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– Le participo que si usted escucha a los uruguayos, todos los argentinos nacimos allí, desde Florencio Sánchez hasta Horacio Quiroga.

– Por algo será, che. Ni para qué mentar a Gardel, que si no es francés, lo reivindico uruguayo, ni para qué recordar que el más famoso de los tangos también lo es.

– Ya no aguanto -declaró Gauna-. Y perdone que me entrometa, pero por mal argentino que uno sea no va a comparar esa basura con Ivette, Una noche de garufa, La catrera, El porteñito, y qué sé yo.

– No hay motivo para sulfurarse, joven, ni para convertirse en catálogo de la casa América: yo no dije el mejor; dije el más famoso -luego, como olvidado de Gauna, siguió hablando con el del mostrador-. Y en cuanto al fútbol, el deporte que practicamos desde la cuna, en la calle y con pelota de trapo; el deporte que apasiona a todos por igual, a gobierno y a oposición, y que nos ha dado la costumbre de pasearnos en camiones gritando al indiferente: «¡Bo-ca! ¡Bo-ca!»; en cuanto a ese deporte que nos ha hecho famosos en la total redondez del orbe, compañerazo, hay que hacerse a un lado: vuelta a vuelta nos ganan los uruguayos, son los olímpicos y son los mundiales.

– ¿Y por qué me deja las carreras en el tintero? -preguntó el del mostrador-. Yo no hago acuerdo, pero me parece que Torterolo o Leguisamo son uruguayos o le andan raspando.

Dicho eso, el llamado Arocena tomó posesión de un sándwich especial que había debajo de una campana de vidrio, y agregó:

– Con este refuerzo tal vez recupere la memoria.

El doctor comentó en voz baja:

– Para mí que hay gato encerrado -hizo una pausa-. Ahora soy yo el que está juntando presión; pero no creo en reprimendas de palabra.

Olvidando los rencores, Gauna lo miró con la prístina admiración intacta, deseando creer en el héroe y en su mitología, esperanzado de que la realidad, sensible a sus íntimos y fervorosos deseos, le deparara por fin el episodio, no indispensable para la fe, pero grato y atestiguador -como para otros creyentes, el milagro-, el resplandeciente episodio que lo confirmase en su primera vocación y que le devolviese, después de tantas contradicciones, la venia para creer en la romántica y feliz jerarquía que pone por encima de todas las virtudes el coraje.

Mientras tanto, el del sombrero en la nuca decía algo; decía:

– Pero, en fin, no sólo buen nombre ganamos por esas tierras de Dios, porque mire que en los cabarets de Francia y de la California abunda el argentino de cabeza planchada que vive de presentarle a usted cada mujer que, francamente, ni que lo tomara por ciego.

– ¿Y eso qué tiene qué ver con la otra banda? -preguntó el que estaba acodado en la mesa.

– ¿Cómo qué tiene qué ver? Si todos se llaman Julio y son uruguayos.

– Ahora va a resultar que ni para tratar con mujeres servimos los criollos -comentó el doctor; levantando la voz, ordenó-: A ver, mocito, sírvales algo a estos señores, para que nos expliquen por qué somos tan infelices. Ellos han de saber.

Los hombres pidieron guindado.

– Uruguayo, che, porque los de aquí no valen gran cosa -dijo el rubio, dirigiéndose al mozo.

– Es bebida liviana -acotó Pegoraro.

– Propia de mujeres -añadió Antúnez.

– Al señor éste lo conocemos por el Largo o el Pasaje Barolo -dijo rápidamente Maidana, señalando a Antúnez-. Mide más de un metro ochenta. ¿Ustedes creen que si lo buscan con lupa, en todo Montevideo, van a encontrar un edificio parecido al Pasaje Barolo? Yo no sé, porque nunca estuve, ni falta me hace.

El doctor explicó a Gauna en voz baja:

– Los muchachos son como cuzcos, como cuzcos ladradores, que te preparan la caza o más bien te la echan a perder. Verás, en cualquier momento, empiezan a tirarles migas o terrones de azúcar.

No ocurrió esto. No hubo tiempo. Inesperadamente, el del sombrero en la nuca dijo:

– Buenas noches, señores. Muchas gracias.

También dijo «muchas gracias» el rubio. Los dos salieron tranquilamente. El doctor se levantó para seguirlos.

