– ¿Cuándo fue esto, se acuerda?
– No me acuerdo de la fecha exacta. Pero fue un viernes. Porque al día siguiente me llamó una joven, me dijo que mi teléfono se lo había dado Kosar y que quería verme a propósito de un manuscrito. Era sábado, tuve que inventar excusas para mi mujer, explicarle que necesitaba ir urgentemente a la redacción. No podía invitar a una joven desconocida a casa, como comprenderá.
– ¿Dónde se vieron?
– ¿Cómo que dónde? En mi trabajo, naturalmente, en la redacción. ¿Se imagina usted la que se armaría si mi mujer hubiese llamado al trabajo y no hubiera estado allí? Divorcio y apellido de soltera en ese mismo instante.
– ¿Y qué ocurrió luego?
– Vino a la redacción. Bueno, aquello fue… Usted la ha visto, ¿verdad? Estaba… para morir y no resucitar jamás. Se me caía la baba y le dije que por ella estaría dispuesto a remover otra vez el sótano entero. Al final le di la dirección del autor, Smelakov. La chica la mira así y asá, luego coge y me dice que le da miedo ir allí sola. Dice que está lejos, que no conoce aquellos lugares, ¿y si se pierde? Le dije que el lunes le pediría a un amigo que me prestara su coche y que la llevaría al pueblo donde vivía Smelakov. Quedamos en que el lunes, alrededor de las diez de la mañana, vendría a la redacción e iríamos juntos. Éste fue el acuerdo.
– ¿Y luego?
– Y luego nada. No se presentó. Y nunca más volvió a aparecer por allí ni a llamar.
– ¿No ha intentado buscarla?
– ¿Para qué? Me interesaba únicamente como mujer guapa pero como no dio señales de vida, comprendí que yo no la atraía. Así que ¿a santo de qué iba a buscarla?
– ¿Estuvo alguien más en la redacción aquel sábado?
– Sí, cinco o seis compañeros.
– ¿Alguien más vio a Vica?
– Todos. Estuvimos en la sala de redacción, allí la gente se reúne a tomarse el té, a charlar, a fumar.
– ¿Se mostró alguien especialmente interesado en su visita?
– ¡Y que lo diga! -se regocijó el redactor-. En seguida tuve clara una cosa, a los tíos se les cortaba el aliento con sólo verla. Todos los colegas de sexo masculino que entraban en la sala al instante hacían cambio de sentido e intentaban quedar con ella. No sé si podría destacar a alguno en particular, todos reaccionaban de la misma manera.
– Serguey, tienes que concentrarte y recordar dos cosas. Primero, la fecha en que ocurrió todo aquello. Segundo, a todos los que aquel sábado estuvieron en la redacción y vieron a la chica. ¿Podrás hacerlo?
Durante un rato largo, Bondarenko estuvo frunciendo el entrecejo, frotándose las sienes, bebiendo a sorbos pequeños el fortísimo té. Al final levantó hacia Andrei unos ojos atormentados.
– No puedo. No tengo dónde agarrarme. Recuerdo perfectamente que era sábado pero la fecha… Tal vez fue a finales de octubre, tal vez a principios de noviembre.
– Kosar murió el 25 de octubre -le recordó Chernyshov.
– ¿De veras? -se animó Serguey-. ¿Seguro que fue el 25 de octubre? Pues claro que sí, el 4 de diciembre celebraron el funeral de los cuarenta días… (1). Y eso sucedía antes de que Valia… antes de que le… En fin, antes de todo aquello.
(1) Según la tradición ortodoxa, el alma del difunto permanece en este mundo durante cuarenta días después del fallecimiento, y al transcurrir este tiempo se celebra un segundo funeral. La tradición se probó tan arraigada que sigue siendo la única que respeta la totalidad de la población rusa, incluidos los ateos más recalcitrantes. (N. del t.)
– Entonces, fue el 23 de octubre -precisó Andrei tras consultar el calendario de su agenda.
Lo de los compañeros que aquel sábado se encontraban en la redacción no fue tan fácil. El redactor sólo pudo nombrar con total seguridad a dos, en cuanto a los demás, tenía dudas. Pero tampoco estuvo tan mal. Disponiendo de esos dos apellidos se podría intentar recuperar a los demás, ya que se conocía la fecha exacta y en la redacción no solían reunirse los mismos colaboradores cada sábado.
