En realidad, volver al piso vacío no le apetecía nada pero esperó educadamente a que su compañera la invitase.
– Déjate de tonterías -contestó despreocupadamente Rita, una niña alta y desgarbada, cuyas mejores notas eran aprobados, y que no reconocía las palabras «tener que»-. Vamos a mi casa. Hoy la abuelita hace empanadas. Anda, ven conmigo, al menos comerás algo bueno por una vez.
– Le he prometido a papá que después del cine volvería a casa en seguida. Se enfadará -se resistió Nadia a sí misma, sin ganas.
Últimamente, una buena comida casera, buena de verdad, era una rareza en su casa: el padre no sabía cocinar y ella tampoco. Mientras vivía mamá… Además, las empanadas de la abuela de Rita eran famosas entre todas las compañeras de la clase. Eran unas auténticas obras de arte.
– ¡Déjate de tonterías! -repitió Rita; era su frase favorita-. Le llamarás y le dirás que estás conmigo. Si hace falta, la yaya hablará con él. Mira, si son las tres solamente. Venga, vamos.
Y Rita, altísima para su edad, le pasó a su amiga un brazo por los hombros con gesto protector.
Las niñas doblaron la esquina y en ese momento Nadia vio con el rabillo del ojo a la Barbie rubia. El coche pasó lentamente a su lado, doblando a la derecha también y se detuvo antes de llegar al cruce, detrás del cual había primero un edificio de cinco plantas y luego otro de dieciséis, en el que vivía Rita. Por un momento, un mal presentimiento le encogió a Nadia el corazón pero, al fin y al cabo, no estaba sola sino acompañada de una amiga, e iban juntas a su casa, donde las esperaba su abuela. Cuando ella, Nadia, saliera para volver a casa, el coche ya se habría marchado. Por algún motivo la niña estaba absolutamente convencida de que así sería…
Sin embargo, el coche no se había marchado. Había luz en su interior y pudo ver con todos los detalles la muñeca Barbie, desafiantemente elegante en su traje de noche, de color rojo intenso y adornado con lentejuelas. Nadia se asustó pero acto seguido intentó dominarse. ¿Por qué había decidido que el coche la esperaba precisamente a ella? Estaba parado, y parado seguiría.
Con resolución, la niña se encaminó hacia el cruce y luego hacia la tienda de calzado. Al llegar hasta la tienda, torció a la derecha en dirección a su casa, y se sintió más tranquila. Aquí había más luz, las farolas estaban encendidas, transitaba gente. Pero pronto vio el coche de antes, que se deslizó a su lado y, haciendo destellar las luces rojas de los frenos, se detuvo delante de su portal. Nadia aminoró la marcha y se puso a recordar lo que se debía hacer en esa situación. Ya, aquí estaba, tenía que encontrar a alguien paseando a un perro. Papá le había explicado que si veía a alguien pasear a un perro, lo más probable era que viviera por el barrio, por lo tanto, se podía dar por descartado que tuviera algo que ver con los desconocidos que la habían asustado. Normalmente, los desconocidos que seguían a niñas pequeñas procuraban hacerlo lo más lejos posible de sus propias casas. Lo mejor sería buscar a una mujer con un perro. Y mejor aún, que el perro fuese grande.
Nadia miró a su alrededor. Allí sólo había casas sin un solo jardincillo, donde hubiese sido fácil encontrar a algún «perrero». Pero sabía que, con toda seguridad, junto a su casa vería a alguno. Por allí solían deambular varios, porque no lejos de allí había un gran patio ajardinado. El único inconveniente era que iba a tener que pasar al lado de aquel coche. Pero quizá habría suerte y encontraría a alguien capaz de ayudarla antes de llegar a la altura del automóvil.
Así fue, hubo suerte. A unos quince metros del coche vio a una mujer ataviada con téjanos, chaqueta y gorro deportivo, que le pareció simpática y que caminaba al lado de un doberman enorme, de aspecto amenazador. Nadia llenó de aire los pulmones y pronunció la frase que había preparado de antemano:
– Disculpe, ¿puedo pedirle un favor? ¿Sería tan amable de acompañarme hasta mi portal? Vivo en aquel edificio de allí pero me da miedo entrar sola, está a oscuras, no hay luz y algunos niños hacen gamberradas y asustan a la gente.
No sabía por qué pero no se decidió a decirle a la mujer ni una palabra del coche verde con la muñeca dentro, no quería parecer ridícula. Un portal oscuro era otra cosa, era algo sencillo y fácil de entender para cualquiera. El coche, en cambio… Tal vez sus temores eran vanos.
– Claro que sí, enanita, vamos allá, te acompañamos. ¿Verdad? -le dijo la mujer al doberman.
A Nadia no le gustó nada lo de «enanita» pero de todas formas le agradecía profundamente a la desconocida su comprensión. Al pasar junto al coche, hizo un esfuerzo por no echarle otro vistazo a la muñeca: el habitáculo volvía a estar bien iluminado. La Barbie era tan deslumbrante que incluso le llamó la atención a esa mujer adulta.
– ¡Fíjate qué preciosidad! -exclamó con admiración, a punto de detenerse delante del coche.
Pero Nadia bajó la cabeza, apartó la vista y aceleró el paso.
