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Al instante, la sonrisa bobalicona se borró del rostro del abuelo Nafania. El nombre de Sasha Diakov no le sonaba de nada, así que se tranquilizó y reflexionó en serio sobre el modo de echarle una mano al teniente.

– Dame la dirección.

Después de oír el domicilio donde estaba empadronado Diakov, el abuelo nombró en seguida varios «puntos calientes» donde organizaban sus juergas los jóvenes del barrio, y luego le dio al capitán las señas del hombre que «se encargaba» de ese territorio y lo sabía todo de todos. El hombre en cuestión, según el abuelo Nafania, había trabajado durante muchos años en el KGB, luego allí, por falta de trabajo, se «olvidaron» de él y, enfadado, fue y se vendió, al mismo tiempo, a la policía y a la mafia comercial del área, que controlaba el mercado negro de los recambios de automóvil.

– Si él no lo sabe, no lo sabe nadie -le aseguró el abuelo al capitán-. Pero no se te ocurra decirle que eres policía o que yo te he dado su nombre. Antes ve a ver a Saíd, es el número uno del mercado, a éste sí puedes decirle que vas de mi parte y, si a Saíd le parece bien, te llevará a ver a aquel tipo. Pero convencer a Saíd no es fácil, anda con la mosca detrás de la oreja, no se me ocurre nada que puedas decirle para que hable contigo.

– No temas, abuelo, ya me las apañaré para convencer a ese Saíd tuyo. No he nacido ayer. ¿Es que se te ha olvidado la de veces que me mandaste a hablar con esa clase de gente? No he fallado ni una sola vez. Y tampoco te he fallado nunca. Sabes que no voy a verle con las manos vacías, no me chupo el dedo, descuida.

– Cierto -asintió el abuelo Nafania, llenando la tetera de porcelana de té indio y echando agua hirviendo-. Siempre me he sentido tranquilo trabajando contigo, teniente, para mí tu palabra vale mucho. Eres un poli chapado a la antigua, ya apenas quedan otros como tú, sois una especie en vías de extinción. Y esos jovencitos, de la nueva hornada, ¿acaso tienen alguna idea de cómo hay que trabajar? Ni siquiera saben hablarnos a los viejos. ¿Lo quieres fuerte?

El anciano echó té macerado en los vasos, que rellenó con agua caliente, abrió la caja del azúcar y sacó de un escondrijo debajo de la mesa una bolsita de rosquillas.

– No me hagas enfadar, abuelo -le reconvino Morózov, extrayendo de su bolsa de deporte una gran caja redonda sobre cuya tapa estaban dibujados unos alegres patinadores en una pista de hielo-. Nunca he ido de gorra. Toma, son galletas holandesas.

– Así me gusta -se animó Nafania-. Pronto todo el mundo se irá a sus casas, y le echaremos al té cuatro gotitas de la medicina, a la salud del año nuevo. ¡Qué ricas son! -añadió metiéndose en la boca un par de galletas a la vez.

– Que aproveche -sonrió Morózov-. En cuanto a los jóvenes, en esto, abuelo, tienes más razón que un santo. De la vieja escuela no queda nadie, y ésos no tienen idea de nada. Ya no sé si es que ya no les enseñan o si simplemente no quieren aprender. Antes, cuando debíamos ajustamos a las estadísticas de casos resueltos, nos matábamos trabajando con tal de resolver un crimen. No mantienes los índices, rapapolvo al canto, o peor aún, descenso en el escalafón. Si te meten una sanción, no cobras la paga extra. Cinco sanciones, te quitan de la lista de espera para el piso, etcétera. Nos tenían cogidos por las narices, de modo que echábamos los bofes. Pero ahora, los índices no le importan a nadie, ya no hay pisos gratis, han abolido el partido, ¿a quién van a temer? Así que trabajan chapuceramente y no quieren aprender nada. Encima se dan aires de superioridad con nosotros, los de más edad.

