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– Para mí -opinó Pegoraro- que Emilito ya está con ganas de volver a la cucha. Lo noto medio apocado, carente de animación, si me explico.

Gauna continuó:

– La otra vez fuimos a una quinta de un amigo del doctor.

– ¿A una qué? -preguntó este último.

– A una quinta. Salió a recibirnos una señora de mal talante, con muchos perros.

Valerga se limitó a sonreír.

Los muchachos hablaban con libertad, como si adivinaran que el doctor no estaba en ánimo de reprenderlos.

– ¿Ahora te ha dado por el ahorro? -preguntó Pegoraro-. Un hombre como vos no se fija en un miserable peso.

Antúnez intervino con cierto calor.

– No le hagas caso -dijo-. Mi eterno lema es que debemos cuidarte el centavo.

– No te comprenden, Emilito -comentó el doctor, casi con dulzura. Después, dirigiéndose a los muchachos, explicó-: Por alguna razón que él solo conoce, Emilio quiere que repitamos el recorrido de las noches del 27. Está visto que nadie tiene que saber la razón; de no, yo creo que nos la hubiera comunicado a nosotros, a los amigos.

– Pero, doctor -protestó Gauna.

– No me gusta que me interrumpan. Decía que somos tus amigos de toda la vida y que me extraña que andes con tapujos. A otro no se lo hubiera perdonado. Si cuando lo pienso la sangre me hierve. Pero con Emilito es distinto: es el hombre de la suerte, ha tenido la deferencia de acordarse de nosotros, de invitarnos y, para manifestarlo en una sola palabra, no se dirá que yo no sé agradecer.

– Pero, doctor, le aseguro… -insistió Gauna.

– No es necesario que te justifiques -lo detuvo el doctor, retomando el tono amistoso. Luego se dirigió a los muchachos-: En ocasiones queremos volver a los lugares que en la dorada juventud hemos frecuentado. En ocasiones, he dicho, porque ni el más hombre está libre de acordarse de alguna mujer -volvió a dirigirse a Gauna-: Quiero decirte que apruebo tu conducta. Hacés bien en no hablar. Estos hombrecitos de ahora cuentan todo y ni siquiera respetan el buen nombre de la arrastrada que les hizo caso.

Gauna se preguntó si debía creer al doctor, si debía creer que el doctor creía lo que había dicho. ¿Él mismo lo creía? ¿El sentido de esa confusa peregrinación era conmemorar su ulterior encuentro con la máscara del Armenonville? ¿O repetía la peregrinación con la esperanza mágica de que se repitiera el encuentro?

Bebieron otra vuelta de ginebra y luego salieron del café. El doctor anunció en tono ambiguo:

– Ahora vamos a la quinta.

Antúnez le dio un codazo a Maidana. Los dos se rieron; Pegoraro también. Con una mirada severa, Valerga los obligó a sofocar la risa. De lejos advirtieron la gritería y el resplandor de Rivadavia. Se cruzaron con un grupo de dos señoritas, vestidas de manolas, y un joven, de pirata.

– Ufa -exclamó el joven-. Qué suerte que salimos.

– Este año el corso estaba odioso -comentó una de las señoritas-. No podía una dar un paso sin que el primer guarango…

– Se fijaron, che -la interrumpió la otra-, yo creo que me quería comer con los ojos.

– Y yo, les juro, con el calor temí que me diera un sofocón -aseguró el joven.

– No diga -murmuró Valerga.

Vendedores ambulantes ofrecían antifaces, narices, caretas, serpentinas, cajas de pomos; subrepticiamente, muchachos del barrio ofrecían, a precios razonables, pomos usados, llenados de nuevo (con agua de las cunetas, se afirmaba). Otros vendedores ofrecían fruta fresca o fruta abrillantada, helados Laponia, roscas de maicena, tortas y maní. Se abrieron paso entre la gente, para mirar el corso. Cuando consideraban las evoluciones de unos angelotes que pasaban en un carro alegórico, una muchacha pelirroja, desde un vasto doble-faetón de alquiler, atinó, con una bombita roja, en un ojo del doctor. Éste, visiblemente resentido, pretendió arrojarle un pomo, arrebatado, en el calor de las circunstancias, a un lloroso niño caracterizado de gaucho; pero Gauna logró contenerlo. Después del incidente, los muchachos y el doctor avanzaron con lentitud entre la muchedumbre, mirando y hablando con agresividad a las muchachas, entrando en almacenes, bebiendo cañas y ginebras. Luego, en un taxi, continuaron el interminable desfile, distribuyendo requiebros e insultos. Cuando llegaron a la altura del siete mil doscientos, Valerga ordenó:

– Sujete, chofer. No aguanto más.