Avanzaban despacio porque el perro no dejaba de pararse junto a cada árbol y matorral, cada pared de cada edificio que pasaban, para olfatearlos. Al final llegaron junto al portal. La mujer entró primero y, aguantando la puerta para Nadia, le dijo en tono de reproche:
– ¿Por qué me has engañado? Aquí hay mucha luz, todo está bien iluminado, todas las bombillas están en su sitio. ¿No te da vergüenza?
Nadia buscó con dificultad una justificación y ya estaba abriendo la boca para balbucear algo, como que, por ejemplo, llevaban un mes sin luz y que probablemente acababan de arreglarla ahora… A sus espaldas se oyó el golpe suave de la puerta… Quiso volverse para ver quién había entrado pero por algún motivo no pudo. De pronto, sus piernas se volvieron de algodón y sus ojos se llenaron de oscuridad.
Arsén estaba contento. El chaval había hecho un buen trabajo. Todo el entrenamiento, todas las enseñanzas que recibió desde la edad más tierna, todo el dinero que habían gastado contratando a profesores particulares primero y luego a entrenadores no habían sido en vano. No los habían contratado porque fuera mal estudiante, en absoluto, desde que entró en el colegio no bajó de sobresaliente. Pero ¿qué significaba descollar en los estudios respaldados por un sistema tan miserable? Desde luego, no que los conocimientos del alumno fuesen sobresalientes sino que sabía un poco más que los otros alumnos de su curso. Y lo que Arsén quería era que el chico obtuviese conocimientos reales y no «comparados», que recibiese una educación de verdad.
Arsén, que llevaba toda la vida trabajando en un organismo directamente relacionado con el servicio de inteligencia, se daba perfecta cuenta de que un agente fichado no era lo mismo que un agente infiltrado. Los traidores no le merecían mucha confianza. Evidentemente, en la gran mayoría de los casos se veía obligado a recurrir a promesas y amenazas, aprovechar las dificultades materiales, la codicia, el miedo, las debilidades y las pasiones. Pero también había gente a la que Arsén podía acudir para que le ayudase a resolver problemas que planteaban a su Oficina diferentes grupos criminales. Por supuesto, tenía algunos clientes individuales, como, por ejemplo, Grádov, pero no era frecuente, pues los servicios de Arsén eran increíblemente caros y sólo organizaciones que obtenían grandes beneficios podían permitírselos. Además, en realidad, Grádov no iba solo por la vida. Todo el lío se armó precisamente cuando sus fuentes de financiación se encontraron bajo amenaza.
Cierto, Arsén tenía a su disposición a gente de otra clase también, pero por el momento eran pocos. La Oficina y la táctica de su implantación en las subdivisiones del Ministerio del Interior no estaban todavía afinadas a la perfección pero los primeros resultados ya se dejaban notar.
Esos otros ayudantes suyos habían sido fichados cuando eran todavía unos críos, antes de hacer el servicio militar, para que los años de instrucción castrense no pasasen en balde, para que el candidato aprendiese todo cuanto pudiera: en el trabajo policial, las experiencias que proporcionaba el Ejército siempre resultaban útiles. Por lo común, se fichaba a los que, al ser llamados a filas, dejaban en casa a padres ancianos y con pocos medios de vida, novias embarazadas o esposas jóvenes y madres de hijos de corta edad. Al separarse de la familia para dedicar dos años de su vida al Ejército, se les prometía cuidar de los suyos, protegerles, ayudarles económicamente. A cambio, el candidato se comprometía a cumplir con el Ejército a conciencia, esforzarse por asimilar la ciencia militar, ganar insignias y diplomas, desarrollar musculatura y, una vez licenciado, matricularse en la Academia Superior de Policía y seguir las instrucciones de Arsén y su gente. En este apartado, Arsén era partidario acérrimo del carácter voluntario de la colaboración, pues suponía que los aliados y seguidores más fieles eran los que obraban por convencimiento. Por eso, si algunos de los recién licenciados, tras volver junto a sus familias, que durante dos años habían vivido a mesa puesta con el dinero de la Oficina, no daban señales de vida, Arsén prohibía terminantemente buscarlos u obligarles a dar explicaciones. Si alguien faltaba a la cita, significaba que había cambiado de opinión. Si había cambiado de opinión, entonces no estaba convencido. Si no estaba convencido, era capaz de «dar el cante», «chivarse», «derrotarse». En cuanto al dinero que se había invertido en el «rajado» durante dos años, bueno, al cuerno con el dinero, tampoco era tanto, teniendo en cuenta el volumen de negocios de Arsén; también era cierto que el dinero no daba felicidad y, además, cualquier proceso productivo implicaba costes. En cambio, los que volvían tras cumplir el servicio militar y se personaban con puntualidad en el lugar indicado por su «fichador», eran fiables al ciento por ciento. Ésos ingresaban en la academia de policía, algunos de ellos ya habían terminado los estudios y estaban trabajando en organismos del Interior de Moscú. Especialistas competentes, bien preparados, magníficamente avalados por el Ejército y la academia, poseedores de buenos conocimientos y músculos de hierro, realizaban con éxito tanto su trabajo profesional como los encargos de la Oficina.