– ¿Quién te ha dicho que lo de parar el caso es un cuento?
– Lo he entendido yo sólito. Si te has percatado de lo que yo había hecho en aquellos primeros días, también habrás comprendido por qué lo hice. Y si es así, no te echarás atrás. Ni tú ni el Buñuelo. Os conozco demasiado bien.
– ¿Y Kostia qué dice?
– Dice que me has pescado y que de un momento a otro me vais a armar un cirio. Asia, ¿qué tiene que ver Olshanski con todo esto? La orden de suspender un caso es sólo un papelito, le afecta al juez de instrucción, no a nosotros. El juez se lo guarda en su caja fuerte y se olvida de él hasta que le traemos entre los dientes la información que permite continuar con la investigación. Es el juez quien deja de trabajar en el caso, no nosotros. Por eso quiero que le eches el freno. Son las once y media. Me llamarán a las dos de la madrugada y deberé darles garantías de que dejarás el cadáver de Yeriómina en paz. Asia, te lo suplico, Nadia tiene que volver a casa cuanto antes. Tal vez no le hagan daño pero está asustada, puede sufrir un trauma nervioso. Ya se las pasó canutas cuando Natasa… -Lártsev se cortó y calló unos instantes-. Es decir, Anastasia, ten en cuenta que si algo le ocurre a Nadia, tú serás la única culpable. Y no te lo perdonaré. Jamás.
– ¿Y tú, Volodya? ¿No eres culpable de nada? ¿No tienes nada que reprocharte?
– ¿Qué quieres que me reproche? ¿Que me preocupo de la seguridad de mi hija? Me ficharon casi inmediatamente después de morir Natasa. Había hablado con mi suegro, está categóricamente en contra de venir a vivir a Moscú. Tiene en Samara a sus hijos y nietos; además, ¿cómo cabríamos todos? No puedo comprarme un piso grande, no tengo dinero; a ellos, cambiar su vivienda por un piso en Moscú les sería imposible, todo lo que tienen son dos habitaciones en un piso comunal. Mi padre es un anciano enfermo y desvalido, necesita cuidados, de modo que tampoco puedo dejarlo con Nadia. Créeme, he pensado en un montón de variantes. Incluso quise contratar a alguna mujer, una chacha o algo así, para que cuidase de la niña pero resultó que no podía permitírmelo. Quise cambiar de trabajo pero tampoco salió.
– ¿Por qué?
– Porque los empleos que precisan de mis conocimientos los ronda la mafia, y volvería a tener que elegir entre convertirme en criminal o temblar día y noche de miedo por mi hija. Tendría que conformarme con un puesto que no requiriese mis calificaciones y con un salario aún más bajo, y no me lo puedo permitir. ¿Tienes idea de lo que vale la ropa infantil? ¿Y el colegio de Nadia? Claro, cómo vas a saberlo, estás por encima de todo esto, no tienes hijos de los que preocuparte.
– Volodya, ¿a qué viene…?
– Perdona, Asia, se me ha escapado sin querer. Tienes que comprenderme, no me quedaba otra salida.
– Podías habérselo contado al Buñuelo. Seguro que se le habría ocurrido algo. ¿Por qué no has hablado con él?
– No lo entiendes, Asia. No soy el único. Hay otros muchos como yo, muchísimos. No puedes ni imaginarte hasta dónde llegan sus redes, a cuántos tienen atrapados en ellas. Cualquiera puede acabar trabajando para ellos, incluso, si quieres, cualquiera de nosotros.
– ¿El Buñuelo también?
– También el Buñuelo.
– No me lo creo. Esto es imposible.
– No te digo que sea así. Sólo quiero que entiendas una cosa: pueden encontrar por dónde agarrar a prácticamente cualquiera porque disponen de informaciones completísimas y saben de cada uno de nosotros más que nuestras propias madres. Por recto que sea el Buñuelo, al intentar ayudarme, tarde o temprano tropezaría con uno de sus hombres que les informaría de lo que ocurre, y a mí me apretarían los tornillos. Si pudiera tener la seguridad de que en toda la PCM soy el único degenerado de esta clase, no dudaría ni un segundo, iría corriendo a pedir ayuda al Buñuelo. O, por ejemplo, a ti. Pero el problema es que somos muchos y no nos conocemos entre nosotros.
– ¿Resulta que nos controlan en todo y estamos absolutamente indefensos ante ellos?
– Resulta que sí.
– Por lo menos, ¿sabes quiénes son? Vamos, siéntate ya, deja de apuntalar la puerta, lo que tenemos que hablar no se despacha en cinco minutos. De paso, quítate la chaqueta.