Gauna pagó.

Entraron en otro almacén y, después de un rato, por una callecita arbolada, probablemente Lafuente, desviaron hacia el sur. En el silencio del barrio solitario retumbaban sus gritos de borrachos.

A la izquierda, contra un cielo de luna y de nubes, una fábrica se prolongaba en pálidos muros y en altas chimeneas. De pronto, en lugar de muros, Gauna vio barrancas abruptas, con matas de pasto en la cima, con algún pino y con alguna cruz. El aire estaba cargado de un sofocante olor a humo dulce. Ya no había iluminación; un último farol solitario resplandecía contra las barrancas. Siguieron caminando. Los nubarrones habían ocultado la luna. Ahora, hacia la izquierda, creyó adivinar una llanura tenebrosa; hacia la derecha, ondulaciones y valles. Unas luces redondas aparecían y desaparecían en la llanura de la izquierda. De la profundidad de la noche, un par de esas luces avanzaba con celeridad. Inesperadamente, Gauna advirtió, casi inmediata, enorme, la cabeza de un caballo. Tal vez por la profusión de monstruosas máscaras que había visto esa noche, la apacible cara del animal lo sobresaltó como algo diabólico. Comprendió; hacia la izquierda se extendía un potrero; las luces redondas eran ojos de caballos. Después le flaquearon las piernas, creyó que iba a desmayarse. Tuvo un recuerdo y vertiginosamente lo olvidó, como al despertar uno memoriza y olvida un sueño. Cuando pudo recuperar ese recuerdo, lo formuló en la pregunta:

– ¿Qué pasó esta misma noche, el año 27, con un caballo?

– Dale -contestó el doctor-. Hace un rato era un chico.

Todos reían.

Pegoraro comentó:

– Emilito es muy veleta.

Gauna levantó los ojos y vio en el cielo una exhalación. Pidió volver junto a Clara.

Siguiendo a Valerga, salieron del camino, se internaron por las ondulaciones y por los valles -tal le parecieron- de la derecha. Avanzaba con dificultad, porque el terreno cedía bajo sus pies; era seco y blando.

– Qué olor feo -exclamó-. No puedo respirar.

Toda la zona parecía cubierta por ese repugnante olor a humo dulce.

– Tan delicado, Gauna -comentó Antúnez, remedando una voz afeminada y alta.

Gauna lo oyó de muy lejos. Un sudor frío le empapó la frente; la vista se le nubló. Cuando volvió en sí, estaba apoyado en un brazo del doctor. Éste le dijo con voz amistosa:

– Vamos, Emilito. Falta poco.

Echaron a andar. Muy pronto oyeron un ladrido. Una manada de perros vagos los rodeaba, ladrando y gimiendo. Como en sueños, vio a una mujer andrajosa: la mujer que los había recibido en la quinta, en 1927. Ahora Valerga discutía con ella; la tomaba de un brazo, la apartaba, los hacía pasar. El cuarto era pequeño y sórdido. Gauna vio en un rincón una piel de oveja. Se dejó caer encima. Se durmió.

XLII

Cuando despertó, el cuarto estaba a oscuras. Gauna oyó la respiración de personas dormidas. Se tapó los oídos, cerró los ojos. Recayó en el mismo sueño que estaba soñando cuando despertó: con su cuchillito enfrentaba una rueda de hombres, semiocultos en un entrecruzado dibujo de sombras; poco a poco, a la luz de la luna, los identificó: eran el doctor y los muchachos. Volvió a despertar. Abrió mucho los ojos en la oscuridad: ¿por qué estaba peleando, por qué, en el sueño, lo abrasaba un tan vivo encono contra el doctor? Ya no oía la respiración de los que dormían; todo él, tensamente, buscaba un recuerdo. Lo había recuperado en un sueño y al despertar lo perdió. Volvería a recuperarlo. Sí, era el incidente del chico. En el sueño había ocurrido de nuevo ese incidente del carnaval del 27. Ahora Gauna lo recordaba con nitidez.