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– La vida en el faro le dejó rasgos imborrables. Aquí nadie la entiende. La llaman la dama del mar.

El otro actor contestó con exagerada sorpresa:

– ¿De veras?

Antonio, el hombrecito del libreto, se irritó.

– Pero ¿de dónde van a sacar el manto?

– De aquí -gritó, furioso, el de pelo parado, dirigiéndose hacia los cajones.

El enorme señor A. Nadín se precipitó con los brazos en alto. Exclamaba:

– ¡Les doy mi vida, mi casa, mi galponcito! ¡Pero la mercadería, no! ¡La mercadería no se toca!

Blastein abría impasiblemente los cajones. Preguntó:

– ¿Dónde hay tela amarilla?

– Este señor va a matarme -gimió Nadín-. La mercadería no se toca.

– Le he preguntado dónde esconde la tela amarilla -dijo Blastein implacablemente.

Blastein encontró la tela; pidió una tijera (que Nadín entregó suspirando); midió dos largos de su brazo; con ferocidad y con descuido cortó.

Al ver los desgarrones, Nadín meció la cabeza, tomándola entre sus manos enormes y consteladas de piedras verdes y rojas.

– Se acabó el orden en esta casa -exclamó-. ¿Cómo impediré ahora los pequeños hurtos de la empleadita?

Blastein, agitando la tela como una llama de oro, volvió hacia la tarima.

– ¿Qué hacen ahí petrificados -preguntó a los actores- mirando como dos Zonza Brianos de sal?

Subió de un salto al escenario, para desaparecer en seguida detrás de los paneles violetas. El ensayo continuó. Gauna oyó de pronto, muy conmovido, la voz de Clara. La voz preguntó:

– Wangel, ¿estás ahí?

Uno de los actores contestó:

– Sí querida -Clara salió de atrás de uno de los paneles, con el manto amarillo sobre los hombros; el actor extendió las manos hacia ella y, sonriendo, exclamó-: Aquí está la sirena.

Clara se adelantó con movimientos vivos, tomó de las manos al actor y dijo:

– ¡Por fin te encuentro! ¿Cuándo llegaste?

Gauna atendía el ensayo con ojos fijos, boca entreabierta y sentimientos contrarios. La desilusión del primer momento aún resonaba en él, como un eco débil y prolongado. Había sido como una humillación ante sí mismo. «¿Cómo no desconfié -pensó- cuando me dijeron que el teatro quedaba en la calle Freyre?». Pero ahora, perplejo y orgulloso, veía a la conocida Clara transfigurarse en la desconocida Elida. Su abandono al agrado -a una suerte de agrado vanidoso y marital- hubiera sido completo si las caras masculinas, inexpresivas y atentas, que seguían el espectáculo, no le hubieran sugerido la posibilidad de una inevitable trama de circunstancias que podían robarle a Clara o dejársela, aparentemente intacta, pero cargada de mentiras y de traiciones.

Entonces notó que la muchacha lo saludaba con una expresión de confiada alegría. El ensayo se había interrumpido. Todo el mundo opinaba en voz alta, sobre el drama o sobre la interpretación. Gauna pensó que él era el más tonto; sólo él no tenía nada que decir. Clara, resplandeciente de juventud, de hermosura y de una superioridad nueva, bajó de la tarima y fue hacia él, mirándolo de una manera que parecía eliminar a las demás personas, dejándolo solo, para recibir el homenaje de su cariño ingenuo y absoluto. Blastein se interpuso entre ellos. Traía del brazo a una especie de gigante dorado, limpio, con la piel sonrosada, como si acabara de tomar un baño de agua hirviendo; tenía el gigante ropa muy nueva y en conjunto se manifestaba pródigo en grises y en marrones, en franelas, en tricotas y en pipas.

– Clara -exclamó Blastein-, te presento al amigo Baumgartner. Un elemento joven en la crítica de teatro. Si no lo entendí mal, es compañero, en el club Obras Sanitarias, del sobrino de un fotógrafo de la revista Don Goyo y va a sacar una notita breve sobre nuestro esfuerzo.

– Mirá qué bien -contestó la muchacha, sonriendo a Gauna. Éste la tomó del brazo y la apartó del grupo.

