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Pero por más que el capitán forzaba su memoria, no conseguía detectar un solo indicio de que el estudiante, de un modo u otro, les hubiera impedido hacer su trabajo. En cambio, vio con extrema claridad, como en una película, que la pipiola no se fiaba de nadie, el estudiante incluido.

Entonces, ¿sabía desde entonces que era del otro bando? Los pensamientos del capitán pronto perdieron el norte y se enmarañaron, no estaba acostumbrado a reflexionar sobre situaciones complicadas, le faltaban la precisión y la capacidad de análisis. Se riñó a sí mismo por obtuso, intentó empezarlo todo de nuevo y de pronto se dio cuenta de que era inútil. Los criminales de hoy no eran como los de antes. Y no se podía luchar contra ellos con los viejos métodos. Es decir, poder sí que se podía pero ya no era suficiente. Ahora hacía falta gente como Kaménskaya, que se pasaba días y noches leyendo libros extranjeros y revisaba un expediente archivado hacía veintitrés años tres veces seguidas. Mientras que él, so carcamal, había querido resolver un asesinato él sólito, había pretendido desmontar sólo con sus manos ese portento que contaba incluso con sus propios estudiantes. No, qué va, era un verdadero milagro que aún siguiera con vida.

El capitán Yevgueni Morózov cogió el metro, bajó en la estación Chéjov y se dirigió a Petrovka, 38.

Pero antes de que tuviera tiempo de acercarse a la escalera mecánica, la información de que el capitán Morózov andaba buscando a Sasha Diakov había alcanzado los oídos pertinentes y había dado pie a conclusiones oportunas. El abuelo Nafania pagaba a tocateja el precio de una vejez tranquila. Y a diferencia de Morózov, hacía tiempo que se había adaptado a la nueva generación de criminales.

Los ojillos claros y penetrantes de Arsén echaban chispas. Ya desde el principio había tenido el presentimiento de que este asunto no iba a terminar bien. Todo, todo estaba mal, nada seguía el esquema inicial, y he aquí el resultado. ¡Quién le mandaba meterse en esto, ay, Señor, quién!

El primer error fue el haberse metido en la historia demasiado tarde. Los clientes habituales de la Oficina sabían que lo mejor no era esperar a consultar con Arsén después de cometer el crimen sino hacerlo antes. Los consultores con experiencia les asesorarían sobre el modo de proceder para luego limitarse a aplicar una presión mínima a un número mínimo de personas. A menos trabajo, menores ingresos, naturalmente, pero también se reducía el riesgo, esto Arsén lo sabía a ciencia cierta. Por eso cobraba sus consultas a precios exorbitantes. El cliente ideal no sólo le pedía consejo sobre cómo hacer el trabajo sino también sobre cuándo y dónde, y Arsén fijaba el sitio y la hora según el horario de guardias de su gente, funcionarios que acudirían al lugar de los hechos. El lema de Arsén era «más vale prevenir» y se había probado acertado siempre y en todo. Pero ese Grádov no sólo había contratado sus servicios varios días después de cometerse los dos asesinatos sino que, como luego resultó, antes de matar a la chiquilla, la tuvo secuestrada durante una semana entera en una casa de la zona rural. En una palabra, la gente de Grádov había hecho un trabajo poco profesional y dejó tal cantidad de pistas que había que ser ciego para no verlas y él tuvo que dirigir los principales esfuerzos a lavar y a borrar esas pistas.

El segundo fallo de Arsén fue consentir en utilizar a la gente de Grádov. No tenía que haberlo hecho, debió haber insistido en que sería su equipo el que se encargaría de todo, y no los muchachotes de Chernomor. Grádov era un tacaño, peor incluso que un tacaño, un agarrado como pocos, el dinero que le pagaba al tío Kolia no podía ni compararse con las espectaculares tarifas de Arsén. Quiso ahorrar, le convenció para que dejara que sus chicos hicieran todo el trabajo, y Arsén dijo amén. Y se equivocó de cabo a rabo.