– Eso, eso mismo -corroboró el anciano-, lo has dicho bien, no saben nada pero lo peor es que no quieren aprender. Hace poco se me plantó uno aquí diciendo que a la comisaría del barrio iba a ir un chaval, que sólo estaría un mes, para hacer prácticas o algo así. Pues me dijo: «Nafanaíl Anfilógievich, ayúdale a sacar un buen índice, para que manden a la academia informes sobresalientes.» Piensa, teniente, lo que ha cambiado el mundo si la policía viene a pedirme a mí, que he sido condenado mil veces, para que ayude a no sé quién y sólo por su cara bonita a mejorar las estadísticas, para que luego a ese «resolvedor de crímenes» le den una buena colocación por los resultados brillantes de su trabajo. Sería distinto si me hubiesen pedido que le enseñara lo que yo sé, que le mostrara el territorio y le explicara cómo se hacen aquí las cosas, por dónde respira cada quién, que le diera algún consejo si venía al caso. En resumen, si ese chaval hubiese venido aquí a trabajar y se hubiese tenido que ponerlo en antecedentes, eso lo podría entender. Pero ¿ayudarle a pastelear? Tienen un morro que se lo pisan.

– ¿Y el chaval? -quiso saber Morózov-. ¿Le has ayudado?

– No tuve ocasión, gracias a Dios.

– ¿Y eso?

– Pues nunca apareció. Me habían dicho que estaría aquí a partir del 1 de diciembre, y hasta ahora no he tenido noticias. Tal vez han cambiado de opinión o le han mandado a hacer las prácticas en otro sitio. Aquí tienes el ejemplo -dijo el anciano acongojado-. Han perdido formalidad. Vino aquí, habló conmigo y nunca más se supo. De acuerdo, no me necesitas, el chico no hará las prácticas aquí, vale, pero levanta el culo del sillón, pásate por aquí y avísame: «Perdone la molestia, he metido la pata, no voy a necesitar de sus servicios.» Para mí, por supuesto, no ha sido ninguna molestia, no ha venido, mejor, pero debe haber algún orden. ¿Qué me dices, teniente?

Las palabras del abuelo Nafania le llegaban al capitán como a través de un algodón. Recordó cómo el estudiante Mescherínov contaba: «He venido a parar a Petrovka en el último momento. En realidad iba a hacer las prácticas en el distrito Norte, en la comisaría Timiriázev.»

¿Quién sería ese alumno de la Academia de la Policía para que se le rodease de tantos mimos? Como mínimo, debería ser hijo del ministro del Interior. O… Y el tonto de él se extrañaba de que la pipiola hubiera renunciado al caso, de que lo hubiera dejado. ¿Y si el estudiante de marras la había confundido? ¿Y si había hecho lo mismo que el propio Morózov, ocultarle la información, aunque con otro fin? ¿Con cuál? La respuesta a esta pregunta era algo más que desagradable. Era aterradora.

Pero más aterrador aún le parecía al capitán el día de mañana. Si aquellas oscuras fuerzas estaban interesadas en que el asesinato de Yeriómina nunca fuese resuelto, él, Yevgueni, simplemente no llegaría a ver ese día de mañana. Avanzaba en línea recta, barriéndolo todo a su paso, ufano con su competencia profesional, con su empeño, con su experiencia como detective, con haberle tomado la delantera a la pipiola de Kaménskaya compitiendo en desigualdad de condiciones. Y ahora resultaba que había estado caminando al borde del precipicio y que estaba vivo de milagro.

Tal vez, no ese mismo día sino al siguiente, el abuelo Nafania le contaría a quien correspondía que alguien le había preguntado por Sasha Diakov, después de lo cual Morózov no duraría en este mundo más de unas horas. ¿Pedirle al viejo que no dijera nada a nadie? Si lo hacía, podía dar por descontado que informaría sin falta a su protector de la comisaría del barrio y, probablemente, a alguien más también.

– ¿Qué te pasa, teniente? -le llamó el viejo-. ¿En qué estás pensando?

– En todo un poco -contestó el capitán descorazonado-, en la vida en general. Va siendo hora de que me jubile, estoy cansado. Ya tengo derecho a la pensión, no sé qué hago dando el callo como antes, si de todas formas no me entiendo con los nuevos, con los jovencitos. Acabarán por hacerme la vida imposible. He venido aquí para encontrar a un chico y, sin embargo, todo lo que tengo en la cabeza es mi huerto, el invernadero que habría que instalar, que yo solo no sabría construirlo y tampoco tengo dinero para contratar a alguien. Cosas así…

Al salir a la calle y respirar el aire helado, Yevgueni se animó un poco. Intentó recordar todo cuanto sabía de Oleg Mescherínov, cómo caminaba, cómo hablaba, cómo trabajaba.