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De nuevo sola, se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Así que eran dos. El Buñuelo tenía razón desde el principio, cuando le dijo que podían ser varios, o tal vez todos. En aquel momento, Nastia no había tomado en serio sus palabras y cuando descubrió a uno, se precipitó en concluir que era el único, que no había otros. Había vuelto a equivocarse. Eran dos. Dos. «Dos como mínimo», rectificó. Ahora estaba dispuesta a admitir que había otros. ¿Lo eran todos? Dios mío, ¡qué idea tan monstruosa!

Consiguió dominarse y volver a las listas de los habitantes de Moscú que llevaban el apellido nada raro de Grádov. Meticulosamente tachó de la lista a los que no cumplían con el requisito de la edad. De repente, algo le hirió los ojos. Nastia los entornó. Debajo de los párpados cerrados, por la negra oscuridad pululaban repugnantes moscas amarillas. La tensión que le provocaba su vaivén hizo que los ojos le lagrimearan. Humedeció un pañuelo con el agua de la botella que tenía encima de la mesa, echó la cabeza atrás y se lo puso sobre la cara. Su frescor le trajo algo de alivio.

Tiró el pañuelo mojado sobre el radiador y clavó la vista en el Grádov de turno, nombre y patronímico: Serguey Alexándrovich, domiciliado en… Había algo en esta dirección que no le gustaba. Pero bueno, ¿qué le pasaba hoy? Era una dirección completamente normaclass="underline" la calle, la casa, la escalera, el piso. No era ni peor ni mejor que las demás.

Volvió a cerrar los ojos y trató de pensar en algo diferente. En Lioska, en los fenomenales pollos asados que hacía su padrastro, en el coñac que no iba a comprar… La avenida Federativni, número… Fuera, extraña dirección, largo de aquí, no me distraigas. Debería llamar por si acaso a papá, no descartaba la posibilidad de pasar luego por su casa. Tampoco vendría mal avisar a Lioska, para que dijera a todos cuantos le llamasen por la noche que estaba en casa de su padre y que volvería tarde… La avenida Federativni, número… La avenida Federativni…

Una oleada de calor se propagó por su cuerpo, las mejillas le ardieron, el sudor le humedeció las manos. Nastia descolgó el teléfono interior.

– Víctor Alexéyevich, ¿está solo?

– Sí. ¿Qué ocurre?

– Será mejor que vaya a verle.

Al entrar en el despacho de su jefe, tragó saliva espasmódicamente. El nerviosismo la volvió afónica y sus palabras sonaron broncas y susurrantes:

– ¿Verdad que me ha mencionado el domicilio del director del club El Varego?

– Verdad. Te he leído el informe de observación completo.

– ¿Avenida Federativni, número dieciséis, escalera tres?

– ¿Has venido aquí para hacer demostraciones de tu fenomenal memoria?

– En esa casa vive un tal Grádov Serguey Alexándrovich, nacido en el año cuarenta y siete.

El Buñuelo se arrellanó en el sillón, se quitó las gafas y se metió la patilla en la boca. Luego, sin prisas, se levantó y echó a andar arriba y abajo por el despacho, al principio lentamente, luego más y más de prisa, rodeando la larga mesa de conferencias como una pelota rebotada, apartando de su camino todas las sillas que encontraba. Cuantas más vueltas daba Víctor Alexéyevich, más intenso se volvía el brillo de sus ojos, más sonrosada se ponía su calva y con más firmeza se apretaban sus labios. Al final se paró, se dejó caer en un sillón situado junto a la ventana y estiró las cortas piernas.

– Me ocuparé yo de Grádov, no te metas en eso, te viene demasiado ancho. Voy a enterarme de a qué se dedica, e iré a verle. Tu misión consistirá en reflexionar sobre qué le puede provocar ese miedo tan espantoso. Evidentemente, no es porque hace cinco lustros presenció un crimen. Aquí hay algo más… Espera, no. He cambiado de idea. No voy a ver ni a Grádov, ni al viejo Popov. Lo haremos todo de otro modo. De un modo completamente distinto.

– ¿Está absolutamente seguro de que ese Grádov de la avenida Federativni es el que buscamos?