Despacio, como de mala gana, Lártsev se separó de la puerta, se quitó la chaqueta y la dejó caer sin cuidado sobre el suelo. Nastia se dio cuenta de que Lártsev apenas si se tenía en pie, por lo que sus movimientos eran titubeantes, inseguros. El hombre miró el reloj.
– Tengo que marcharme antes de que cierren el metro. Me llamarán a las dos.
– No importa -sonrió Nastia-, llamarán aquí. Saben perfectamente dónde estás, ¿no? Además, les resultará mucho más agradable poder por fin hablar conmigo para comprobar que no les has engañado y que, en efecto, has conseguido asustarme. Así que, ¿qué sabes de ellos? -dijo, y repitió su pregunta cuando Volodya se dejó caer en el sillón frente a ella.
– No mucho. Sólo han recurrido a mí en dos ocasiones, cada vez por un caso distinto. La primera fue hace un año y pico. ¿Te acuerdas del asesinato de Ozer Yusúpov?
Nastia asintió con la cabeza.
– Pero fue resuelto. ¿O no?
– Lo fue -confirmó Lártsev-. Pero había un detalle peliagudo… En pocas palabras, hacía falta suprimir las declaraciones de uno de los testigos presenciales. No tenía nada que ver ni con las pruebas de la culpabilidad del acusado, ni con el lado objetivo del cuerpo del delito. De todos modos, se trataba de un asesinato especialmente grave, tanto si figuraba aquel testimonio como si no. Lo que cambiaba de forma radical era el móvil del crimen. Tal vez recuerdes que lo presentamos al juzgado como un delito contra el orden público. Pero aquel testigo había oído al criminal hablar con Yusúpov, y su conversación evidenciaba que Yusúpov tenía tratos con uno de los bancos utilizados para el lavado del dinero obtenido de exportaciones ilegales de armas y materias primas estratégicas procedentes de Izhevsk. Yusúpov había metido la mano en el bote, se había embolsado un dineral y el director de su banco sufrió un castigo ejemplar, del que se acordarán generaciones venideras. Este era el testimonio que había que suprimir como si no se hubiera prestado nunca.
– ¿Cómo lo hiciste? ¿Robaste el protocolo del expediente?
– Oye, no me insultes. Se puede quitar un protocolo del expediente, no hace falta ser un lumbrera para esto, pero ¿y la memoria del que condujo el interrogatorio? Lo que se hace es introducir en el expediente otro protocolo, según el cual el testigo de marras reconoce que, cuando se le interrogó por primera vez, se encontraba bajo los efectos de las drogas y que en el momento de la comisión del crimen no vio ni oyó nada a las claras, puesto que poco antes se había pinchado y estaba esperando el «colocón». Y nada más.
– ¡Véase la clase! -dijo Nastia con admiración-. ¿Cuánto te pagaron por hacerlo?
– Nada. Me tienen agarrado por Nadia, no por el bolsillo. El miedo, Asia, es un estimulante mucho más poderoso que la codicia. Lo que me sorprende es cómo sigues aguantando tanto tiempo sin asustarte.
– ¿Quién te ha dicho que no estoy asustada? He cambiado incluso las cerraduras, sin mencionar ya que le he pedido a Chistiakov que se instale aquí.
– Dicen que ya no te pones al teléfono.
– Procuro evitarlo.
– Es inútil, Asia, ya lo has visto. Aunque no temas por el padrastro, que puede valerse por sí mismo… Aunque tu madre esté lejos… Aunque no sea fácil pillarte… Pero no abandonarás a su merced a una niña de once años, ¿verdad?
– Verdad. Bueno, ¿qué hacemos, Lártsev? Tenemos dos horas para encontrar un modo de liberar a tu hija. Primero, explícame cómo ha ocurrido.
– Ayer la llevé a casa de los Olshanski. Kostia estuvo dando rodeos, luego dijo que sospechabas de mí y que habías vuelto a hacer todo el trabajo del caso de Yeriómina. Yo, por supuesto, me alegré. Si alguien había detectado mis triquiñuelas, no podrían seguir utilizándome y me dejarían en paz. Se lo comuniqué aquella misma noche. Y hoy se han llevado a Nadia y me han dicho que tengo que hacer todo lo que esté en mi mano para obligarte a cambiar de conducta. Si ya sospechas de mí, puedo actuar sin tapujos, porque de un modo u otro te las arreglas siempre para eludir presiones indirectas.