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La verdad que había en esto era inofensiva: los sentimientos de Larsen por Gauna y por Clara nunca variaron; como ya no podía ir a casa del Brujo, iba a casa de Gauna.

Sin la tutela del Brujo, Gauna conversaba casi con insistencia de la aventura de los tres días. Clara lo quería tanto que, para no quedar excluida de nada que lo concerniera o, que simplemente, para imitarlo, dio también en discutir el asunto cuando estaba a solas con la turquita; debía de presentir, sin embargo, que la obsesión de Gauna ocultaba precipicios en los que finalmente se hundiría su dicha, pero tenía esa noble resignación, ese hermoso valor de algunas mujeres, que saben ser felices en las treguas de su infortunio. La verdad es que ni siquiera esas treguas estaban libres de una sombra, la sombra de un anhelo que no se cumplía: el anhelo de tener un hijo (aparte de Gauna, solamente la turquita sabía esto).

Él hablaba, cada vez más abiertamente, de los recuerdos del carnaval, del misterio de la tercera noche, de sus confusos planes para descifrarlo; se cuidaba un poco, es cierto, cuando estaba Larsen, pero llegó a mencionar, delante de Clara, a la máscara del Armenonville. Si ganaba algunos pesos en el taller, en vez de guardarlos para el Ford o para la máquina de coser, o para la hipoteca, los gastaba recorriendo bares y otros establecimientos que habían visitado en aquellas tres noches del 27. En alguna oportunidad reconoció que esas incursiones eran vanas: los mismos sitios, vistos separadamente y sin el cansancio y las copas y la locura de aquella vez, no le despertaban evocaciones. Larsen, cuya prudencia eventualmente parecía cobardía, cavilaba demasiado sobre las escapadas de Gauna y dejaba que la muchacha advirtiera su preocupación. Una tarde Clara le dijo en tono veladamente irritado que ella estaba segura de que Gauna nunca la abandonaría por otra mujer. Clara tenía razón, aunque una muchacha rubia, con cara sutilmente ovina, que trabajaba de licorera en un tugurio del bajo, llamado Signor, lo enamoró buena parte de una semana. Por lo menos, el rumor llegó al barrio. Gauna habló poco del asunto.

Cuando Gauna cobró el dinero de la herencia de Taboada -alrededor de ocho mil pesos-, Larsen temió que su amigo lo dilapidara en la perplejidad y en el desorden de tres o cuatro noches. Clara no dudó de Gauna. Éste pagó la hipoteca y llevó a su casa la máquina de coser, un aparato de radiotelefonía y algunos pesos que habían sobrado.

– Te traigo esta radio -le dijo a Clara- para que te entretengas cuando estés sola.

– ¿Pensás dejarme sola? -preguntó Clara.

Gauna le contestó que no podía imaginar la vida sin ella.

– ¿Por qué no compraste el coche? -inquirió Clara-. Lo hemos deseado tanto.

– Lo compraremos en setiembre -afirmó él-. Cuando pasen los fríos y podamos salir a pasear.

Era una tarde lluviosa. Con la frente apoyada contra el vidrio de la ventana, Clara dijo:

– Qué lindo estar juntos y oír llover afuera.

Le sirvió unos mates. Hablaron de la tercera noche del carnaval del 27. Gauna dijo:

– Yo estaba en una mesa, con una máscara.

– Y después ¿qué pasó?

– Después bailamos. En eso oí un platillo, el baile se interrumpió, todo el mundo se tomó de las manos y empezamos a correr en cadena por el salón. Volvió a sonar el platillo y volvimos a formar parejas, pero con personas diferentes. Así se me perdió la máscara. Cuando pude me regresé a la mesa. El doctor y los muchachos estaban esperándome, para que les pagara el consumo. El doctor propuso que saliéramos a dar una vuelta por los lagos, para refrescarnos un poco y no acabar en la seccional.

– ¿Qué hiciste?

– Salí con ellos.

Clara pareció no creer.

– ¿Estás seguro? -preguntó.

– Cómo no voy a estar seguro.

Ella insistió:

– ¿Estás seguro que no volviste a la mesa donde estaba la máscara?

