– Y que lo digas -confirmó Nastia con tristeza-. Déjame que al menos prepare la comida. ¡Ay, Señor, cómo he podido meter la pata de este modo! La niña me da mucha pena, y Lártsev también.
– ¿Y tú misma no te das pena?
– También yo me doy pena. ¡El caso era tan interesante, un verdadero rompecabezas! Tengo ganas de llorar de rabia. También me da pena Vica Yeriómina. Ya sé por qué la han matado. Aunque, si quieres que te sea franca, estaba segura de que no consentirían que yo sacase esta historia a la luz del día. Lo único que no sabía era en qué momento me pararían los pies y cómo lo harían exactamente. En otros tiempos me habría llamado el jefe de la PCM para ordenarme educadamente dejar el caso y ocuparme de otro crimen, cuya investigación sería mucho más peligrosa y complicada, por lo que había que asignarlo a lo mejorcito del personal. Y yo debería haberme sentido honrada porque su excelencia me hubiera llamado a mí y, dada la gran estima que le merecían mis conocimientos y capacidades, me hubiera pedido personalmente que tomara parte en la fiesta nacional de la busca y captura de un asesino sanguinario y temible. O alguna cosa de este género. Luego, el Buñuelo suspiraría con pesar y me aconsejaría que no me preocupase, aunque él mismo estaría rabioso y por lo bajo seguiría haciendo las cosas a su manera pero en solitario, para evitarme las iras de los jefes. Antes, todo se conocía de antemano: sus métodos y nuestras reacciones. Ahora, en cambio, se arma cada barullo; una nunca sabe quién, dónde, en qué momento y de qué manera querrá meterte en cintura. Y no hay quién se salve de esa gente. Por cada desgraciado polizonte indigente hay demasiados ricos que pueden pagarse gorilas que nos harían pasar por el aro incluso si, de repente, todos sin excepción nos volviésemos honrados, desinteresados y aceptásemos de buena gana vivir en apartamentos minúsculos compartiéndolos con los hijos y con los padres parapléjicos, sin posibilidad alguna de contratar a una enfermera cualificada para que los atienda. ¡Qué te voy a contar! Llevas toda la razón, Liosik, los perros están peleando por su hueso. Y una joven lo ha pagado con su vida…
Al repasar la lista de las visitas a domicilio para organizar su itinerario de la forma más racional posible, Támara Serguéyevna Rachkova vio que una de las direcciones estaba al lado de su casa. Esto le venía de perlas. Támara Serguéyevna decidió visitar al enfermo y luego pasar por casa, tomar un té y de paso llamar a Gordéyev. Támara Serguéyevna vivía muy lejos de la clínica, por lo que en los días en que su turno empezaba a las ocho de la mañana tenía que madrugar mucho y hacia las once solía asaltarla un hambre canina.
Al entrar en el piso, en seguida oyó voces que llegaban desde el salón. «Otra vez están aquí los filatelistas», comprendió Rachkova. Su marido se había jubilado hacía poco y se dedicaba de lleno a su gran afición, repartiendo su tiempo entre intercambios, compras, ventas, exposiciones, simposios y publicaciones especializadas sin fin, e incluso dando alguna que otra conferencia. La gente entraba y salía de su casa, el teléfono sonaba tan a menudo que en ocasiones ni los hijos de los Rachkov, ni los amigos y compañeros de la propia Támara Serguéyevna conseguían comunicar con ellos durante varios días. Todo esto condujo a que, con ayuda de amistades y obsequios, en el piso apareciera un segundo teléfono y una segunda línea, destinados exclusivamente a los filatelistas, y su vida retornó a la normalidad.
Quedamente hasta donde se lo permitía su constitución, Támara Serguéyevna entró en la cocina, puso la tetera en el fuego y se sentó junto al teléfono.
– Su Kaménskaya lo tiene muy mal -le comunicó a Gordéyev en voz baja.
– ¿Qué le pasa? -se alarmó el Buñuelo.
– Primero, está enferma de verdad. Le recomendé muy en serio que ingresara en el hospital, me sobraban motivos para hacerlo.
– ¿Qué le contestó?
