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Larsen creía saber que su amigo era valeroso. Gauna pensaba que Larsen vivía medio acobardado pero que, llegada la ocasión, haría frente a cualquiera; de sí mismo pensaba que podía disponer, con indiferencia, de su vida; que si alguien le pedía que la jugaran a los dados, al agitar el cubilete no tendría ni muchas dudas ni muchos temores, pero sentía una repulsión de golpear con sus puños; quizá temía que los golpes fueran débiles y que la gente se riera de él; o quizá, como después le explicaría el brujo Taboada, cuando sentía una voluntad hostil se impacientaba irreprimiblemente y quería entregarse. Pensaba que ésta era una explicación verosímil, pero temía que la verdadera fuera otra. Ahora no tenía fama de cobarde. Vivía entre aspirantes a guapo y no tenía fama de achicarse. Pero es verdad que ahora casi todas las peleas se resolvían con palabras; en el fútbol hubo algunos incidentes: asunto de tirarse botellas o pedradas o de pelear indiscriminadamente, en montón. Ahora el valor era cuestión de aplomo. Cuando uno era chico uno se ponía a prueba. Para él, el resultado de la prueba había sido que era cobarde.

III

Aquella noche, después de contar otras anécdotas, el doctor los acompañó hasta la puerta.

– ¿Mañana nos encontramos aquí a las seis y media? -inquirió Gauna.

– A las seis y media empieza la sección vermut -sentenció Valerga.

Los muchachos se alejaron en silencio. Entraron en el Platense y pidieron cañas. Gauna reflexionó en voz alta:

– Tengo que invitar al peluquero Massantonio.

– Debiste consultar con el doctor -afirmó Antúnez.

– Ahora no podemos volver -dijo Maidana-. Va a pensar que le tenemos miedo.

– Si no lo consultan, se enoja. Es mi opinión -insistió Antúnez.

– No importa lo que piense -aventuró Larsen-. Pero imaginate cómo se va a poner si ahora lo molestamos para pedirle ese permiso.

– No es pedirle permiso -dijo Antúnez.

– Que Gauna vaya solo -aconsejó Pegoraro.

Gauna declaró:

– Tenemos que invitar a Massantonio -puso unas monedas sobre la mesa y se levantó- aunque haya que sacarlo de la cama.

La perspectiva de sacar de la cama al peluquero sedujo a todos. Olvidando al doctor y a los escrúpulos que habían sentido por no consultarlo, se preguntaron cómo dormiría el peluquero e hicieron planes para entretener a la señora mientras Gauna hablaba con el marido. En la exaltación de los proyectos, los muchachos caminaron rápidamente y se distanciaron de Larsen y de Gauna. Estos, como de acuerdo, se pusieron a orinar en la calle. Gauna recordó otras noches, en otros barrios, en que también, sobre el asfalto, a la luz de la luna, habían orinado juntos; pensó que una amistad como la de ellos era la mayor dulzura para la vida del hombre.

Frente a la casa donde vivía el peluquero, los muchachos los esperaban. Larsen dijo con autoridad:

– Mejor que Gauna entre solo.

Gauna atravesó el primer patio; un perrito lanudo y amarillento, que estaba atado a un picaporte, ladró un poco; Gauna prosiguió su camino y en el corredor de la izquierda, a continuación del segundo patio, se detuvo frente a una puerta. Golpeó, primero tímidamente, después con decisión. La puerta se entreabrió. Asomó la cabeza Massantonio, soñoliento, ligeramente más calvo que de costumbre.

– Aquí he venido para invitarlo -dijo Gauna, pero se interrumpió porque el peluquero parpadeaba mucho-. Aquí he venido para invitarlo -el tono era lento y cortés; alguien podría sugerir que soñando una íntima y apenas perceptible fantasía alcohólica el joven Gauna se convertía en el viejo Valerga- para que nos ayude, a los muchachos y a mí, a gastar los mil pesos que me hizo ganar a las carreras.

El peluquero seguía sin entender. Gauna explicó:

– Mañana a las seis lo esperamos en casa del doctor Valerga. Después saldremos a cenar juntos.

