Выбрать главу

Sin pérdida de tiempo, Arsén acudió a ver al tío Kolia. Como era su costumbre, empezó dando rodeos y luego, con suavidad, condujo la conversación hacia la cuestión clave.

– ¿Recuerdas comprobar si te siguen?

– Sí.

– ¿Controlas a tus chicos?

– ¿A qué viene esto? -torció el gesto el tío Kolia-. En los dos años no he pinchado ni una vez.

– No has pinchado pero pincharás -masculló agoreramente Arsén-. Ya llevan siguiéndote dos días. Lo mismo que a tu chaval, aquel que no pudo encontrar la nota en casa de Kartashov.

– ¿A Saniok?

– Tú sabrás mejor que yo a quién mandaste allí. ¡Cómo has podido bajar la guardia hasta este punto, Chernomor de pacotilla! Por culpa de tu negligencia…

– No le comprendo -le interrumpió calmosamente el tío Kolia-. Si lo sabía, ¿por qué no me avisó en seguida? Pero si ni usted lo sabía, entonces no entiendo cómo puede reprocharme nada. Creo que habíamos acordado un reparto de tareas. Nosotros seguimos sus indicaciones y usted nos garantiza la seguridad… Y deje de bufarme. Después de dos condenas en los campos esto no me impresiona.

En su fuero interno, Arsén tuvo que conceder al menos parte de razón a su interlocutor. Era cierto, el tío Kolia no respondía de la seguridad, que era de la incumbencia de Arsén. ¡Pero la dejadez debía tener algún límite! Al fin y al cabo, un mercenario no podía confiarse por completo a los cuidados de un padrino, que le iría detrás limpiando las porquerías que dejaba a su paso.

– No eres quién para indicarme qué es lo que sé y qué tengo que hacer -respondió Arsén secamente-. Eres un inútil si no te has dado cuenta de que tu chaval juega a dos barajas.

– ¿Por qué lo dice? -el asombro del tío Kolia no era fingido.

– Porque, amigo mío, le ha sido demasiado fácil salir del piso de Kartashov. Había entrado en casa ajena, le contó al dueño un montón de mentiras y se fue de allí de rositas, sin haber hecho nada de lo que se le había ordenado. Al día siguiente resulta que el dueño, de buenas a primeras, se pone a indagar justamente sobre aquello de que habla la nota. ¿No te da que pensar?

– Vamos a ver, ¿qué insinuaciones son éstas? -preguntó el tío Kolia, que hacía esfuerzos por no levantar la voz.

– Son insinuaciones de que tu mozalbete se ha ido de la lengua. Y una de dos, o bien lo sabes y quieres encubrirle, es decir me engañas a mí y a Serguey Alexándrovich, tu amigo del alma, o bien eres un completo idiota y has dejado que un mocoso te tome el pelo. En cualquiera de estos dos casos te mereces un castigo.

– Es curioso cómo lo presenta. ¿Y qué me dice de su hombre, aquel que le había comunicado que Kartashov estaba de viaje? ¿Piensa castigarle a él también? ¿O le basta con tenerme a mí de cabeza de turco?

– No te preocupes de mi hombre. Tú debes responder de ti y de tus chicos. A partir de hoy no habrá más encuentros. Nos comunicaremos sólo por teléfono y sólo con un filtro doble. Mañana por la mañana voy a comprobar si tu teléfono está intervenido; por si acaso, de momento será mejor que no lo utilices.

– Venga, Arsén, menos lobos, ¿vale? ¿Por qué diablos va a pinchar nadie mi teléfono?

– Porque mucho me temo que a tu chaval le pusieron un rabo en el momento en que salió del piso de Kartashov. Y tú ni siquiera crees oportuno asegurarte de que no te siguen, ni que fueras un ángel sin mácula. Bueno, considera que te he dado el repaso, ahora hablemos de negocios.

