«Canallas», repetía para sus adentros Víctor Alexéyevich Gordéyev furioso, mientras se dirigía con desidia, a paso lento, desde la estación de metro a Petrovka. A pesar de la proximidad del año nuevo, Moscú estaba llena de humedades que calaban hasta los huesos: lloviznaba y las aceras estaban llenas de charcos. De vez en cuando empezaba a nevar pero la nieve se mezclaba en seguida con el agua y el barro. El cielo estaba gris, plomizo, en total consonancia con el estado de ánimo del coronel Gordéyev. Caminaba encorvado, con las manos metidas hasta lo más hondo de los bolsillos del abrigo y la mirada fija en el suelo.
«¿Qué clavija pudieron haberle apretado a Stásenka? Tuvo que ser algo sencillo pero muy eficaz. Como se dice popularmente, un clavo saca otro clavo. Mientras hacían las cosas de tapadillo, mientras buscaban el modo de asestarle la puñalada trapera, Nastia los lidió lo mejor que pudo. Pero ahora se han abalanzado sobre ella sin tapujos y sin disimulos. Por cierto, el dicho popular no termina así sino que dice: un clavo saca otro clavo, si no, quedan los dos dentro. ¿Cómo sacarlos, pues, de ahí? Ay, ojalá supiera qué clavija le han apretado a Stásenka.»
Había otra cosa que no dejaba de preocupar a Víctor Alexéyevich. ¿Por qué había renunciado Nastia a la ayuda que la doctora Rachkova se brindó a prestarle? Pudo haberla utilizado para remitirle a Gordéyev toda la información necesaria, fuese de forma oral o por escrito, él se habría encargado de buscar alguna solución. ¿Por qué no lo había hecho? El Buñuelo conocía a su colaboradora demasiado bien para pensar siquiera que no se le hubiera ocurrido simplemente. Por descontado que no era eso. ¿Qué, entonces? Gordéyev tenía la sensación de que este hecho encerraba en sí el quid de la cuestión. Nastia, al desaprovechar la visita de la doctora para hacerle llegar una información nueva, valiosa e interesante, con esta misma omisión quería decirle algo. Pero ¿qué? ¿Qué?
De repente, el Buñuelo aligeró el paso, se precipitó como un huracán por los pasillos de Petrovka, 38, irrumpió en su despacho como un rayo, tiró el abrigo, empapado de la humedad de las calles, sobre la silla situada en un rincón y llamó a su ayudante, Zherejov.
– ¿Qué hay por aquí? -preguntó jadeante.
– Nada superurgente -contestó Zherejov con calma-. La rutina de siempre. Te he sustituido en la reunión de esta mañana. Lesnikov ha terminado con la investigación de la violación en el parque Bítsev, el juez de instrucción está muy contento con él. Seluyánov ha vuelto a darle a la botella, tal vez tenga a bien presentarse por la tarde. Resulta que anteayer se las arregló para coger el avión e ir a ver a sus hijos y después de esto, como era de esperar, se encuentra profundamente deprimido. Nos han endosado el asesinato del miembro de la junta directiva del banco Unic, se lo di a Korotkov y Lártsev. Kaménskaya está enferma. Todos los demás permanecen sanos y salvos, continúan con los casos que ya llevaban. ¿Qué tal tu muela?
– ¿Mi muela? -Gordéyev frunció el entrecejo desconcertado-. Ah, ya, gracias. Me han puesto arsénico, resulta que tenía el nervio al descubierto.
– ¿Qué cuentos chinos me estás contando, Víctor? -le preguntó Zherejov bajando la voz-. No tienes dolor de muela, no has ido a ningún dentista. ¿Desde cuándo me mientes?
