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Nastia movió la cabeza con gesto de desesperanza.

– No, lo recuerdo bien. De pequeña leí y releí aquel volumen una decena de veces como mínimo.

– ¿Y si se trata de otra edición? ¿Y si su volumen cinco incluye otras obras completamente distintas?

– Liósenka, cariño, no te molestes en tranquilizarme. Se trata de esta edición, de ninguna otra, porque la tengo colocada en mi librería en el lugar más visible. El que entró en mi piso se acercó a la librería y se fijó en ella. Ya verás quién tiene razón cuando llame Andrei.

Sentados en la cocina, esperaron la llamada de Chernyshov en silencio. Liosa se entretuvo haciendo un solitario, Nastia pelaba meticulosamente las patatas. Se había quedado tan absorta en sus pensamientos que sin darse cuenta llenó hasta los bordes una enorme olla de tres litros. Entonces se llevó las manos a la cabeza y se volvió hacia Liosa:

– Mira qué horror. ¿Qué hacemos ahora con tanta patata?

– Cocerla -respondió sin inmutarse el doctor en Ciencias Chistiakov, alegrándose para sus adentros de que Nastia, por un momento al menos, se olvidara de sus lúgubres pensamientos.

– No podremos comerlas todas.

– No tenemos por qué. Esta noche cenaremos, y el resto de patatas nos servirá un día para hacer una tortilla y otro para acompañar alguna carne.

– Cierto -sonrió Nastia con perplejidad-. Ni se me había ocurrido. No suelo cocinar para más de un día.

– Lo que te sucede es que no cocinas nunca, así que déjate de disculpas. Dame aquel perol.

– ¿Para qué?

– Para no esperar hasta que esté lista toda la calderada. Herviremos en el perol las patatas para la cena, y el resto que se vaya haciendo. ¿Lo pillas?

– Qué sencillo… ¿Qué me pasa, Liosik? Me patinan las neuronas. No entiendo las cosas más elementales.

– Estás cansada, Nastiusa.

– Es verdad, estoy cansada. ¿Pero por qué no llama?

– Ya llamará, ten paciencia.

Cuando por fin llamó Andrei, Nastia estaba en un tris de sucumbir a un ataque de histeria.

– ¿Qué has averiguado? -dijo jadeante.

– Nada en particular. Hay ocho cadáveres pero ninguno tiene nada que ver con nosotros. Cinco incendios, y tampoco están relacionados con nuestro caso.

– Andriusa, estoy muy asustada. ¿Qué tengo que hacer? ¿Se te ocurre algo?

– De momento no pero mañana se me ocurrirá. Pasaré a buscarte a las ocho.

– De acuerdo.

CAPÍTULO 11

Konstantín Mijáilovich Olshanski era un hombre débil. Y se daba cuenta de ello. Para muchas personas, el silencio de un ser próximo no representa el menor problema, pues puede estar descontento con algo o molesto con alguien, puede guardar rencor, no acabar de entender algo; no obstante, ese silencio no les impide convivir apaciblemente durante meses e incluso años sin pretender aclarar las relaciones y poner los puntos sobre las íes. Konstantín Mijáilovich, en cambio, era incapaz de soportarlo. Un psicólogo diría que carecía de resistencia a situaciones conflictivas.

Hacía mucho tiempo había advertido que algo le estaba pasando a Volodya Lártsev. Al principio intentó apartar de sí los inquietantes pensamientos, buscando la justificación a los evidentes errores del compañero en la reciente tragedia que éste acababa de vivir y confiando sinceramente en que, además de él, nadie más se diera cuenta de sus meteduras de pata. Pero después de hablar con Kaménskaya, que llamó a cada cosa por su nombre en voz alta y sin vacilar, Olshanski sintió cierta desazón, aunque Anastasia se había mostrado dispuesta a «parchear» los problemas. Konstantín Mijáilovich le estaba agradecido por esto. Pero a medida que pasaban los días se le hacía cada vez más cuesta arriba callar y fingir que nada había ocurrido.