El tío Kolia escuchó con atención, sin distraerse, sin hacer preguntas superfluas. Por un lado, a Arsén le parecía de perlas, no aguantaba tener que explicar sus ideas y contestar a las preguntas. Pero por otro, la docilidad del tío Kolia, dispuesto a cumplir a rajatabla todo lo que se le decía, sin molestarse en entender el sentido último de la orden, le daba mala espina. Sin captar el sentido, creía Arsén, sería incapaz, en caso de que las cosas se torciesen, de tomar una decisión acertada. Pero también era verdad que, cuando alguien comprendía todo lo que una orden implicaba, llegaba a saber demasiado y se volvía peligroso…

Cuando sonó el teléfono Nastia se estremeció pero Liosa Chistiakov descolgó sin mirarla siquiera. Había desistido de volver a verla hablar por teléfono algún día.

– Supongo que Anastasia Pávlovna no está, como de costumbre -dijo la voz familiar, la misma con la que Liosa estuvo conversando la noche anterior-. Así que le rogaré que sea tan amable y le diga que he llamado y que esta vez le sugiero que vuelva a leer la obra de Jack London, en particular, los cuentos incluidos en el quinto volumen.

– ¿Pero qué quiere que le diga, exactamente? ¿Que vuelva a leer el volumen cinco?

– Quiero que le diga que cada paso suyo traerá una cola de disgustos.

– ¿Qué clase de disgustos?

– Los mismos de los que habla Jack London. Que le lea.

Se oyeron pitidos breves: había colgado. Por reflejo, Liosa miró el reloj. No, no había conseguido entretener a su interlocutor para que la conexión superase los tres minutos, como le había pedido Nastia. El identificador de llamadas recién instalado no mostraba ningún número porque su comunicante había utilizado una cabina pública.

– Perdona -le sonrió a Nastia con expresión dolorida-. No ha salido pero lo he intentado. Ha dicho que te aconseje que vuelvas a leer el volumen cinco de las obras completas de Jack London. Y que cada paso tuyo traerá una cola de disgustos.

Inmóvil, Nastia se sentaba delante de la mesa de la cocina, asiendo con las dos manos una cucharilla de alpaca que había estado a punto de colocar sobre el platillo y se olvidó de hacerlo cuando comprendió quién llamaba. Tenía la sensación de que las manos y los pies se le habían entumecido hasta el punto de desaparecer. Necesitaba hacer acopio de fuerzas, ponerse en pie, llegar hasta la puerta del apartamento, luego hasta la escalera, luego hasta el piso de Margarita Iósefovna, necesitaba llamar por teléfono y preguntar… Ay, Señor, qué camino más largo, qué difícil iba a ser recorrerlo, nunca reuniría la energía necesaria, se derrumbaría antes de cruzar el umbral y nunca más llegaría a levantarse. Al diablo con el teléfono, que escuchen si quieren. Incluso era mejor así, rectificó en seguida, sería tonto no hacer esa llamada desde su propia casa. Ese hombre acababa de transmitirle una información y lo lógico era que la comprobase de inmediato. Además, si no la oyesen telefonear y solicitar tal comprobación, se darían cuenta de que acostumbraba a utilizar el teléfono de algún vecino.

Nastia marcó el número de Chernyshov de prisa. Luego miró, sin verle, a Liosa, que continuaba de pie junto a la cocina y repetía por cuarta vez la misma pregunta:

– ¿Quieres que te traiga el volumen cinco de Jack London?

– ¿Eh? ¿Cómo dices?… No, gracias, no hace falta.

– ¿No sientes curiosidad?

– Siento miedo.

– ¿Por qué?

– Porque, sin duda alguna, se trata de Los favoritos de Midas. Y esto significa que cualquier testigo al que me acerque morirá sin remedio.

– ¿Seguro que sin remedio? -preguntó Liosa incrédulo, sentándose despacio sobre un taburete y quitándole de los dedos la cucharilla de alpaca, que Nastia seguía asiendo con fuerza.

– Pronto lo sabré.

– ¿Y si te equivocas? Tal vez en ese volumen haya otros cuentos que tienen que ver con esta situación.