El peluquero, ya más despierto, lo escuchaba con una desconfianza que trataba de ocultar. Gauna no la percibía y, cortésmente, pesadamente, insistía en su invitación.

Massantonio imploró:

– Sí, pero la señora. No puedo dejarla.

– Qué más quiere que la deje un rato -contestó Gauna, inconsciente de su impertinencia.

Entrevió frazadas y almohadas -no sábanas- de una cama en desorden; entrevió también un mechón dorado de la señora, y un brazo desnudo.

IV

A la mañana siguiente Larsen amaneció con dolor de garganta; a la tarde tenía gripe. Gauna había propuesto a los muchachos «postergar la salida para mejor oportunidad»; pero, al notar la contrariedad que provocaba, no insistió. Sentado sobre un cajoncito de madera blanca, ahora escuchaba a su amigo. Éste, en mangas de camiseta, envuelto en una frazada, sobre un colchón a rayas, apoyada la cabeza en una almohada muy baja, le decía:

– Anoche, cuando me tiré en esta cama, ya sospechaba algo; hoy, a cada hora que pasaba, me sentía peor. Toda la mañana estuve mortificándome con la idea de no poder salir con ustedes, de que a la noche me voltearía la fiebre. A las dos de la tarde ya era un hecho.

Mientras oía las explicaciones, Gauna pensaba con afecto en la manera de ser de Larsen, tan diferente de la suya.

– La encargada me recomienda gárgaras de sal -declaró Larsen-. Mi madre fue siempre gran partidaria de las de té. Me gustaría oír tu opinión al respecto. Pero no creas que estoy inactivo. Ya me lancé al ataque con un Fucus. Por cierto que si consulto al brujo Taboada -que sabe más que algunos doctores con diploma- tira todos estos remedios y me hace pasar una semana comiendo tanto limón que de pensarlo me da ictericia.

Hablar de gripe y de las tácticas para combatirla, casi lo conciliaba con su destino, casi lo animaba.

– Con tal que no te contagie -dijo Larsen.

– Vos todavía creés en esas cosas.

– Y, che, la pieza no es grande. Menos mal que esta noche no dormirás aquí.

– Los muchachos se mueren si dejamos la salida para mañana. No creas que les entusiasma salir; les asusta comunicar a Valerga la postergación.

– No es para menos -la voz de Larsen cambió de tono-. Antes de que me olvide ¿cuánto ganaste en las carreras?

– Lo que dije. Mil pesos. Más exactamente: mil sesenta y ocho pesos con treinta centavos. Los sesenta y ocho pesos con treinta centavos quedaron para Massantonio, que me pasó el dato.

Gauna consultó el reloj; agregó después:

– Ya es hora de irme. Es una lástima que no vengas.

– Bueno, Emilito -contestó Larsen persuasivamente-. No bebas demasiado.

– Si supieras cómo me gusta, sabrías que tengo voluntad y no me tratarías como a un borracho.

V

Y cuando vio llegar al peluquero Massantonio, el doctor Valerga no hizo cuestión. Gauna íntimamente le agradeció esa prueba de tolerancia; por su parte comprendía el error de haber invitado al peluquero.

Porque salían con Valerga, no se disfrazaron. Entre ellos -con el doctor no aventuraban opinión alguna sobre el asunto- afectaban estar muy por encima de tanta pantomima y despreciar a las pobres máscaras. Valerga traía pantalón a rayas y saco oscuro; a diferencia de los muchachos, no llevaba pañuelo al cuello. Gauna pensó que si después de las fiestas le sobraba un poco de plata compraría un pantalón a rayas.

Maidana (o tal vez Pegoraro) propuso que empezaran por el corso de Villa Urquiza. Gauna respondió que era del barrio y que por allí todo el mundo lo conocía. Nadie insistió. Valerga dijo que fueran a Villa Devoto, «total -agregó- todos acabaremos ahí» (alusión, muy celebrada, a la cárcel de ese barrio). Con el mejor ánimo se dirigieron a la estación Saavedra.