Como Gauna lo miró sorprendido, Pracánico explicó con vehemencia y con orgullo:
– Yo no sirvo para hacer frente a situaciones difíciles. Se lo juro por lo que más quiera: yo soy un cobarde infame. Cuando empecé a arrastrarle el ala a Dorita, no hacía mucho que ella se había separado de su marido. Una noche que yo iba a visitarla, el marido me salió al paso, en un sitio todo oscuro, y me dijo: «Quiero hablarle». «¿A mí?», le pregunté. «Sí, a usted», me dijo. «No puede ser», le contesté en el acto. «Debe estar en un error». «Qué error ni qué error», me aseguró. «Ármese porque estoy armado». Yo me puse a temblar como una hoja, le juré mil veces que estaba equivocadísimo, le expliqué que no había armería en el barrio y que, poniendo por caso que la hubiera, a tan altas horas estaría cerrada, le pedí que antes de hacer lo que se le diera la gana conmigo me permitiera llamar por teléfono a mis nenas para despedirme. El hombre comprendió que yo era un pobre desgraciado, el último infeliz. Se le pasó el enojo y me dijo, lo más razonable, que fuera a visitar a Dorita, que después hablaríamos en el café. Yo hubiera querido hacerme el que no sabía quién era Dorita, pero no me dio el cuero, si usted me entiende. Dorita me preguntó esa noche qué me pasaba. Yo le dije que estaba mejor que nunca. Vea lo que son las mujeres: ella me aseguró que parecía asustado. Cuando salí, el esposo estaba esperándome y fuimos al café, como era su capricho. Yo le ofrecí francamente mi amistad. El hombre se hacía el difícil. Al rato se avino a explicarme que trabajaba en los talleres de la Armada y que un ascenso le convendría de veras. Dio farol, le juré ahí mismo que se lo conseguiría y al otro día estuve activo molestando a mis relaciones. Soy tan metido que para fin de semana el punto tenía el ascenso firmado. Pucha, nos convertimos en grandes amigos y nos veíamos todas las noches. No faltaron veces que saliéramos al teatro los tres juntos, con Dorita, todo sin doble sentido, lo más familiar y lo más decente. Así viéndonos a diario, pasamos cinco años, hasta que al fin ese desgraciado murió de un grano y pude respirar.
Mientras se anudaba la corbata, Gauna insistió:
– Entonces ¿no tenés ninguna fija para las carreras de hoy?
Un señor vestido de negro, con paraguas, con cara de pájaro de mal agüero, que desde hacía un rato esperaba decorosamente su turno, habló con visible agitación:
– Decíle que sí, Pracánico, decíle que sí. Yo tengo el dato que no falla.
Contrariado, Pracánico aceptó el dinero que Gauna le entregó. Gauna encontró en un bolsillo del chaleco un viejo boleto de tranvía. Sacó un lápiz; miró al señor vestido de negro. Éste, moviendo mucho la cara, con voz apagada, sibilante, pronunció un nombre que Gauna escribió en letras de imprenta:
– CALCEDONIA.
XXXVII
Y como alguno de ustedes acaso recordará, Calcedonia ganó, ese primero de marzo, la cuarta carrera. Cuando Gauna, hacia el atardecer, pasó por la peluquería, recibió de manos de Pracánico mil setecientos cuarenta pesos. En el almacén de la esquina celebraron, con un vermut acorchado y con un queso bastante agrio, la victoria.
Gauna reconoció que debía estar contento, pero sin alegría se encaminó a su casa. El destino, que sutilmente dirige nuestras vidas, en ese golpe de suerte se había dejado ver de manera desembozada y casi brutal. Para Gauna, el hecho tenía una sola interpretación posible: él debía emplear el dinero como en el año veintisiete; debía salir con el doctor y con los muchachos; debía recorrer los mismos lugares y llegar, la tercera noche, al Armenonville y, después, al alba, en el bosque: así le sería dado penetrar de nuevo las visiones que había recibido y perdido esa noche, y alcanzar definitivamente lo que fue, como en el éxtasis de un sueño olvidado, la culminación de su vida.