– No te pases de lista conmigo, Nastasia, también tú estás segura, si no, no habrías venido zumbando a preguntarme la dirección del tío Kolia. Pero a última hora lo sabré a ciencia cierta. Averiguarlo no es nada complicado. Ahora dime, ¿has visto alguna vez que un caso parado y no resuelto fuese objeto de una investigación activa?

– La ley establece… -empezó a decir Nastia.

Pero Gordéyev no la dejó terminar:

– Lo que establece la ley lo sé tan bien como tú. ¿Y en la práctica?

– Un caso parado va a la caja fuerte o al archivo, la gente suspira con alivio y hace lo posible por olvidarlo como si hubiera sido una terrible pesadilla. Ocurre a veces que reabren un caso si el inculpado es procesado por otro crimen y de pronto decide confesar pecados pasados. Pueden darse otros motivos pero las más de las veces es pura suerte.

– Exactamente. Cuando un caso está parado, no lo toca nadie. Por eso ahora mismo voy a llamar a Olshanski y le pediré ordenar la suspensión de la causa criminal del asesinato de Yeriómina desde el momento en que venza el plazo de dos meses desde el día de su apertura, conforme a lo establecido por la ley.

– Nos queda una semana entera… -refunfuñó Nastia disgustada.

– Qué importa. El papeleo puede esperar pero las habladurías empezarán hoy mismo. Ya me encargaré yo de poner al corriente a toda la cofradía policíaco-judicial. ¿Comprendes adónde quiero llegar?

– Sí que lo comprendo. Únicamente me temo que lo de Olshanski no prospere. Es demasiado rígido para cerrar un caso mientras exista una hipótesis realista y tan prometedora.

– Estás subestimando a Kostia. Cierto que es un tipo malhablado, que su traje no ha visto la plancha en lo que va del siglo y que no se limpia los zapatos. Tiene un montón de defectos. Pero es un hombre muy inteligente. Y como juez de instrucción es muy inteligente también.

– Pero no consiente a nadie que tome decisiones por él. Tiene una verdadera chifladura con eso de la autonomía procesal.

– Pero si yo no pretendo arrebatársela. Él sólito adoptará la decisión. No pienses que es más tonto que nosotros.

Víctor Alexéyevich se frotó las manos satisfecho y le guiñó un ojo a Nastia.

– ¿A qué viene esa cara de luto, hermosa? ¿Crees que no conseguiremos nada? No temas, incluso si no conseguimos nada, adquiriremos alguna experiencia, que tampoco nos viene mal. ¡Venga ya, alegra esa cara!

– ¿De qué voy a alegrarme, Víctor Alexéyevich? Esta historia del teléfono…

– Lo sé -dijo Gordéyev con rapidez y repentina sequedad-. Yo también me he dado cuenta, no soy ciego. Pero es un motivo de reflexión, no de lágrimas. A propósito, no se te olvide devolverme el teléfono, se lo he pedido prestado a Vysokovsky por un par de horas bajo mi palabra de honor. No quería tener tratos con ese roñoso pero su aparato era del mismo modelo que el tuyo. ¡Arriba ese ánimo, Nastasia! Vamos, ¡una sonrisita!

– No puedo, Víctor Alexéyevich. Mientras pensaba que se trataba de una sola persona, sentía amargura y dolor. Desde que he comprendido que son dos, tengo miedo. Es una situación completamente distinta, ¿se da cuenta? Y no la encuentro nada divertida ni esperanzadora, de aquí que, a diferencia de usted, no puedo ni bromear ni sonreír.

– Yo ya he gastado todas mis lágrimas, Stásenka -contestó el coronel en voz baja-. Ahora no me queda otra cosa que hacer que sonreír. Cuando me di cuenta de que había más de uno, todo cambió al instante. Si antes me decía: «Has de aclarar quién es el que juega con dos barajas, apártalo del departamento y, en general, de la policía, y todo volverá a su cauce», hoy se me ha ocurrido una idea muy diferente. Si son dos o más, la situación se escapa a mi control, de manera que, por más vueltas que le dé, yo solo no conseguiré hacer gran cosa. De mí no depende nada. Si resulta que lo de esos dos es una coincidencia, un accidente, el asunto tiene arreglo todavía. Pero si no es así, si se trata de una organización que se nos ha infiltrado, entonces sería absurdo intentar siquiera combatirla. No me quedará más remedio que jubilarme.