– Déjelos, doctor -intercedió Gauna-. Déjelos que se vayan. Hace un rato estaba deseando que los peleara. Ahora no.

El doctor esperó que acabara de hablar; después dio un paso en dirección a la puerta. Persuasivamente, Gauna lo tomó de un brazo. El doctor miró con odio la mano que lo tocaba.

– Por favor -dijo Gauna-. Si usted sale, doctor, los mata. El carnaval dura hasta mañana. No interrumpamos el holgorio por esos perfectos desconocidos. Yo se lo pido y no olvide que usted es mi convidado.

– Además -aventuró Antúnez, deseoso de evitar situaciones desagradables-, todo pasó entre criollos. Si hubieran sido extranjeros, no podríamos perdonar la ofensa.

– ¿Y a vos quién te ha preguntado algo? -le gritó, furioso, el doctor. Reconocido, Gauna pensó que a él Valerga lo trataba con deferencia.

XLVII

Bajaron por Osvaldo Cruz hacia Montes de Oca. El establecimiento que visitaron en 1927 era actualmente una casa de familia. Maidana dijo:

– ¿Cómo serán las señoritas que viven aquí?

– Serán como todas -contestó Antúnez.

– Con la diferencia -comentó Pegoraro.

– Yo no veo qué tiene de particular -aseguró Antúnez.

– Para divertirlas -continuó Maidana- los muchachos del barrio harán toda clase de alusiones.

Entraron en varios almacenes. El doctor parecía ofendido con Gauna. Éste lo miraba con un afecto renovado, en que había algo de filial. El resentimiento de Valerga casi lo conmovió, pero no lo preocupaba demasiado; le importaba la reconciliación, el impulso de amistad que él ahora sentía. No eran las fatigas de la confusa jornada, ni las muchas copas, lo que lo llevaba a olvidar y a preferir los enconos de la mañana; eran, sin duda, lo que sintió en el bar de la plaza Díaz Vélez, cuando el diálogo de esos desconocidos había perturbado y vejado, por así decirlo, muchas de sus más cariñosas creencias y cuando Valerga, fiel a sí mismo o a la idea que de él había tenido Gauna en los primeros tiempos, se levantó como una torre de coraje.

Por Montes de Oca buscaron algún hotel para pasar la noche. Casi entraron en el de Guimaraes y Moreyra, pero como vieron que abajo había una cochería, siguieron de largo.

– Lo mejor -opinó Valerga- será que veamos al rengo Araujo.

El rengo Araujo era el propietario, o más bien, el sereno, de un corralón de materiales de construcción de la calle Lamadrid. Los muchachos quedaron maravillados. Ladeando la cabeza, comentaban el caso increíble. Pegoraro hacía notar:

– Un hombre de Saavedra, como el doctor, ¡con una red de conocidos en los parajes más remotos y hasta en barrios considerablemente apartados, por no decir periféricos!

– Tan adherido a Saavedra como el propio parque -añadió Antúnez.

– No me parece extraordinario -aventuró Maidana-. Nosotros también somos de Saavedra y aquí nos tienen.

– No seas bárbaro, che, son otras épocas -lo reconvino Pegoraro.

– Éste -dijo Antúnez indicando a Maidana-, con el prurito de restar méritos, no respeta a nadie.

Pegoraro alcanzó al doctor, que iba adelante, con Gauna, y le preguntó:

– ¿Cómo se las arregla, doctor, para tener tantos conocidos?

– Aparcero -contestó Valerga, con una suerte de triste orgullo-, cuando todos ustedes hayan vivido lo que yo, verán que si no fueron siempre los grandes trompetas, habrán cosechado por este mundo de Dios una caterva de amigos, porque de algún modo hay que llamarlos, que en la hora de necesidad no le negarán asilo para la noche, aunque más no sea en este corralón infestado de ratas.

Mientras el doctor llamaba a la puerta, Gauna pensaba: «Si fuera otro, como castigo del destino, por haber dicho esa frase, le negaría la entrada; pero el doctor es el tipo de persona a quien eso nunca ocurre». Por cierto que no le ocurrió. Del otro lado de la tapia, Araujo se acercaba, interminablemente al parecer, rengueando y protestando. Abrió por fin la puerta y en medio de los saludos apenas insinuó un movimiento de retroceso y de alarma cuando advirtió, en la sombra, a los muchachos. El doctor se apoyó en la puerta, acaso para impedir que el amigo cerrara, y habló con voz tranquila: