– ¿Te has enfadado?
Nastia se puso en cuclillas delante de Liosa, apoyó la barbilla en sus rodillas, abrazó sus musculosas piernas.
– Te has enfadado, ¿verdad? -repitió ella-. Perdóname, Liosik. Tengo toda la culpa, lo he hecho todo mal pero ya me estoy reformando, ahora mismo. No te enfades, te lo suplico, no tengo a nadie más querido y preciado en todo el mundo, y si nos peleamos, sobre todo ahora, cuando todas las cosas se han complicado tanto, será muy duro para mí. Anda, dime que me perdonas.
Nastia seleccionaba y pronunciaba las palabras necesarias mecánicamente, el arrebato de Liosa no la había afectado lo más mínimo. Sabía que tarde o temprano iba a producirse, que Liosa no le iba a consentir por mucho tiempo que le asignase el papel de bobo de una partida de whist y confiaba en que la situación se resolviera antes de que se agotase su paciencia. Se había equivocado en sus cálculos, y encima el chiflado de Lártsev con sus desmanes le había metido miedo a Lioska. Claro que estaba asustado, no había podido evitar sucumbir al terror, tras lo cual era perfectamente lógico y natural que tuviera el deseo de enterarse cuando menos de por qué iban a pegarle un tiro. «Qué bicho -se dijo a sí misma mentalmente-, eres un mal bicho, eres una tonta con exceso de confianza en ti misma. Pretendes combatir a un fantasma y al mismo tiempo te olvidas de los sentimientos humanos más sencillos, entre otros, de los más poderosos, que son el amor y el miedo. Has metido a Lioska en tu apartamento y ni siquiera te has parado a pensar que, con toda seguridad, siente el mismo miedo que sentiste tú misma aquella primera noche, cuando encontraste la puerta abierta. El haber cambiado la cerradura no ha disminuido el peligro en absoluto, pues si pudieron haberse hecho con la antigua llave, también sabrán conseguir la nueva. Entretanto, Lioska ha estado aquí durante varios días, encerrado a solas con su miedo, aunque ponía el gesto de tranquilidad, como corresponde a un hombre. Es más, la propia situación permitía ver sin lugar a dudas que te habías metido en un serio lío, y el chico se dejaba corroer por su temor constante por ti, sin poder calmarse hasta que volvías a casa por la noche, pero tú, bicho ególatra, olvidabas descolgar el teléfono al mediodía y pegarle un telefonazo para que supiera que seguías sana y salva. El amor y el miedo. Lártsev y su hija. El amor y el miedo. Lena Luchnikova y el canalla de su marido. El funcionario del partido Alexandr Alexéyevich Popov y su hijo bastardo Seriozha Grádov. Y otro funcionario del partido, de nuevo Serguey Alexándrovich Grádov y la hermosa desdichada alcohólica y prostituta Vica Yeriómina. Grádov y el fantasma…»
La máquina analítica instalada en la cabeza de Nastia funcionaba imparable, de modo que incluso cuando reflexionaba sobre sus relaciones con Liosa, sus pensamientos retornaban al asesinato de Yeriómina. De hecho, sería mejor contárselo todo de principio a fin, Lioska sabía escuchar con atención, sin perder detalle, y no tardaría en descubrir los fallos lógicos de su relato.
– Éranse una vez dos jóvenes de provincia que habían venido a Moscú a trabajar, Lena y Vitaly… -empezó Nastia, acomodándose detrás de la mesa de la cocina y rodeando con los dedos helados la taza llena de café caliente.
El relato detallado de los sucesos del año setenta le llevó casi media hora. Antes de pasar al asesinato de Vica, Nastia le habló de la editorial Cosmos.
– Según sus reglas, los manuscritos no se devuelven a los autores. Es decir, el autor puede ir a recoger su obra inmortal en cualquier momento pero si no viene a buscarla, nadie se molestará en enviarle el manuscrito que ha sido rechazado. Así se ahorran los gastos postales. Los manuscritos que nadie ha reclamado desaparecen nadie sabe dónde, y luego unos episodios o ideas aislados, extraídos de esos manuscritos, hacen acto de presencia en los libros del famoso escritor occidental Jean-Paul Brizac, de cuyos thrillers se publican grandes tiradas y cuentan con un público lector relativamente numeroso. El juez de instrucción Smelakov, que a su edad decidió hacer sus pinitos con la pluma, describió en su novela la epopeya del asesinato de Vitaly Luchnikov y de la ocultación de los testigos del crimen. Llevó el manuscrito a Cosmos, desde allí lo enviaron derechito al misterioso Brizac y se materializó en forma de la novela La sonata de la muerte. Por supuesto, la novela de Smelakov estaba muy cruda, tratándose como se trataba del primer trabajo de un aficionado, y las manos del maestro Brizac la transformaron en un bombón con envoltura de colorines, pero el hecho de que es un plagio es indiscutible. Sigamos. Una emisora de radio transmite una especie de veladas dedicadas a la lectura, y en una de. ellas se leen, traducidos al ruso, fragmentos del nuevo best-seller. Y Vica Yeriómina tiene la mala suerte de escuchar el programa. Aquello que hacía veintitrés años había ocurrido en su casa, aquello que el juez de instrucción Smelakov vio con sus propios ojos y luego describió en su novela, se ha trasladado a la obra inmortal del misterioso Brizac como uno de los episodios más efectistas y espeluznantes de La sonata de la muerte, que fue la novela que, con fines publicitarios, se leyó desde aquella emisora, que emite en ruso. Pero para Vica se trataba de algo completamente distinto. Aquella escena se había grabado en su cerebro infantil para siempre y, aunque no tiene ni idea de dónde han salido, las rayas sangrientas y la clave de sol trazada con las tizas de colores que usan los sastres invaden sus sueños desde entonces. Por eso, cuando por casualidad oye la descripción de su sueño por la radio, pierde el norte. A partir de entonces, todo hubiera seguido por los derroteros habituales (lo más probable es que le hubieran colgado el sambenito de algún diagnóstico psiquiátrico) si no hubiese sido por Valentín Kosar. Hombre abierto, sociable y, lo más importante, nunca indiferente y siempre bondadoso, le habla de la extraña enfermedad de Vica a cualquiera que quiera oírle, entre otros a su compañero Bondarenko, que trabaja en Cosmos. Bondarenko no puede menos de recordar que ya había leído en alguna parte algo sobre la dichosa clave de sol de color verde. A cualquier otro el detalle le habría entrado por un oído y salido por otro, a cualquiera menos a Kosar. Decide llamar a Borís Kartashov y contarle su conversación con Bondarenko.
Nastia se calló y se sirvió más café.
– ¿Decide llamar? Y luego ¿qué ocurre? -preguntó Liosa con impaciencia.
– Y luego no hay más que conjeturas. Puedo suponer que sí que le llamó. Borís estaba de viaje, el contestador grabó el mensaje. Vica, que tenía las llaves del piso de Borís, fue a su casa, escuchó los mensajes del contestador, oyó lo que decía Kosar y llamó a Bondarenko. Éste intentó encontrar el manuscrito pero no pudo. No obstante, como tenía ganas de ayudar a aquella joven guapísima, se ofreció para acompañarla a ver al autor del manuscritro desaparecido, a Smelakov. Quedaron en ir allí dos días más tarde, el lunes, pero Vica no apareció, y Bondarenko pronto se olvidó de la chica. Una semana más tarde encontraron a Vica estrangulada y con señales de torturas. Además, la encontraron cerca del pueblo donde vive Smelakov. Hay que suponer que sí había ido a verle, aunque, por algún motivo, prescindió de la compañía de Bondarenko.
– Espera -dijo Liosa torciendo el gesto-, no acabo de comprender cuáles son aquí los hechos y cuáles las suposiciones.
– Kosar iba a llamar a Kartashov, es un hecho, el propio Bondarenko lo ha confirmado. Vica tenía las llaves del piso de Kartashov, está comprobado. Vica había ido a ver a Bondarenko, quien buscó el manuscrito porque ella se lo pidió, no lo encontró y quedaron en ir a ver al antiguo juez, lo dice así el propio Bondarenko en sus declaraciones. Pero el que Kosar hubiera llamado a Borís para dejarle el nombre y el teléfono de Bondarenko y que Vica hubiera ido al piso de Borís y hubiese escuchado los mensajes son suposiciones.