CAPÍTULO 10
Algo había cambiado imperceptiblemente en el rostro del coronel Gordéyev. En las últimas semanas andaba mustio, indiferente a todo, incluido el trabajo de su departamento, se quejaba con frecuencia del dolor de cabeza y de corazón. Pero ese día, Nastia vio que en los ojos apagados del jefe se encendía una luz nueva, vio centellear en ellos la vehemencia. «El Buñuelo se ha olido la presa», pensó.
Durante el día anterior y la mañana de ése, Víctor Alexéyevich había hecho lo imposible. Había conseguido averiguar muchas cosas interesantes sobre el gerifalte del partido que en 1970 había ordenado amañar el caso de Támara Yeriómina suprimiendo toda mención de los dos estudiantes que en el momento del asesinato se encontraban en el lugar de los hechos.
Al parecer, Alexandr Alexéyevich Popov, padre de dos hijos bien pudientes y abuelo de tres nietos ya casi adultos, terminaba sus días en una residencia de ancianos. Se rumoreaba que sus relaciones con la mujer eran todo menos cordiales y que, en su día, Alexandr Alexéyevich había estado a punto de divorciarse de ella para casarse con otra, con la que ya había tenido un hijo. La legítima, sin embargo, recurrió al procedimiento de probada eficacia en aquellos tiempos: el marido descarriado retornó al redil guiado por la mano dura del partido y, con el sigilo de rigor, se echó tierra al asunto. No obstante, Popov, haciendo gala de su nobleza de espíritu, nunca dejó de ayudar al hijo extramatrimortial en la medida de sus fuerzas y posibilidades y, si bien no logró salvarle del servicio militar, sí pudo matricularle en un centro de estudios superiores de prestigio.
– Me gustaría saber -musitó Nastia- si era a su hijo a quien quería proteger cuando suprimió a los testigos de la causa criminal…
– Vas por buen camino -asintió Gordéyev-. Si ese Smelakov tuyo no se confunde debido a lo avanzado de su edad, los testigos en cuestión se llaman Grádov y Nikiforchuk. Por desgracia, el experto Rasid Batyrov ha muerto hace mucho, de manera que no podemos contrastar este dato. De momento adoptemos como hipótesis de trabajo el que uno de ellos era el hijo ilegítimo de Popov. Ahora escucha con atención, pequeña. Lo que viene a continuación es aún más interesante.
Gordéyev colocó delante de sí los informes del seguimiento de dos hombres: del joven que había entrado en el piso de Kartashov y del individuo que había ido a la clínica a indagar.
Saniok, alias Alexandr Diakov, al salir de casa de Kartashov fue directamente al colegio, a un colegio de enseñanza secundaria común y corriente, que por las noches arrendaba su sala de educación física al club El Varego. No se pudo averiguar qué fue lo que hizo en el colegio pero, unos veinte minutos después de marcharse él, del colegio salió otro hombre, que fue identificado aunque no en seguida. Se trataba de un tal tío Kolia, también conocido como Nikolay Fistín, director de El Varego, cuyos antecedentes penales incluían dos condenas por delitos de desorden público y lesiones. Ya que nadie más salió del colegio hasta el amanecer, se podía concluir con seguridad que era al tío Kolia a quien había ido a ver Saniok. También al tío Kolia se le «acompañó» a casa.
En cuanto al hombre que intentó controlar a Nastia en la clínica, nada fue tan sencillo. Al parecer, tenía experiencia y era cauteloso, por lo que burló la vigilancia sin esfuerzo y como quien no quiere la cosa, sin comprobar siquiera si le seguían. Lo cual significaba que siempre actuaba de este modo, independientemente de que se supiera vigilado o no. Como resultado, lo único que Nastia y Gordéyev tenían de momento en su haber era la descripción de las curiosas relaciones que el hombre en cuestión mantenía con las cabinas públicas.
La noche anterior, Víctor Alexéyevich había obtenido de la Oficina Central de Empadronamiento la lista de todos los Nikiforchuk y Grádov residentes en Moscú.