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XLIX

A pesar de haberla previsto, la aparición lo turbó tanto que se preguntó si no sería una ilusión provocada por el alcohol. Indudablemente, no creía en esto -la presencia, la realidad, eran evidentes- pero, cualquiera que fuese la causa, estaba muy conmovido y esas dos últimas copas de champagne lo habían afectado más que todas las grapas y todas las cañas anteriores. Por eso no trató de levantarse; agitó repetidamente una mano para llamar la atención de la máscara. Esperaba que ésta lo reconociera y fuese a sentarse con él.

Mirando alternativamente a la máscara y a Gauna, Pegoraro comentó.

– No lo ve.

– Yo me pregunto cómo hace para no verlo -contestó Maidana.

– La pura verdad -convino Pegoraro-, Gauna se mueve tanto que ya marea.

Concienzudamente, Maidana declaró:

– Para mí que la del mostrador lo confunde con el hombre invisible.

Gauna, abstraído, se dijo: ¿Y si no fuera ella? En sus cavilaciones de borracho llegó a una perplejidad casi filosófica. Primero pensó que ese dominó y ese antifaz podían depararle una desilusión. Después, con alguna angustia, entrevió una alternativa que le pareció original, aunque tal vez no lo fuera: eliminados el dominó y el antifaz, nada quedaba de la máscara de 1927, ya que esos atributos eran lo más concreto de su recuerdo. Desde luego, estaba el encanto, pero ¿cómo precisar en la memoria una esencia tan vaga y tan mágica? Ignoraba si este pensamiento debía confortarlo o desesperarlo.

El mocito rubio se arrimó a la muchacha; dilatándose y frunciéndose en visajes, la miraba embelesado; la muchacha sonreía también, pero probablemente a causa del antifaz la expresión era más ambigua. ¿O esa ambigüedad sólo existía en su imaginación? Ahora el rubio la sacó a bailar. La sala era enorme; se necesitaba mucha atención para seguirlos con la vista entre los bailarines. A pesar del decaimiento que le había entrado, no la perdería. Se acordó entonces de una tarde en Lobos, cuando era chico, en que seguía en el cielo, a través de las nubes, a la luna; estaban armando un molino y él se había encaramado en la torre todavía trunca; jugaba a pronosticar el momento en que la luna reaparecería entre los nubarrones, naturalmente acertaba, se alegraba y sentía una agradable confianza en las facultades adivinatorias que imaginaba descubrir en sí mismo.

En seguida se halló desorientado. Detrás del lento vaivén de unas cabezas de asno y de halcón, que eran como altísimos cascos, desapareció la máscara. Gauna quiso levantarse, pero el temor de caer y de resultar ridículo entre tanto desconocido lo contuvo. Para darse coraje, bebió unos tragos.

– Voy a tomar otra mesa -declaró-. Tengo que hablar con una señorita de mi relación.

Bromeando le dijeron muchas cosas que no escuchó -que estuviera a mano cuando llegara la cuenta, que les dejara la cartera- y se rieron como si verlo incorporarse fuera un espectáculo cómico. Por un rato olvidó a la máscara. Encontrar una mesa le pareció una tarea difícil y angustiosa. Ya no podía volver con los muchachos y no había dónde sentarse. Muy desdichado, anduvo como pudo, hasta que de pronto, sin creerlo, se halló frente a una mesa vacía. Inmediatamente se dejó caer en una silla. ¿Lo estaban mirando los muchachos? No; desde ahí no los veía, así que tampoco podían verlo a él. Un mozo le preguntó algo; aunque no oyó las palabras, las adivinó y respondió muy contento:

– Champán.

Sin embargo, sus desventuras no habían concluido. No quería esa mesa para estar solo -si me ven solo, murmuró, qué vergüenza-, pero otros la ocuparían en cuanto él la dejara. Si no buscaba a la máscara, tal vez la perdería para siempre.

