En teoría, todo prometía ir como una seda. Pero en la práctica tuvo que decir adiós al resplandor azul de sus sueños y conformarse con un color más discreto pero también más seguro. Arsén no tardó en comprender los inconvenientes de una organización única: existía un alto riesgo de quemarse si fallaba un solo eslabón. En pro del hermetismo de la trama había que subdividirla en grupúsculos pequeños, cada uno de los cuales se encargaría de un organismo policial o jurídico concreto y respondería ante unos pocos coordinadores, que formarían la cúspide. Arsén lamentó tener que renunciar a su sueño -el pulpo cuyos tentáculos abarcasen el sistema íntegro de la detección e instrucción de los crímenes sujetándolo totalmente-, pero tras meditarlo a fondo tuvo que reconocer que el sistema de pequeños equipos independientes resistiría mejor los desagradables imprevistos y cataclismos sorpresa. Puesto a escoger entre el poder absoluto y la seguridad, optó por esta última. De hecho, lo que más le gustaba de su idea no era la envergadura sino la esencia, lo oportuno de su concepto de márketing, tan en boga en aquellos tiempos. Prefirió, pues, que su idea cobrase vida, aunque fuera una vida compartimentada, manejada por muchas manos, pero vida. Arsén no era nada ambicioso, no buscaba ni fama ni dinero, y tampoco le atraía el poder. Desde siempre, lo único que le había interesado en serio era manipular a la gente, tirar de los hilos invisibles que sostenía en sus manos y cuya existencia nadie sospechaba, y observar con deleite cómo cambiaban destinos y carreras.
Qué militar no sabe cuánto poder se concentra en manos de los jefes de personal. Un jefe de personal puede hojear el expediente de uno y «pasar por alto» cierto engorroso papelito, como también puede mirarlo con cristal de aumento y entonces ese uno en su vida verá publicarse la orden de su ascenso. Un jefe de personal puede «olvidarse» de la demanda de presentar el expediente de uno, emitida por una instancia superior interesada en ofrecerle un puesto atractivo, que comporta incremento de atribuciones y de sueldo. O simplemente puede «extraviar» tal demanda, o si no, colocarla encima de la mesa, clavar en ella una mirada pensativa, ora sonriendo, ora frunciendo el entrecejo, y entretanto ir cavilando sobre algún problemilla de familia, todo antes que atenderla, es decir sacar el expediente de la caja fuerte, meterlo en un sobre y mandarlo por mensajero a la instancia demandante. El individuo ansioso de cambiar de lugar de trabajo se pone nervioso, sus nuevos superiores, que nada más ayer le invitaban con tanto interés a trabajar para ellos, que tantas ganas tenían de contar con su colaboración, van perdiendo interés, se van olvidando del candidato y en el momento menos pensado contratan a alguien más, nada inferior y cuyo expediente, por si fuera poco, llega dos horas después de pronunciarse la magnánima sentencia: «Bien pues, tenemos que ver su hoja de servicio, los avales…» ¿Hay acaso alguna duda respecto a cuál de los dos recibirá la orden de traslado y cuál seguirá donde está ahora? ¿Acaso hay alguien que ignore la clase de vida que le espera al que se queda? Iba a marcharse, a punto estuvo de llevar su hoja de servicio al nuevo trabajo pero en el último momento le rechazaron… ¿Por qué? ¿Cuál ha sido la razón por la que se ha frustrado el ascenso? ¿Se han puesto a hurgar y han encontrado algo? Y cosas por el estilo. Pero a veces todo ocurre de otra manera, el candidato al ascenso trae corriendo al jefe de personal la demanda de presentar el expediente, se arroja a sus pies, le ofrece una botella o alguna cosilla de valor, le suplica y le implora para que se digne encontrar la carpeta con sus papeles y desplazar las posaderas hasta el asiento del coche oficial.