La gota que desbordó el vaso de su paciencia fue la llamada del coronel Gordéyev, quien le rogó abstenerse de solicitar al fiscal una prórroga para la instrucción y, en lugar de esto y a pesar de que había hipótesis viables y claros indicios de culpabilidad de un implicado, dar un frenazo al caso del asesinato de Victoria Yeriómina. Hacía muchos años que Olshanski conocía a Gordéyev y comprendía que detrás de tal petición de Víctor Alexéyevich habría razones muy, pero que muy graves que no se debía discutir por teléfono. En otras circunstancias, tal vez le habría exigido aclaraciones y argumentos de peso… Pero no ahora. Tenía miedo de que la conversación tomase un cariz demasiado «profundo» y recalase en los primeros días de la instrucción, es decir en la chapuza de Volodya. No, Konstantín Mijáilovich no tenía ánimo de afrontar esta cuestión, pues su amistad con Lártsev no era ningún secreto ni para el coronel ni para sus subalternos. De manera que iba a tener que disimular, hacer ver que no se había percatado de nada y con esto dar fe de su propia insolvencia profesional, o si no, buscar alguna excusa al hecho de haber hecho la vista gorda a la negligencia del comandante Lártsev. Por todas estas razones, Olshanski se limitó a suspirar y a darle a Gordéyev una respuesta sobria:

– Me basta con sus palabras, goza de mi absoluta confianza. Haré público el auto el primer día laborable del nuevo año, ya que el 3 de enero vence el plazo de los dos meses. ¿Le parece?

– Gracias, Konstantín Mijáilovich, haré todo lo que esté en mi mano para no dejarle en mal lugar.

El juez de instrucción colgó, arrojó con enfado las gafas sobre la mesa y se cubrió los ojos con las manos. Le hubiese gustado saber si Kaménskaya había compartido sus observaciones con sus superiores. Ojalá que no. ¿Y si lo había hecho? Entonces, el taimado de Gordéyev, ese viejo zorro, le habría dado a Olshanski, como se decía popularmente, gato por liebre. El coronel era muy consciente de que las chapuzas de Lártsev le tapaban la boca y de que no se atrevería a cuestionar su decisión, de forma que ahora tenía carta blanca para hacer con el caso de Yeriómina lo que le saliera del alma sin temer a que el juez le parase los pies. ¿Pero qué era, exactamente, lo que se proponía el Buñuelo? ¿Y si, conociendo como conocía el talante apocado del juez de instrucción, le había pedido algo que no tenía nada que ver con los intereses de la justicia? Eran tan diferentes el coronel Gordéyev y el consejero de justicia mayor Olshanski. Gordéyev creía ciegamente en la profesionalidad y la honradez del juez. Konstantín Mijáilovich, por su parte, no creía a nadie y no confiaba en nadie, llevaba grabada en su mente la convicción de que el hombre más recto, el especialista más competente sólo era un ser humano, y no una máquina pensante ajena a las emociones y enfermedades.

«Dios mío, el pelo se le ha vuelto completamente blanco desde que murió Natasa», pensó Olshanski observando a Volodya Lártsev, que charlaba animadamente con Nina y sus hijas. Nina Olshánskaya mimaba mucho a Lártsev desde que se había quedado viudo; durante las vacaciones escolares, si llevaba fuera a sus propias hijas, se preocupaba de que Nadiusa la acompañara, le invitaba cada poco a cenar o a compartir comidas dominicales, le ayudaba a conseguir artículos difíciles de encontrar en las tiendas. A veces decía en broma: «Ahora tengo un marido y medio, y tres hijas.»

– ¿Por qué uno y medio, y no dos? -preguntó Konstantín Mijáilovich cuando se lo oyó decir por primera vez.

– Porque Volodya no da de sí para ser un marido completo: yo cuido de él, pero él de mí nada -se rió su mujer.

Ahora, mientras miraba a su mujer y a su amigo, que parecían haberse olvidado de él, luchaba por reunir el valor necesario para pronunciar la primera frase en cuanto Nina saliese de la cocina. Al final, ésta se fue a hacer una llamada, Konstantín Mijáilovich respiró hondo y formuló su pregunta:

– ¿Te encuentras bien, Lártsev?

Dios sabía cuánto esperaba Olshanski ver asomar a la cara del amigo una divertida perplejidad, escuchar su breve risa, tan familiar, y una respuesta burlona. Pero Volodya entornó los ojos, que en ese momento parecieron helarse, y las esperanzas del juez se desvanecieron en el acto.