L

Por lo menos una de las personas que estaban esa noche en la sala del Armenonville compartió con Gauna la impresión de que un milagro ocurría. Para los dos testigos la apreciación del hecho no era, sin embargo, idéntica. Gauna había salido en su busca y cuando ya desesperaba lo había encontrado. La máscara no veía allí la simple, aunque maravillosa, repetición de un estado del alma; veía un prodigio abominable. Pero otra circunstancia, más personal, le ocultó aquel terror y se presentó ante ella como un nuevo prodigio, infinitamente vívido y feliz. En esa última noche de la gran aventura, Gauna y la muchacha son como dos actores que al representar sus partes hubieran pasado de la situación mágica de un drama a un mundo mágico.

Cuando por fin lo descubrió en su lejana mesa -con la frente apoyada entre las manos, tan desamparado, tan serio- la máscara corrió hacia Gauna. (El Rubio, en medio de una multitud de bailarines que lo empujaban, quedó solo, preguntándose si debía esperar ahí, porque le habían dicho "vuelvo en seguida".) La presencia de la máscara libró a Gauna del abatimiento en que lo habían sumido las últimas copas y las andanzas de tres días y tres noches de locura; en cuanto a ella, olvidó la prudencia, olvidó la intención de no beber y se abandonó a la felicidad de ser nuevamente maravillosa para su marido. Con estas palabras se ha dicho que la máscara era Clara.

La de esa noche y la que en 1927 lo deslumbró.

La víspera -estoy hablando del 30, se entiende- don Serafín la había visitado en sueños y le había dicho: "La tercera noche va a repetirse. Cuida de Emilio". Para Clara este anuncio fue la confirmación definitiva y sobrenatural de su terror; pero no el origen. Si todos en el barrio sabían que Gauna había ganado plata en las carreras y que había salido con el doctor y con los muchachos ¿cómo iba ella a ignorarlo? En el barrio sabían eso y sabían más: no faltó quien afirmara que Gauna era "el príncipe heredero del Brujo, estaba suscripto al boletín del Centro Espiritista y que su negro propósito en esa salida era encontrar de nuevo los disparates y las fantasías que vio, o que imaginó ver, en la tercera noche del carnaval del 27".

Por todo esto aquellos días fueron angustiosos para Clara. Luego el ánimo se le templó. Iría al Armenonville a encontrarse con Gauna. Pelearía por él. Tenía confianza en sí misma. Clara era una muchacha valerosa y, en la gente valerosa, la promesa de lucha despierta el coraje. Quedó casi libre de inquietudes; tenía un solo problema y tal vez fuera puramente un problema de conciencia, de esos que ya están resueltos cuando se plantean y que apenas consisten en resignar escrúpulos y prevenciones; el problema de Clara era encontrar quién la acompañara. Hubiera querido ir sola; pero no ignoraba que si llegaba sola al Armenonville corría el peligro de que no la dejaran entrar. Desde luego, Larsen era el acompañante indicado. Era el único a quien no hubiese recusado Gauna; era el único amigo con quien podían contar. Había que tratar de convencerlo; esto no era fácil; con el mayor empeño Clara lo intentó.

Después de cavilar una noche entera, creyó que sus probabilidades eran mejores si le hablaba de improviso, a último momento. No había, pues, que dejarse arrastrar por la impaciencia. En esos días, Larsen estaba curándose los restos de un resfrío. Clara conocía a Larsen y a sus resfríos: pensó que para la noche del lunes estaría repuesto; pero, si le daba tiempo, no dejaría de aprovechar la indisposición para negarse en el acto o, en caso de haber consentido, para recaer oportunamente.

La elocuencia y la estrategia ¿de qué valieron? Larsen movió la cabeza y explicó seria-mente el riesgo de que el catarro, por el momento confinado a un punto debajo de la garganta, se convirtiera, ante la menor provocación, en un verdadero resfrío de nariz.

Desilusionada, Clara sonrió. En la reflexión sobre caracteres como el de Larsen hay un consuelo. Son columnas en medio del cambio y de la corrupción universales; idénticos a sí mismos, fieles a su pequeño egoísmo, cuando uno los busca los encuentra.