El coche oficial, por otra parte, está esperando en la puerta, de manera que el expediente no viajará por la vía habitual de mensajería castrense, que suele remolonear, sino que llegará a su destino al instante. Los nuevos superiores firmarán la orden sin dilación y el candidato rival no tendrá tiempo de apuntarse al juego… Los que trabajaban en los departamentos de personal disponían de muchas argucias y oportunidades, y Arsén llevaba muchos años haciendo uso de ellas y contemplando con fruición los espectáculos interpretados a partir de los guiones que él había redactado. No perseguía ni deseaba un placer mayor en la vida. Por ello, al asumir nuevas funciones, tampoco anheló ni la fama ni el vil metal. Compartió plácidamente su creación con sus ayudantes más directos. Antes de proceder al reparto, estuvo reflexionando largamente sobre el trozo del pastel que dejaría para sí, y eligió la DGI de Moscú. No sabría decir por qué. La palabra «Petrovka» ejercía sobre él un extraño hechizo, evocaba el romanticismo de su juventud. Había que ver esto. En toda la inmensidad del país sólo había cuatro direcciones o, mejor dicho, cuatro organismos que cualquier habitante de la multimillonaria URSS conocía no sólo por su nombre sino también por sus señas. El Kremlin, la Plaza Vieja (1), la Lubianka y Petrovka. Eran cuatro direcciones sagradas, cuatro símbolos del poder, pujanza y sabiduría universal. El Kremlin y la Plaza Vieja no le concernían, en cuanto a la Lubianka, la frecuentaba a diario. Así fue como Arsén se hizo cargo de las relaciones criminales con los funcionarios de Petrovka, 38 y siguió ocupándose de ellas cuando la URSS se desmoronó. Todo el mundo se olvidó de la Plaza Vieja; el Kremlin perdió su reclamo mágico; la Lubianka se cubrió de ignominia inextinguible, su plantilla fue primero reducida, luego, sacada al poste de la vergüenza, más tarde, reformada y, finalmente, borrada de la faz de la tierra, y se inventaron nuevos nombres para tapar sus restos mortales. El encanto de Petrovka, en cambio, había sobrevivido… No, Arsén no se había equivocado, hizo buena elección en su día…
(1)Antigua sede del Comité Central del PCUS. (N. del t.)
Después de su cita nocturna con Serguey Alexándrovich, Arsén dio la orden de seguir a Bondarenko, por si acaso. Aunque de creer las informaciones de Grádov, nada anunciaba una desgracia, en su interior Arsén siempre estaba preparado para lo peor. Por eso, cuando le comunicaron que a primera hora de la mañana Bondarenko había regresado a casa en un coche conducido por Andrei Chernyshov, comprendió en seguida que Kaménskaya le había dado esquinazo. Al primer pronto intentó calcular dónde pudo haber pasado el día anterior y de qué le había dado tiempo enterarse. Y sólo entonces, de golpe, se acordó de Kartashov.
Resultaba que Kartashov no había ido a la redacción de la revista Cosmos porque hubiese encontrado la nota sino porque le había mandado allí esa mosquita muerta. ¿Cuál era la conclusión? La conclusión era que no existía ninguna nota, que todo había sido una trampa, cuya finalidad era pillar a todos los interesados en borrar el rastro de la oscura historia.
Arsén no recibió el comunicado sobre el encuentro de Bondarenko con el detective Chernyshov hasta última hora de aquel día. Cuando estaba organizando el sistema de comunicaciones de su organización, Arsén se enfrentó con un problema nada sencillo: ¿a qué debía dar prioridad, al hermetismo o a la rapidez de acceso a la información? Tras una larga reflexión optó por el hermetismo. El sistema de comunicaciones y de transmisión de datos era sencillo y seguro pero requería buena memoria y una gran precisión. Era cierto que a veces esto significaba que las noticias llegaban con algún retraso. Y qué, reflexionó, todo tiene su precio, ya que en este mundo no hay sitio para la perfección.
Arsén ya estaba enterado de que, por algún inexplicable motivo, el truco del teléfono de Kaménskaya no había funcionado. Por otro lado, teniendo en cuenta los nuevos datos sobre el encuentro de Bondarenko con Chernyshov, aquello ya no tenía importancia. Sin embargo, le dio que pensar. Primero, había fracasado en su intento de encontrar la nota en el piso de Kartashov. El propio Kartashov les brindó una explicación perfectamente razonable, y no había motivos para culpar al hombre del departamento de Gordéyev de haberles proporcionado informaciones sin contrastarlas antes. Luego, nada menos que al día siguiente, otro hombre, que también trabajaba en Petrovka, les suministró resultados erróneos de la comprobación de la presencia de Kaménskaya en la clínica. Y ahora se producía esa historia con el teléfono, que carecía de explicación posible. Tres fallos de tres hombres diferentes, tres fallos prácticamente simultáneos. Uno de los tres era un traidor, no le cabía duda. Pero ¿cuál de ellos?