XVI

Por la noche la acompañaba al ensayo. Después del trabajo, a la tarde, también la acompañaba y, si no había ensayo, salían a caminar por el parque. Algunos días pasaron así; cuando llegó el jueves, no sabía si ver a Clara o si ir a casa del doctor Valerga. Finalmente, resolvió decirle que no podría verla esa noche. La muchacha, sin ocultar su desencanto, aceptó en seguida la explicación de Gauna.

Larsen y él llegaron a casa del doctor a eso de las diez de la noche. Antúnez, alias el Pasaje Barolo, hablaba de temas económicos, del interés criminal que pedían ciertos prestamistas, verdaderos lunares de la profesión, y del cuarenta por ciento que él le haría redituar al dinero, si lograba llevar adelante sus planes de soñador y de ambicioso. Mirando a Gauna, el doctor Valerga aclaró:

– El amigo Antúnez, aquí presente, tiene grandes proyectos. Él quiere levantar un puesto de verduras en la feria franca.

– Pero el asunto le falla por la base -intervino Pegoraro-. El pibe está carente de capital.

– Tal vez Gauna pueda aportar su manito -sugirió Maidana, agachándose, contrayéndose todo y sonriendo.

– Aunque sea de pintura -agregó Antúnez, como queriendo echar las cosas a la broma.

Muy en serio, el doctor Valerga miró a Gauna en los ojos y se inclinó un poco hacia él. El muchacho dijo después que en ese momento sintió como si se le fuera encima el edificio de las Aguas Corrientes, que trajeron en barco de Inglaterra. Valerga preguntó:

– ¿Cuánto le sobró, amiguito, después de la farra de los carnavales?

– ¡Nada! -contestó Gauna, arrebatado por la indignación-. No me sobró nada.

Lo dejaron protestar y desahogarse. Ya más débilmente, añadió:

– Ni siquiera un miserable billete de cinco pesos.

– De quinientos, querrás decir -corrigió Antúnez, guiñando un ojo.

Hubo un silencio.

Después Gauna preguntó, pálido de ira:

– ¿Cuánto se imaginan que gané en las carreras?

Pegoraro y Antúnez iban a decir algo.

– Basta -ordenó el doctor-. Gauna ha dicho la verdad. El que no esté conforme, que se vaya. Aunque aspire a matarife de legumbres.

Antúnez empezó a balbucear. El doctor lo miró con interés.

– ¿Qué hace ahí -le preguntó- revoleando los ojos como cordero con lombrices? No sea egoísta y deje oír esa garganta que tiene, de chicharra o lo que sea -ahora habló con extrema dulzura-. ¿Le parece bien hacerse de rogar y tener a todos esperando? -cambió de tono-. Cante, hombre, cante.

Antúnez tenía los ojos fijos en el vacío. Los cerró. Volvió a abrirlos. Se pasó, con mano temblorosa, un pañuelo por la frente, por la cara. Cuando lo guardó, pareció que la cara hubiera fantásticamente absorbido la blancura del pañuelo. Estaba muy pálido. Gauna pensó que alguien, probablemente Valerga, debía hablar; pero el silencio continuaba. Antúnez, por fin, se movió en la silla; pareció que iba a llorar o a desmayarse.

Explicó, levantándose:

– He olvidado todo.

Gauna murmuró rápidamente.

– Era un tigre para el tango.

Antúnez lo miró con aparente incomprensión. Volvió a enjugarse la cara con el pañuelo; también se lo pasó por los labios resecos. Con dificultad, con rígida, con agónica lentitud, abrió la boca. El canto se desató suavemente:

¿Por qué me dejaste, mi lindo Julián? Tu nena se muere de pena y afán.

Gauna pensó que había cometido un error, ¿cómo le había sugerido ese tango al pobre Antúnez? El doctor no perdería la oportunidad de vejarlo. Casi con tedio, presintió las bromas. («Che, decínos francamente: ¿quién es tu lindo Julián?», etcétera.) Levantó los ojos, resignado. Valerga escuchaba con inocente beatitud; pero, al rato se incorporó y, con un leve ademán, indicó a Gauna que lo siguiera.

El canto se interrumpió.