– Se negó en redondo.
– ¿Razones?
– La están vigilando y lo hacen sin el menor disimulo, de la forma más descarada. Esto es lo segundo. Y tercero, me ha encargado decirle que usted tenía la razón. Quería hacer mucho más pero no puede porque ha empeñado su palabra y tiene que mantenerla.
– La ha empeñado, ¿a quién?
– Víctor Alexéyevich, se lo he repetido todo al pie de la letra. No me ha dicho nada más.
– Támara Serguéyevna, ¿ha podido formarse alguna impresión personal de la situación?
– Bueno… Más o menos. Kaménskaya está deprimida, angustiada, sabe que la están vigilando. Creo que se niega a ingresar en el hospital porque se le ha prohibido abandonar la casa so amenaza de causar disgustos a un ser próximo.
– ¿Está sola en el apartamento?
– La acompaña un tipo pelirrojo y desgreñado.
– Le conozco, es su marido.
– No es su marido -replicó Rachkova, acostumbrada a llamar a las cosas por su nombre.
– Bueno, eso es lo de menos -se desentendió Gordéyev-. Compañero. ¿Quién la vigila?
– Un jovencito de cara seráfica. Está sentado en una ventana de la escalera, en un rellano.
– ¿No ha visto a nadie más?
– A decir verdad, no se me ocurrió mirar. En éste me fijé solamente porque subió la escalera para ver quién llamaba a la puerta de Kaménskaya.
– Vaya descaro -observó Víctor Alexéyevich.
– Ya se lo he dicho, no se oculta. Me parece que lo hacen para coaccionarla.
– Es muy posible -asintió el coronel reflexionando-. Muchas gracias, Támara Serguéyevna. No se puede imaginar cuánto ha hecho por mí.
– Cómo que no, claro que puedo -sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.
Al terminar la conversación, se giró para apagar el fuego bajo la tetera, que había empezado a hervir, y vio a su marido, que entraba en la cocina.
– No te he oído llegar, mamita mía -dijo éste acercándose y dándole a su mujer un beso en la canosa coronilla.
– Cómo ibas a oírme, si de nuevo tienes allí a la asamblea de los fanáticos del sello. Un día nos robarán el piso y tampoco lo oirás, con el jaleo que organizáis.
– No es cierto, mami -se ofendió el marido-, no ha habido casi nada de jaleo. ¿Vas a quedarte en casa?
– No, me tomaré el té y volveré a marcharme, Hoy tengo muchas visitas, hay una nueva epidemia de gripe.
– No me dirás que todo el mundo está con la gripe, ¿verdad? -preguntó el esposo, que no reconocía más que dos diagnósticos, el infarto y el coma insulínico, y consideraba todas las demás dolencias una artimaña para escaquearse de las obligaciones laborales-. Seguro que la mitad de tus pacientes lo fingen todo. Con ese tiempo tan asqueroso que hace no les apetece ir a trabajar, así que te tienen a ti, viejecita mía, arriba y abajo todo el santo día sin ninguna necesidad.
Támara Serguéyevna se encogió de hombros en silencio, tomó un trago largo del té abrasador y mordió un buen trozo de un bollo generosamente untado de mantequilla y cubierto con una imponente capa de mermelada de naranja. Desde siempre había sido una gran amante de las pastas y de los dulces.
– ¿Cómo va tu espalda? -preguntó.
– Duele un poquito pero ya está mucho mejor.
– ¿Tampoco esta tarde dejarás de ir a vuestro cónclave filatélico?
– Mami, por favor, muestra un poco de respeto hacia mi inocente afición -dijo el marido de Támara Serguéyevna con la sonrisa jugándole en los labios-. Es una ocupación digna e intelectual. No querrás que sucumba a la decadencia, que me dé a la bebida y pase los días enteros jugando al dominó en el patio, ¿verdad?
– Claro que no -convino la mujer apaciguadora, apurando de un trago el té y masticando apresuradamente el último trozo del bollo-. Ya está, papi, me voy, puedes ofrecer el té a tus invitados. ¡Un beso! -le gritó desde el recibidor poniéndose el abrigo y abriendo la puerta.