No se dio por vencida. No podía explicarle todo: desde la calma de ese atardecer en el barrio, desde la cordura de esa conversación de viejos amigos, la explicación hubiera parecido fantástica. Larsen no manifestó demasiada curiosidad, pero era inteligente y debió comprender que Clara lo necesitaba; debió acceder. Parecería que rehusó para evitarse enojosas complicaciones. Sospecho que lo hizo para evitarse una sola complicación: ir a un lugar como el Armenonville, que lo intimidaba por desconocido y por prestigioso. Algunas personas encontrarán incomprensible esta cobardía; pero nadie debe dudar de la amistad de Larsen por Clara y por Gauna. Hay sentimientos que no precisan de actos que los confirmen y diríase que la amistad es uno de ellos.
Cuando comprendió que era inútil insistir, Clara dejó que Larsen partiera a sus tópicos y a sus fomentos, buscó una antigua libreta (tres días antes la había sacado del fondo del baúl) y llamó por teléfono al Rubio. Yo creo que para esa misión de acompañarla el Rubio era su tapado como se dice en la jerga de las carreras. Por lealtad hacia Gauna, había tratado de que Larsen la acompañara; pero Larsen tenía una desventaja; con él, a pesar de las previsibles copas, Gauna tal vez la hubiera reconocido; con el Rubio, en cambio, ya la había visto en su carácter de misteriosa máscara del 27, y al verlos de nuevo juntos no dudaría en reconocerla como la de entonces. Clara no tenía motivo para sospechar que Gauna alguna vez la hubiera identificado con aquella máscara.
LI
Debió insistir mucho para convencer al Rubio de que no la buscara antes de las once y, cuando esto ocurrió, para que la llevase directamente al Armenonville. A pesar de todo, no hay que juzgarlo con demasiada severidad. Clara lo había llamado: más de uno hubiera (hubiéramos) cometido el mismo error de creer que era para otra cosa. En una oscura y arbolada calle de Belgrano, el muchacho detuvo el automóvil, elogió a Clara, a su belleza y a su vestido de dominó y se lanzó a un último intento. Comprendió por fin que las negativas eran sinceras; procuró no parecer disgustado. Hablaron de los amigos comunes: de Julito, de Enrique, de Charlie.
– ¿Hace mucho que no los ve? -preguntó el Rubio.
– Desde 1927. ¿Sabe una cosa?
– No.
– Me casé.
– ¿Y qué tal?
– Muy bien. Y usted ¿qué hace?
– Poco o nada -contestó el Rubio-. Estudio derecho, por obligación. Pienso todo el tiempo.¿Sabe en qué?
– No.
– En mujeres y en automóviles. Por ejemplo, ando por la calle y voy pensando: Hay que cambiar de vereda, esa chica que está enfrente parece linda. O pienso en automóviles. Para serle franco, en este automóvil que me he comprado. ¿No se fijó que ya no me trae Julito en su Lincoln? Me compré este coche hace poco.
Era un automóvil verde. Clara lo elogió y trató de mirarlo con interés.
– Sí, no es feo -continuó el Rubio-. Marca Auburn, 8 cilindros, 115 caballos de fuerza, una velocidad increíble. ¿Ya la aburro? Estoy tan pesado, que mis amigos, por sorteo, eligieron a Charlie, para que me rogara, en nombre de todos, que no siguiera cansando con los Auburn. Clara le preguntó por qué no estudiaba ingeniería.
– ¿Y usted cree que entiendo de mecánica? Ni una palabra. Si se nos descompone el carromato, no espere nada de mí; hay que abandonarlo en la calle. Estoy en la literatura del automóvil; no en la ciencia. Le aseguro que es una literatura pésima.
Llegaron al Armenonville. No sin dificultad, el Rubio encontró lugar para dejar el coche. Clara se puso el antifaz. Entraron.
Cuando entraron en el Armenonville, Clara pensó ¿cómo saber si ha venido, cómo des-cubrirlo entre toda esta gente? La orquesta tocaba Horses, una piecita que ya era vieja. Si ustedes la escuchan, sin duda la encontrarán trivial y machacona. A Clara le impresionó como aciagamente fantástica: desde esa noche no volvería a oírla sin estremecerse.
