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– ¿Y abandonar todo cuanto ha ido creando con tanto amor y con tanto trabajo?

– He sido un idealista, creía que el trabajo bien hecho y honrado era algo que dependía exclusivamente de nosotros mismos, de nuestra habilidad y deseo. He fomentado y cultivado en vosotros ese deseo y esa habilidad, y nadie podrá decir que mis esfuerzos no hayan fructificado. Acuérdate de todos los casos que en los últimos dos años hemos llevado a los tribunales y que antes se desmoronaban como castillos de naipes. Ningún abogado ha podido tumbar nuestros casos porque cada uno de nosotros lleva en su interior a un letrado aún más severo y puntilloso, y hemos aprendido a ver cada prueba, cada hecho, con sus ojos como condición previa. Cierto, he conseguido lo que me había propuesto. Pero mi obra, mi hijo bien amado carece, como resulta, de vitalidad, porque niños sanos y normales no sobreviven en nuestro entorno por definición. Los niños son buenos pero las condiciones de su vida no son las más indicadas. Por el momento, esos niños son incapaces de aguantar la presión de los estímulos materiales y están abocados a morir. Por triste que resulte comprenderlo, es así.

– Pero ¿y si a pesar de todo se trata de una casualidad que no tiene nada que ver con ningún sistema? ¿O si se trata de un sistema que es posible desmontar por completo, aniquilar? -sugirió tímidamente Nastia, a la que no le hacía ninguna gracia la perspectiva de perder a un jefe como el Buñuelo.

Había sido el Buñuelo quien, tiempo atrás, la encontró en el Departamento del Interior de un distrito para invitarla a trabajar en Petrovka, y la trajo aquí expresamente para que pudiera ocuparse de lo que sabía y más le gustaba hacer, del trabajo analítico. Ningún otro jefe jamás la habría autorizado a pasar largas horas en su despacho estudiando cifras, hechos, pruebas, fragmentos de informaciones, ordenando esas migajitas de tal manera que formasen complicados ornamentos… Sin mencionar ya el afecto puramente humano que le inspiraba el Buñuelo, ese gordinflón divertido y calvo, o el profundísimo respeto que sentía por el coronel de policía Gordéyev.

– Desengáñate, pequeña. Por supuesto que intentaremos hacer cuanto esté en nuestra mano, si no, no valdríamos un pimiento, pero no conviene confiar en el éxito. Trabajaremos sin pensar en el resultado final, que ya es evidente y no está a nuestro favor, sino concentrándonos en el propio proceso. Ya que conocemos el resultado de antemano y no podemos alterarlo, nos sentiremos más libres, cometeremos errores, cuantos más, mejor, pero aprenderemos de ellos. Hay que saber sacarle el máximo partido a cualquier situación.

Después de pasar la noche en blanco, Andrei Chernyshov no se sentía nada bien. A diferencia de Nastia, acostumbrada al insomnio, Andrei, que antes de acostarse solía sacar al perro a pasear, por lo general no adolecía de trastornos de sueño, dormía como un tronco, y cuando algo le impedía pegar ojo, se sentía débil y le dolía la cabeza. No obstante, tras dejar a Serguey Bondarenko en manos de la mujer de éste a primera hora de la mañana, Chernyshov venció el deseo de marcharse a casa y acostarse, y se fue a cumplir una nueva misión encomendada por Kaménskaya: encontrar a la familia de la víctima, aquel hombre a quien Támara Yeriómina, borracha, había asesinado hacía veintitrés años. Resultó que poco antes de fallecer, Vitaly Luchnikov, el interfecto, se había casado, pero después del entierro, la joven viuda abandonó Moscú para instalarse en la provincia de Briansk, donde residían unos familiares de su difunto marido que se mostraban dispuestos a ayudarla a criar al niño que estaba a punto de venir al mundo. En Moscú no quedaban familiares ni del propio Luchnikov ni de su esposa, ya que ninguno era originario de esta ciudad sino que habían ido allí en su día para trabajar con permiso de residencia provisional.

Tras estudiar el horario de trenes, Andrei decidió que sería más cómodo hacer el viaje en coche. Lo malo era que no tenía para la gasolina, puesto que parte de su liquidez se la había «comido» el borracho Bondarenko, a quien había sido preciso poner sobrio e interrogar antes de que ciertos benefactores anónimos le abriesen los ojos, tal como lo habían hecho con Vasili Kolobov. Al final, después de resolver el problema económico, Chernyshov enfiló por la carretera de Kíev con rumbo a la provincia de Briansk.

