlo por mí, por favor.
– Pero Ana, si ella viene conmigo, no tendrás a nadie -protestó Isabel.
– Sería peor si se quedara -dijo Ana con rostro grave y pálido, pero sin lágrimas-. Ya ha renunciado a muchas cosas por mí. Al menos debo procurar que no sufra más pérdidas. Contigo estará a salvo.
– Si es tu deseo, Ana, claro que lo haré. ¿Tan segura estás de que York ganará?
– Si nuestro padre no pudo derrotar a Ned, dudo mucho que él pueda. Sí, creo que York ganará.
– Pero no puedes estar segura. Lancaster cuenta con comandantes avezados, hombres como el duque de Somerset. Y pueden pasar muchas cosas en una batalla. ¿Por qué no retienes a Véronique? Al menos tendrías una persona en quien podrías confiar.
Ana no respondió de inmediato. En cambio, se inclinó sobre uno de los cofres abiertos de Isabel, metió un manto forrado de marta, y cerró la tapa. Se enderezó y miró a Isabel a los ojos.
– Aunque Lancaster venciera, yo no podría hacer nada por Véronique. Y menos después de Barnet. ¿Crees que él piensa conservarme como esposa más tiempo del necesario? ¿Debo recordarte que no recibimos dispensa papal para nuestra boda? La obtuvimos del patriarca de Jerusalén, y bastaría esa causa para cuestionar la validez del matrimonio. Me encerrarían en un convento al mes de una victoria lancasteriana, y estaría divorciada antes del fin de año, y ambas lo sabemos.
Isabel lo sabía, sabía que nunca había dificultad en encontrar fundamentos para disolver un matrimonio no deseado, para repudiar a una esposa no querida. Sólo bastaba que el hombre tuviera suficiente poder, y que la mujer no tuviera parientes poderosos que acudieran a la intercesión del papa. Ana había dicho la verdad.
Miró a su hermana, asombrada de que Ana pudiera hablar tan fríamente de su propio futuro, máxime el futuro que ella presentía. Recordó que Ana nunca había llamado a su esposo por el nombre. Siempre era «él», en ocasiones «Lancaster», nunca Édouard.
Se sentó en el cofre que Ana había cerrado.
– Odio dejarte aquí, Ana… con ellos.
Ana se inclinó, le besó la mejilla.
– Estaré bien, Bella.
– No, no estarás bien. Pero yo no puedo hacer nada al respecto. -Dio un puñetazo contra la tapa del baúl-. Malditos sean. ¡Malditos sean todos!
Ana sonrió lánguidamente.
– ¿Quiénes, Bella? ¿Lancaster o York?
Al cabo de una pausa, Isabel también sonrió, aunque sombríamente.
– No he tomado partido como tú, hermana… Ambos. -Sabía que no debía demorarse. No podía hacer nada por Ana y le esperaba un viaje largo y extenuante… para reunirse con el esposo que la había traicionado-. Aunque no deseo quedarme aquí, no tengo la menor gana de llegar a Londres -confesé-. Sé desde hace tiempo que Jorge sólo se preocupa por Jorge, pero esto… ¿Cómo pudo hacerlo, Ana? ¿Cómo?
Ana se mordió el labio, meneó la cabeza en silencio.
– Y yo, necia de mí, sólo pensé en su seguridad cuando me hablaron de Barnet. ¡Y él jamás se preocupó por la mía!
– Lo lamento, Bella. Lo lamento mucho.
– Sólo Dios sabe por cuánto tiempo lo planeó. Quizá antes de que Ned partiera de Borgoña. Podemos tener la certeza de que no actuó impulsado por el amor fraternal. Sí, siente afecto por Dickon, supongo. ¿Pero Ned? Jorge ama a Ned como un infiel ama la Cruz Verdadera, o como Caín amaba a Abel. No, lo pensó de antemano, con todos los pormenores. Pero ni siquiera se molestó en advertirme, en mandarme un mensaje. No, dejó que me enterase por intermedio de aquéllos a quienes él había traicionado. Ana, ¿cómo puedo mirarlo a la cara después de eso? ¿Cómo puedo perdonarlo?
Ana la miraba boquiabierta.
– Ni idea -dijo, tan rígidamente que el cambio de tono llamó la atención de Isabel.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué de pronto hablas como si hubieras bebido leche agria?
Ana titubeó, pero no pudo contenerse mucho tiempo.
– No te entiendo, Bella. Jorge no te avisó, es cierto, ¿pero no te parece que abandonar a nuestro padre fue una traición mucho mayor?
Isabel se sonrojó, y luego su temperamento ardió como leña seca.
– Conque culpas a Jorge por la muerte de nuestro padre.
– No dije eso.
– Pero lo insinuaste. Nunca te gustó Jorge, ambas lo sabemos. ¡Estarías más que dispuesta a culparlo, si así evitaras culpar a Dickon y Ned!