– ¿Y usted mismo, Borís? ¿Le hubiera gustado casarse con Vica?
– Bueno, yo ya había estado casado dos veces, pago pensión alimenticia por mi hija. Por supuesto, me gustaría tener una familia normal, hijos. Pero no con Vica. Bebía demasiado para dar a luz un niño sano y ser buena esposa y madre. Le gustaba jugar a mujer casada cuando venía aquí, a mi casa, pero sólo durante dos o, como mucho, tres días a la semana; no tenía aguante para más. El resto del tiempo lo pasaba con el cliente de turno, o con sus amigos, o simplemente tumbada en el sofá pensando en las musarañas. ¿Más café?
Borís echó granos de café en el molinillo y reanudó su relato sobre Vica Yeriómina, juerguista y perdularia.
A lo largo de muchos años y, en realidad, probablemente, a lo largo de su vida entera, desde que tenía uso de razón, padecía de una pesadilla recurrente. A veces, el sueño se repetía con frecuencia, a veces desaparecía durante varios años pero siempre acababa por retornar, y obligaba a Vica a despertar temblando de miedo. Soñaba con una mano ensangrentada. Un hombre, al que no podía ver la cara, se limpiaba la mano en una pared blanca, estucada, manchándola con cinco rayas rojas. Aparecía otra mano, a cuyo dueño tampoco podía ver, y con una herramienta dibujaba sobre las cinco rayas una clave de sol. Se oía una risita burlona que poco a poco iba convirtiéndose en unas carcajadas repugnantes, cargadas de malicia, cuyas estridencias hacían que Vica despertara aterrada.
A finales de setiembre, Vica fue a ver a Kartashov y antes incluso de cruzar el umbral le declaró:
– Alguien ha espiado mi sueño y lo está contando por la radio.
En un primer momento, Borís se desconcertó. «Ya estamos -pensó-. La chica padece de delírium trémens.» No tenía ni idea de lo que se hacía en estos casos. Tal vez debía explicarle que esas cosas no ocurrían, que se trataba de una jugada de la mente enferma. Tal vez debía asentir y decir amén a todo, fingiendo que se lo creía. Borís optó por una tercera variante que combinaba, a su modo de ver, la intención terapéutica y la apariencia de conformidad. Cuando, una semana más tarde, la muchacha continuaba con la manía, le propuso:
– Vamos a intentar dibujar ese sueño. Si existe alguna fuerza que te roba tus sueños, seguro que el dibujo la espantará.
Al contrario de lo que Borís se temía, Vica no le dijo que no y le dejó hacer varios bosquejos hasta que logró representar algo muy parecido a lo que la joven soñaba. Pero no sirvió de nada. Día a día, Vica se mostraba más subyugada por su idea fija pero se negaba en redondo a admitir que estuviese enferma y a consultar a un psiquiatra. Fue el propio Kartashov quien finalmente pidió consejo a un especialista. El médico reconoció que los síntomas externos hacían suponer el inicio de un trastorno mental grave, que la idea de que alguien intentase influir sobre una persona desde una radio y que penetrase en sus pensamientos era característica del síndrome de Kandinsky-Clerambault, pero que no podía afirmar nada con absoluta certeza. Un médico no hacía diagnósticos sin ver al paciente. Si la joven rehusaba acudir a la consulta por su propia voluntad, sólo había una solución: él mismo, el médico, iría a casa de Kartashov haciéndose pasar por un amigo cuando Vica estuviera allí, se quedaría un par de horas, tomaría té y observaría con sus propios ojos a la enferma y su comportamiento. Acordaron organizar la visita en cuanto Borís regresara del viaje. Eso era todo. El 27 de octubre, Borís regresó de su viaje a Oriol, donde había hecho apuntes del natural para un libro que iba a publicar una editorial de aquella ciudad, y se enteró de que Vica había desaparecido y llevaba tres días sin ir a trabajar.
– Lo que ocurrió luego, ya lo sabe. Fui a la policía, no me hicieron caso, me puse a llamar a los amigos de Vica. Todo en balde.