No podía decir a Clara: «He ganado este dinero en las carreras y voy a gastarlo con los muchachos y el doctor, en las tres noches de carnaval». No podría anunciar que dilapidaría estúpidamente un dinero que necesitaban tanto en la casa, con el agravante de pasar tres noches de alcohol y de mujeres. Podría, tal vez, hacer todo eso; no, decirlo. Ya se había acostumbrado a ocultar a su mujer algunos pensamientos; pero estar con ella esa noche y no decirle que a la otra noche saldría con los amigos, le parecía una ocultación traidora y, además, impracticable.
Clara lo recibió tiernamente. La confiada alegría de su amor se reflejaba en toda su persona; en el brillo de los ojos, en la curva de los pómulos, en el pelo despreocupadamente echado hacia atrás. Gauna sintió como un espasmo de piedad y de tristeza. Tratar así a un ser que lo quería tanto, pensó, era monstruoso. Y además, ¿por qué? ¿No eran, acaso, felices? ¿Quería cambiar de mujer? Como si la determinación no dependiera de él, como si un tercero fuera a decidir, se preguntó qué ocurriría al día siguiente. Después resolvió que no saldría; que no abandonaría (pensar este verbo lo estremeció) a Clara.
Era tarde cuando apagaron la luz. Creo que hasta bailaron esa noche. Pero Gauna no dijo que había ganado dinero en las carreras.
XXXVIII
El domingo se presentó nublado y lluvioso. Lambruschini los invitó a ir a Santa Catalina.
– No es un día para excursiones -opinó Clara-. Mejor nos quedamos en casa. Más tarde, si tenemos ganas, vamos al cinematógrafo.
– Como quieras -contestó Gauna.
Le agradecieron la invitación a Lambruschini y le prometieron salir el domingo siguiente.
Pasaron la mañana sin hacer casi nada. Gauna estuvo leyendo la Historia de los girondinos; entre las páginas encontró la tira de papel, con la inscripción roja: "Freyre 3721" escrita por Clara, con el lápiz de labios, la tarde de la primera salida. Después Clara cocinó, almorzaron y durmieron la siesta. Cuando se levantaron, Clara declaró:
– Francamente, hoy no tengo ganas de salir de casa.
Gauna empezó a trabajar en el aparato de radio. La noche antes había notado que la bobina, después de funcionar un rato, se calentaba. A eso de las seis, anunció:
– Ya te lo arreglé.
Tomó el sombrero, se lo puso casi en la nuca.
– Voy a dar una vuelta -dijo.
– ¿Vas a tardar mucho? -preguntó Clara.
La besó en la frente.
– No creo -contestó.
Pensó que no sabía. Hacía un rato, cuando se preguntaba qué haría esa noche, sentía alguna angustia. Ahora no. Ahora, secretamente complacido, observaba su indeterminación acaso verdadera, su libertad acaso ficticia.
No ha llovido bastante, pensó al cruzar la plaza Juan Bautista Alberdi. Los árboles parecían envueltos en un halo de bruma. Hacía mucho calor.
Alrededor de una mesa de mármol, los muchachos se aburrían en el Platense. Apoyado en los respaldos de las sillas de Larsen y de Maidana, reclinado, pálido, absorto, Gauna dijo:
– He ganado más de mil pesos en las carreras.
Miró a los muchachos. Retrospectivamente (entonces no, estaba demasiado exaltado), creyó notar una expresión ansiosa en el rostro de Larsen. Continuó:
– Los invito a salir esta noche.
Larsen le decía que no con la cabeza. Simuló no advertirlo. Siguió hablando rápidamente:
– Tenemos que divertirnos como en el veintisiete. Vamos a buscar al doctor.
Antúnez y Maidana se levantaron.
– ¿Hay pulgas? -preguntó Pegoraro, recostándose en la silla-. Pero, amigo, se están portando como los brutos que son ¿vamos a irnos de aquí sin celebrar, aunque sea con Bilz, la suerte de Emilito? Siéntense, háganme el favor. Sobra el tiempo, no se apuren.