Morózov supo llegar también hasta ese tío Pasha, Kostiukov Pável Ivánovich, que había alquilado su casa por el plazo de un mes. Vivía en el pueblo vecino de Yajromá, junto con su hija, cuidaba de los nietos y alquilaba su casa encantado en cualquier época del año y por cualquier plazo de tiempo. Según el dueño de la casa, ninguno de los «tíos cachas» que acompañaron a Vica en el tren y luego compartieron con ella el techo de la casa del pueblo de Ozerkí correspondía a la descripción del hombre que había negociado con Pável Ivánovich el alquiler. Según el testimonio de éste, se trataba de un señor de aspecto distinguido de unos cincuenta años (quizá era algo más joven pero no cabía duda de que «había rebasado ya los cuarenta») y que inspiraba confianza. Pagó el alquiler por adelantado y no regateó, aunque el astuto abuelo le pidió un precio altísimo con vistas a una larga discusión y un importante descuento que le produciría al nuevo arrendatario la impresión de que había sabido hacerse valer y había obtenido condiciones ventajosas.
¿Cómo dar con el misterioso inquilino? Morózov no tenía ni la más remota idea. Kostiukov nunca le pedía la documentación a sus inquilinos, siempre que le pagasen por adelantado. Por supuesto, no era muy legal pero en la policía local todos conocían a Pável Ivánovich y hacían la vista gorda si no registraba a los inquilinos. Sobre todo porque en verano el viejo sí que cumplía rigurosamente con la ley. Por otra parte, en otoño, cuando las carreteras estaban llenas de barro, no le apetecía nada, pero que nada, desplazarse desde Yajromá al Kilómetro 75 con tal de legalizar la situación de sus inquilinos. No obstante, Kostiukov nunca se olvidaba de dejar constancia de todos los detalles relacionados con aquella casa en una gruesa libreta de colegio, donde Morózov encontró una mención del alquiler de la casa de Ozerkí por un plazo de un mes a partir del domingo 24 de octubre hasta el martes 23 de noviembre, pactado el sábado 23 de octubre por la tarde.
Después de esto, Yevgueni se confió a la suerte y, sin pensarlo dos veces, se precipitó a rastrear el itinerario automovilístico que unía Moscú con Yajromá. Supuso que el hombre que había alquilado la casa de Kostiukov habría ido allí en coche. Si eso fuera así, habría una esperanza, por débil que fuese. Pero si había ido a Yajromá en tren, entonces ya no habría nada que hacer. Durante toda la semana que Kaménskaya pasó en el extranjero, él estuvo pateando, metro tras metro, la carretera de Dmitrov, maldiciendo el aguanieve, el viento, el barro por el que chapoteaba y su catarro, a estas alturas ya permanente; y deteniéndose junto a cada puesto de vigilancia vial de la policía de tráfico para hacer al guardia una única pregunta: si había parado por una infracción o para una comprobación de rutina a algún conductor el sábado 23 de octubre.
Se le entregaba una abultada carpeta que contenía los protocolos del mes de octubre y Yevgueni copiaba diligentemente todos los datos de los conductores que habían parado en aquel puesto aquel día. No buscaba nada en concreto, ya que se daba perfecta cuenta de que el conductor podía ser tanto el propio arrendatario como cualquier otro. Además, Morózov estaba plenamente convencido de que, si el hombre en cuestión se hubiera desplazado a Yajromá en coche, habría ido acompañado por uno de los «tíos cachas» que al día siguiente se instalarían en Ozerkí junto con Yeriómina. ¿Cómo podía ser de otra forma? Los vecinos del pueblo habían visto a los nuevos inquilinos pero ninguno de los testigos recordaba que hubiesen preguntado por el camino hacia la casa de Kostiukov.
Lo cual significaba que ya conocían el camino. Dedujo que, el día anterior, tras haber pagado el alquiler y recibir las llaves, el arrendatario debió de haber ido a Ozerkí, donde encontró la casa y se la mostró a su acompañante, para que al día siguiente la extraña comitiva no diese la nota en todo el pueblo con sus interminables indagaciones.