– ¿Intentó hablar con algún otro médico? ¿O se dio por satisfecho al obtener la opinión de uno solo?
– Y lo que me costó encontrar a ese uno solo. No conocía a ningún especialista, me desenvuelvo en otros ambientes.
– ¿Cómo encontró entonces al psiquiatra?
– Por mediación de un amigo, y aun así fue pura casualidad. Alguna vez me había dicho que tenía amistades en el mundo de la medicina y que si un día tuviese problemas de salud, le encantaría ayudarme. Le llamé y me recomendó a aquel especialista.
Nastia oyó sonar el teléfono en la habitación pero Borís permaneció sentado sin hacer caso del timbre.
– ¿No va a coger el teléfono? -le preguntó sorprendida.
– Está puesto el contestador. Si hace falta, luego devolveré la llamada.
Cuando Nastia se dirigía a casa de Borís Kartashov, tenía la intención de comprobar si la enfermedad de Yeriómina era o no un invento del propio artista. En la historia existían precedentes, se había dicho, se conocían casos de individuos a los que se les había inculcado con habilidad la idea de que tenían problemas mentales para luego utilizarlos con determinado fin. «Ningún médico ha reconocido nunca a Vica, de hecho, todo cuando sabemos de su enfermedad nos lo ha contado el propio Kartashov. ¿Y si miente? Cierto, hay un testimonio de Olga Kolobova, su amiga del orfanato, que habló con Vica de su sueño robado y afirma que ésta no se sorprendió cuando se lo mencionó y que tampoco lo desmintió. Pero Kolobova, a su vez, puede estar mintiendo y haberse puesto de acuerdo con Borís. ¿Con qué fin? Posiblemente, tienen algún interés común. Decidieron quitar a Vica de en medio y montaron esa farsa psiquiátrica. ¿Motivo?» De momento, el motivo no estaba claro pero nadie había trabajado todavía con esta hipótesis. Era probable que tal motivo existiera, que fuera fácil de encontrar y, simplemente, todavía nadie lo había buscado.
Para poner a prueba esta hipótesis había que intentar detectar contradicciones o, cuando menos, pequeñas discrepancias en los testimonios de Kartashov, Lola Kolobova y el médico psiquiatra Máslennikov. Acababa de aparecer un nuevo testigo en potencia, aquel amigo de Borís que le había recomendado al médico. Alguna explicación le habría dado el artista al pedirle ayuda.
Nastia acarició la ilusión de una nueva hipótesis.
– ¿Dejó puesto el contestador cuando se marchaba a Oriol?
– Cómo no. Soy pintor, trabajo por libre, los clientes tratan conmigo directamente, sin intermediarios. Si dejara sus llamadas sin atender, perdería encargos interesantes.
– De modo que, al volver del viaje, ¿escuchó mensajes de los diez días anteriores?
– Por supuesto.
– ¿Y no había ninguno de Vica?
– No. Estoy seguro de que, si hubiera pensado estar fuera mucho tiempo, me hubiera avisado sin falta. Ya se lo he dicho, Vica cultivaba la ilusión de que había alguien que se preocupaba por ella, que quería saber dónde estaba y cómo se sentía. Porque no tuvo alguien así en su infancia.
– ¿Qué ha pasado con la casete? ¿La ha borrado?
Nastia tenía la total certidumbre de que iba a recibir una respuesta afirmativa y sólo había hecho la pregunta para cubrir el trámite.
– Está en el cajón. Nunca borro las casetes, por lo que pueda pasar.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Por ejemplo, el año pasado me ocurrió lo siguiente: me llamaron de una pequeña editorial para encargarme ilustrar una colección de chistes, me dejaron la dirección y el teléfono. Cuando me llamaron, no estaba en casa. No les devolví la llamada, ilustrar los chistes no es lo mío, además, en ese momento trabajaba para varios clientes, estaba muy ocupado. Pero poco después un compañero caricaturista me mencionó que estaba sin blanca, y yo me acordé en seguida de aquella llamada. Encontré el mensaje en la casete le di las señas de la editorial y en paz.