«Vaya, lo que faltaba, ahora tengo que justificarme delante de Pasha. Dios mío, ¿pero qué habré hecho para merecer estos castigos, por qué tengo que andar todo el tiempo ocultando cosas, mintiendo a diestro y siniestro, mordiéndome la lengua a cada paso? ¿Por qué un ingeniero o un juez de instrucción pueden permitirse ser honrados, francos, sinceros, no mentir sin necesidad y dormir por las noches con el sueño de los justos, y yo no? ¡Qué oficio es éste, maldito de Dios, despreciado por la gente, olvidado por la fortuna! Ay, Pasha, Páshenka, llevas casi dos décadas trabajando conmigo, eres mi mano derecha, mi primer ayudante, mi refugio y mi sostén. Has llorado en este mismo despacho cuando los médicos te dijeron que la mujer a la que querías tenía cáncer, porque eras un hombre casado y no podías pasar a su lado los últimos meses de su vida breve y no excesivamente feliz. Luego has vuelto a llorar pero de alegría, porque los médicos se habían equivocado y tu amada, aunque muy enferma, aún sigue con vida, y lo más probable es que nos sobreviva a los dos. Siempre he confiado en ti, Pasha, y ni una sola vez, ¿me oyes?, ni una sola vez en estos veinte años me has fallado. Nos movemos en órbitas diferentes, porque tú no paras de discutir conmigo y, por lo general, no me das la razón ni en seguida ni después de escuchar mis argumentos. Pero en el proceso de nuestras disputas torneamos y pulimos los planes estratégicos y las operaciones aunque, si he de serte sincero, a veces tengo ganas de matarte. Te falta la fantasía, el vuelo del pensamiento, la creatividad, pero en cambio yo los tengo de sobra, para dar y tomar, en una abundancia que puede resultar peligrosa para los demás. Eres un pedante, eres un plasta, un miedica, eres un gruñón, un quejica, según tu pasaporte tienes ocho años menos pero me llevas setenta en las cosas de la vida. Permanecemos en órbitas distintas pero durante todos estos años te he querido y te he creído. ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Puedes explicármelo?»
El coronel Gordéyev se santiguó mentalmente y tomó la decisión.
– Verás, Pasha -dijo con voz bien modulada e inexpresiva, luchando por dominar el tembleque interior y desoír el repugnante y pegajoso falsete que, malicioso, le susurraba: «¿Y si él, también…? ¿Cómo sabes que no está con ellos?»
Zherejov escuchó al jefe sin interrumpirle. Sus pequeños ojillos oscuros chisporroteaban atentos; la espalda, habitualmente algo encorvada, ahora se le había doblado de modo que parecía que no tenía cuello, ni tampoco pecho, tanto había hundido la cabeza entre los hombros que el mentón parecía haberse adherido para siempre a la mano sobre la que se apoyaba.
A medida que el relato de Víctor Alexéyevich avanzaba, los labios de Zherejov se fueron afilando, hasta que al final, el breve cepillito de su bigote tocó la barbilla. Ahora estaba desafiante, exasperadamente feo y recordaba a un hurón que se encoge antes de atacar.
Cuando Gordéyev se calló, su ayudante permaneció en silencio un rato, luego lanzó un profundo suspiro, enderezó los hombros, estiró los dedos férreamente enlazados y, con un mohín lastimero, se restregó la entumecida espalda.
– ¿Qué me dices, Pasha? -rompió el silencio Gordéyev.
– Varias cosas. Primero, no tiene nada que ver pero te lo diré de todos modos, ya que llevamos mucho tiempo trabajando juntos y, si Dios quiere, tenemos todavía para un buen trecho. Primero, tú sospechas de todos, incluyéndome a mí. Te ha costado iniciar esta conversación porque crees que Lártsev tal vez no sea el único implicado. Ni siquiera ahora sabes a ciencia cierta si cometes un error discutiendo conmigo el caso de Yeriómina. Quiero que sepas una cosa, Víctor, no lo he tomado a mal. Me doy perfecta cuenta de lo duro que ha de ser sospechar de todos aquellos a quienes quieres y respetas. Pero has de reconocer que nuestro trabajo tiene esos lados oscuros, incluso, si quieres, sucios. No podemos evitarlos, no podemos pasarlos por alto, así que no tienes por qué sentirte incómodo. No has sido tú quien lo inventó, y no tienes la menor culpa.
– Gracias, Pasha -dijo Gordéyev en voz baja.
– No hay de qué -se rió Zherejov-. Ahora, segundo. Respóndeme a esta pregunta, Víctor: ¿qué es lo que quieres?
– ¿En qué sentido?
– Tienes dos problemas: el asesinato de Yeriómina y tus subordinados. Comprenderás que no puedes resolver los dos a la vez. No disponemos de muchos efectivos. De aquí mi pregunta: ¿cuál de estos dos problemas quieres resolver y a cuál vas a renunciar?
– Cómo has cambiado, Pasha -observó Gordéyev-. Si mal no recuerdo, no ha pasado ni un año desde que por poco nos peleamos cuando intenté convencerte de que podíamos renunciar a detener a un asesino a sueldo si podíamos obtener a cambio una posibilidad de comprender el funcionamiento de la organización que le había contratado. En aquel entonces protestaste mucho, me amenazaste con miles de castigos divinos que caerían sobre mí por haber traicionado los intereses de la justicia. ¿Lo recuerdas?