Morózov tenía una incógnita más: ¿cómo era que, el sábado 23 de octubre, el arrendatario supo encontrar la casa de Kostiukov sin hacer, al parecer, una sola pregunta a los vecinos de Ozerkí? Alguien vio y recordó al grupo que llegó el domingo, en cambio, esos dos hombres (¿o era uno solo?; no, lo más probable era que fueran dos) que habían llegado en coche el sábado y buscaron la casa del tío Pasha, pasaron completamente desapercibidos. Parecía muy raro, pero Yevgueni no conseguía dar ninguna explicación a este hecho. Era lo de menos, seguía convencido de que en el coche que estaba buscando iban dos personas como mínimo. Por supuesto, siempre que tal coche existiera. Morózov ahuyentó la idea de que pudieron haber hecho el viaje en tren porque esa idea le dejaba sin la menor perspectiva de obtener el éxito.
En una comisaría de policía de tráfico le preguntaron:
– ¿A quién buscas, capitán? ¿Tal vez le conocemos?
– Ojalá lo supiera -suspiró Morózov con pesadumbre-. Por si acaso voy mirándolo todo, igual tengo suerte.
– ¿No sabes cómo se llama?
– No.
– ¿Y la marca del coche?
– Tampoco. Es posible que pasaran por aquí sin que nadie les parase.
– Vaya faena, chico -dijo un sargento de policía de tráfico entrado en años-, no te arriendo la ganancia. ¿Sabes lo que puedes hacer? Pregunta por los alrededores de Ikshá. A finales de octubre tuvieron una emergencia cuando dos menores se escaparon del correccional, durante una semana larga registraron todos los coches hasta que cogieron a los chavales. ¿Adónde iba tu cliente?
– A Yajromá.
– Entonces, de ninguna de las maneras pudo haber obviado Ikshá. Si fue durante aquella semana, cuando hubo controles en la carretera, por narices tenían que pararle y tomarle la filiación.
Morózov salió para Ikshá zumbando. Y en efecto, allí la suerte le sonrió. Justamente el día anterior, el viernes 22 de octubre, del correccional de menores situado en Ikshá se habían fugado dos adolescentes. Aunque llamarles adolescentes no era del todo exacto, pues ambos habían cumplido ya los dieciocho años y estaban esperando el transporte que les llevaría a terminar de cumplir sus considerables condenas en una penitenciaría de adultos. Ambos fugitivos habían sido procesados por el mismo delito, atraco a mano armada con asesinato, habían cumplido en el centro de menores algo menos de un año e iban a pasar los nueve restantes en condiciones mucho más severas y mucho menos confortables. Por lo visto, la fuga había sido organizada desde el exterior. Los muchachos estaban clasificados como delincuentes peligrosos, propensos a utilizar la violencia, por lo que, tan pronto como se hubo detectado su fuga, el pueblo de Ikshá fue bloqueado, y eludir los controles para entrar o salir de allí resultó imposible. Se había recibido información fidedigna de que los fugitivos se ocultaban en algún sitio en un radio de diez kilómetros, y la policía pudo echarles el guante al quinto o sexto día, cuando intentaban abandonar el pueblo…
La noche del mismo día, Morózov tenía sobre su mesa la lista increíblemente larga de los conductores, y sus vehículos, que habían cruzado Ikshá dirigiéndose a Yajromá el día 23 de octubre. Podía empezar a cribarla.
Kostiukov sostenía que el hombre que quería alquilarle la casa había ido a verle después de comer. Por consiguiente, los primeros en ser eliminados de la lista fueron los que habían hecho el trayecto Moscú-Yajromá antes de las doce del mediodía y después de las seis de la tarde. Les siguieron los camiones que se dirigían a destinos lejanos, los coches que transportaban familias con niños pequeños (a condición, claro está, de que entre los pasajeros sólo hubiera un hombre), luego les llegó el turno a los automóviles sin pasajeros, cuyo conductor o bien no tenía la edad aproximada del arrendatario, o bien era mujer.