Llegó a la casa de Elena Luchnikova hacia las diez de la noche. Le abrió una joven monísima, un mohín de justa indignación impreso sobre su lozana carita. Al parecer, estaba esperando a alguien más, porque, al ver en el porche a Andrei, la expresión de su rostro cambió en un santiamén, de enfadada a hospitalaria.

– ¿Viene a vemos a nosotros? -preguntó.

– Si son ustedes Luchnikov, entonces sí. Quería ver a Elena Petrovna.

– ¡Mamá! -gritó la joven-. Tienes una visita.

– Pensaba que era Denís, que venía a buscarte -se oyó una voz grave, profunda-. Nina, no tengas a la gente esperando en el umbral, diles que pasen.

Nina abrió de par en par la puerta que conducía a una cocina espaciosa y llena de luz, que olía a pan recién horneado y a finas hierbas. Una mujer robusta, de mirada límpida, rostro bello y bondadoso y una gruesa trenza enrollada alrededor de la cabeza, estaba sentada delante de la mesa haciendo calceta.

Al saber quién era y de dónde venía, la señora de la casa no mostró ni sorpresa ni disgusto. Andrei tuvo la inexplicable sensación de que llevaba tiempo esperando que alguien le preguntara sobre las circunstancias de la muerte de su marido. La sensación fue tan sorprendente que Andrei decidió que no daría la conversación por concluida sin antes preguntar si era cierta.

Cuando Nina se marchó a dar una vuelta con el novio (lo cual no dejó de sorprender a Chernyshov, pues hacía frío, caía aguanieve y había anochecido; tal vez en realidad no iban a pasear sino a casa de algún amigo; y si el amigo en cuestión tenía suficiente buen criterio, sería él quien saldría a dar una vuelta, y no los novios), Elena Petrovna, sin hacerse de rogar, le contó lo ocurrido en el año setenta. Hablaba en voz baja, reposada y bien entonada, como si estuviera leyendo un libro familiar pero sumamente aburrido y tan pesado que no le producía más que cansancio.

Lena conoció a Vitaly Luchnikov en el sesenta y nueve, cuando él fue a su residencia a ver a un paisano. Trabajaban en fábricas distintas y vivían en extremos opuestos de Moscú, sus encuentros resultaban complicados e incómodos: ella compartía la habitación con otras cinco mujeres; él, con cuatro hombres. No era que estuviera especialmente enamorada de Vitaly o que se desviviera por sus huesos pero le alegraba verle. Aguantaron el invierno como pudieron, hicieron frente a la primavera ventosa y húmeda y la llegada del verano les facilitó mucho las cosas. Cada uno por su parte procuró hacer coincidir sus turnos, y en los días libres salían de la ciudad para pasear por algún bosque. Durante una de esas excursiones, Lena, amodorrada por el tibio sol, se quedó adormilada a la sombra de un árbol; entretanto, Vitaly decidió aprovechar el sueño de la amiga para coger unas setas.

Lena despertó al sentir posarse sobre su rostro una mano. Abrió los ojos, quiso incorporarse pero alguien la sujetó obligándola a seguir tumbada en la tierra.

– Quieta, quieta, tontita, no te muevas. No te dolerá. Ya verás cómo te gusta -le dijo con guasa una voz desconocida.

Tensó las cuerdas vocales para llamar a Vitaly pero sólo un mugido ininteligible escapó de su garganta: una mano extraña le estaba tapando la boca. Luego le propinaron un golpe en el plexo solar, otro en el vientre y el dolor la hizo perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, uno de los jóvenes la estaba violando mientras otro le sujetaba las manos. Al verla abrir los ojos, la agarró por los hombros, la levantó y la dejó caer de modo que su nuca golpeó el suelo. Volvió a sumergirse en la oscuridad. Al recobrar el conocimiento, vio que estaba sola. El sol empezaba a declinar y Lena comprendió que había pasado mucho tiempo. «Pero ¿dónde se ha metido Vitaly?», pensó horrorizada. El miedo por su novio fue más fuerte que el terror de lo que acababa de pasarle a ella. «Seguramente, cuando regresó, los atacó y le mataron. Es tan blando, tan indefenso, cómo iba a poder con esos animales.»