– Estoy seguro, querida -contestó Gauna, y le dio un beso en la frente-. Alguna vez me dijiste algo que nadie hubiera dicho. Me dolió en el momento, pero siempre te lo agradecí. Ahora es mi turno de ser franco. Yo estaba muy desesperado por haber perdido a esa máscara. De repente la vi contra el mostrador del bar. Iba a levantarme para buscarla, cuando me di cuenta que la máscara le estaba sonriendo a un muchacho rubio y cabezón. Tal vez por la misma alegría que me dio verla, me dio rabia. O tal vez fueran celos, vaya uno a saber. No comprendo nada. Te quiero y me parece imposible haber tenido celos de otra.

Como si no lo oyera, Clara insistió:

– ¿Qué pasó después?

– Acepté la propuesta de dar la vuelta por los lagos: me levanté, dejé sobre la mesa la plata que debíamos y salí con Valerga y los muchachos. Después hubo una disputa. La veo como en un sueño. Antúnez o algún otro afirmó que yo habría ganado en las carreras más que lo que dije. En este punto, todo se vuelve confuso y disparatado, como en los sueños. Yo debí de cometer una terrible equivocación. Según mis recuerdos, el doctor se puso de parte de Antúnez y acabamos peleando a cuchillo, a la luz de la luna.

XXXVI

En la mañana del sábado 1° de marzo de 1930, Gauna estaba «sirviéndose» en la peluquería de la calle Conde. Se dirigió al peluquero:

– ¿Entonces, Pracánico, no tenés ninguna fija para las carreras de esta tarde?

– Déjeme de carreras, que yo no quiero morir en el asilo -contestó Pracánico-. El juego está bueno para cada loco. No le digo la ruleta, que siempre me despluma en Mar del Plata, ni la lotería de todas las semanas, que me consume los ahorros que guardo con la ilusión de ir en verano a Mar del Plata.

– Pero, ¿qué clase de peluquero sos vos? -preguntó Gauna-. En mis tiempos, los peluqueros siempre estaban ofreciéndole a uno datos para las carreras. Además le contaban a uno la historia divertida, el cuento al caso.

– Si es por eso, le cuento mi vida, que es una novela -aseguró Pracánico-. Le narro cuando navegaba en el buque de guerra, con tanto miedo que no tenía tiempo de marearme. O la vez que aprovechando que el marido estaba en el Rosario, salí con la mujer del verdulero.

Gauna canturreó:

Es la canguela,

la que yo canto,

la triste vida

que yo pasé,

cuando paseaba

mi bien querido

por el Rosario de Santa Fe.

– No le escuché bien -dijo Pracánico.

– No es nada -contestó Gauna-. Un canto que recordé. Seguí.

– Aprovechando la ocasión, aquella noche salí con la mujer del verdulero. Yo era joven entonces, y de mucho arrastre.

Mirando de lado, hacia arriba, agregó con sincera admiración:

– Yo era alto.

(No aclaró cómo podía ser apreciablemente más alto que ahora.)

– Fuimos a un baile, lo más cafiolo, en el Teatro Argentino. Yo era imbatible para el tango y cuando emprendimos la primera piecita un malevo con voz ronca me espetó: «Joven, la otra mitad es para don yo de Córdoba». Ese ignorante debía de imaginarse que bailábamos un estilo, que tiene primera y segunda. Yo le repliqué en el acto que tomara ahí no más a mi compañera, que yo estaba lo más cansado de bailar. Salí del teatro a la disparada, no fuera a incomodarse tamaño malevaje. Al día siguiente, la mujer me visitó en la peluquería, que entonces tenía en la calle Uspallata al 900, y me prohibió absolutamente que volviera a hacer un papel tan triste en el baile. Otra vez dormíamos la siesta, lo más juntitos, y tuvimos unas palabras sin importancia. ¿Qué me dice usted cuando la veo que se levanta de todo su alto, abre el baúl y saca el cuchillo Solingen para cortar un cacho de pan y dulce? Yo lo menos que pensé fue en el pan y en el dulce. Dio farol, caí de rodillas, como un santo, y con lágrimas en los ojos le pedí que no me matara.