Comprendió que estaba asustada, que no sería capaz de verlo aunque lo tuviera delante de los ojos. El señor de frac, con el menú en la mano, levemente se inclinaba ante ella y ante el Rubio; lo siguieron, entre las máscaras.
En ese momento, cuando siguieron al ceremonioso hombre de negro, entre máscaras que bailaban, gritaban y tocaban silbatos insistentes e inexpresivos -o expresivos de su pura insistencia-, Clara se preguntó si estaría entrando en una sala mágica, donde la tercera noche del carnaval de 1927 iba a repetirse. "Que no lo encuentre", se dijo. "Que no lo encuentre. Si no lo encuentro, no hay repetición". En realidad, no temía que la hubiera. No le parecía probable que ocurriera un milagro. El hombre de negro los llevó hasta el mostrador del bar.
Con el entrecejo contraído, con voz grave, como si comunicara algo de fundamental interés, el Rubio explicó: "Di una buena propina. Verá que va a conseguirnos la mesa". Clara notó que el Rubio al hablar movía mucho los labios. Por alguna razón misteriosa esto la impresionó. Horas después, cuando cerraba los ojos, se le aparecían unos labios que se movían con repugnante elasticidad y también un juguete que ella tuvo en la infancia; una especie de pelota de goma, una carita blanquísima. Alguien se la había mostrado, diciendo: "Agapito, sacá la lengua". La carita, deformada por la presión de los dedos, emitía una desmesurada lengua roja. El recuerdo de esa cara y el de otra, grande, de payaso, con una enorme boca abierta, que era un juego de sapo, regalado por una de sus tías, cuando ella cumplió cuatro años, le traía siempre una vaga sensación de náuseas.
El Rubio la sacó a bailar. Ella pensaba: "Mejor que no lo encuentre. Si no lo encuentro, no hay repetición". Estaba pensando eso cuando lo vio. En seguida olvidó todo: el Rubio, el baile, lo que estaba pensando. En un arrebato, con el corazón oprimido por la ternura, corrió hacia Gauna. Cuando lo vio sin Valerga y sin los muchachos, creyó que sus previsiones eran descabelladas y que estaban a salvo.
Después dijo que debió sospechar, pero que no pudo; debió comprender que todo ocurría de una manera demasiado agradable y sin esfuerzo, como si obrara un encanta-miento. Pero ella entonces no pudo comprender: o, si comprendió, no pudo sustraerse al influjo. He ahí el secreto horror de lo maravilloso: maravilla. La embriagaron, la envolvieron. Clara trató de resistir, hasta que al fin se abandonó a lo que se le presentaba como la dicha. En algún momento breve, pero muy profundo, fue tan feliz que olvidó la prudencia. Bastó eso para que se deslizara el destino.
Sin que nadie lo ordenara, un mozo les sirvió champagne. Bebieron, mirándose en los ojos. Con tono deliberado y solemne, Emilio dijo:
– Tal vez yo imaginé dos amores. Ahora veo que hubo uno solo en mi vida.
Ella entendió que la había reconocido. Estiró los brazos, le tomó las manos, reclinó la cara sobre el mantel y sollozó de gratitud. Estuvo a punto de quitarse el antifaz, pero recordó el llanto y pensó que primero debía mirarse en el espejo. La sacó a bailar. Entre los brazos de Gauna se sintió aún más dichosa, e infinitamente segura. Sonó entonces un platillo estridente, cambió la música, se volvió más rápida y más agitada, y todos los bailarines, como impulsados por un júbilo diabólico, se tomaron de la mano y corrieron serpenteando en larga fila. Volvió a sonar el platillo, y Clara se encontró en los brazos de un enmascarado y vio a Gauna con otra mujer. Trató de desasirse; el enmascarado la sujetó con firmeza y, mirando hacia arriba, echó una carcajada teatral. Clara vio que Gauna la miraba ansiosamente y le sonreía con triste resignación. El baile los apartó. Oh, los apartó espantosamente.
– Permita, señorita amable, que proceda a las presentaciones -declaró, sin dejar de bailar el charleston, el enmascarado-. Yo soy un escritor, un poeta, un periodista acaso, de una de las veintitantas repúblicas hermanas. ¿Usted sabe cuántas son?