El tercer error de Arsén consistía en no haber dado importancia a las quejas de Grádov cuando dijo aquello de que había hecho mal en acudir a su Oficina. Serguey Alexándrovich le había mencionado no una, sino nada menos que dos veces, que tenía sus contactos en el grupo que llevaba los trabajos de instrucción de la Fiscalía y que tal vez hubiera sido mejor utilizarlos a ellos en lugar de a Arsén. Tenía que haberle llamado al orden de inmediato y con mano dura, en cuanto Grádov lo dejó caer por primera vez; mejor aún, tenía que haberle dado una lección práctica. Arsén había empleado esfuerzos ímprobos en crear pequeñas agencias independientes, cuyos campos de acción permanecían absolutamente impermeables los unos para los otros. Bastaba que alguien concibiese tan sólo una vaga sospecha de que su red llegaba más allá de la subdivisión donde ese alguien trabajaba, y que envolvía todo el sistema de organismos de defensa de la ley para que toda la estructura se viera amenazada.

Arsén acababa de recibir el comunicado sobre la llamada realizada por el superior de Kaménskaya a ésta, y el contenido de su conversación indicaba con claridad que Grádov había pulsado ciertas palancas adicionales, poniendo así en duda la capacidad de Arsén de llevar el asunto a su término por cuenta propia. ¡Había que ver, qué sinvergüenza! Con esto no sólo había vulnerado los intereses de la seguridad sino el amor propio de Arsén. Sabía que en casos así lo correcto era rescindir cuanto antes el contrato con el cliente, pagándole, si venía al caso, la indemnización, aunque lo mejor sería no pagarle nada sino darle un escarmiento por infringir las normas de seguridad, para que a nadie más se le ocurriera seguir su ejemplo. Había que despachar a Grádov lo antes posible pero, por desgracia, Arsén tenía que reconocer que hacerlo no iba a ser fácil. El desplante de Serguey Alexándrovich había traído ciertas consecuencias, la oleada de esas consecuencias había salpicado a Kaménskaya, y ahora había que resolver la situación procurando reducir los daños al mínimo.

Kaménskaya creía que era el asesino de Yeriómina quien la presionaba. Si de pronto esa presión cesaba sin los resultados deseados, ella se daría cuenta en seguida de que el que había organizado todo ese lío no actuaba movido por ningún interés personal. Desde esta premisa, hasta la idea de los intermediarios no había más que un paso. Kaménskaya era una chica lista aunque inexperta, pero si se la entrenaba debidamente, se convertiría en buena profesional. Por supuesto, no sabía hacer nada, pues durante varios días los hombres de Arsén y del tío Kolia anduvieron pisándole los talones y no se percató de nada. Pero tenía buena cabeza y estaba bien formada, por lo que más les valía ganarse la amistad de la chica, pues Arsén tenía para ella planes a largo plazo. A esa niña Dios le dio discernimiento y perseverancia a manos llenas.

Arsén juzgaba a la gente en función de las cualidades que Dios les había concedido: a uno le había correspondido un mogollón, otro llegó tarde y sólo se llevó un puñado, a alguien más le dio pereza hacer la cola y se quedó sin nada…

Arsén no tenía miedo a acudir a la cita con Grádov. Si en Petrovka se hubieran enterado de la implicación de Serguey Alexándrovich, habrían ido a charlar con él hacía tiempo o, como mínimo, le tendrían bajo vigilancia. Pero nadie había ido a ver a Grádov, y la gente de Arsén tampoco había detectado la presencia de un «rabo». Era evidente que Kaménskaya había descubierto algo sobre los sucesos del año setenta pero, claramente, no tenía suficiente para identificar a Grádov. El tío Kolia era otra cosa, su chico, ese desgraciado de Diakov, se había retratado con toda seguridad, pero de momento esto no representaba peligro, puesto que no sabía nada sobre Grádov.

Arsén se presentó con ocho minutos de retraso. En realidad, llegó antes de tiempo, reconoció con atención el terreno, comprobó todos los detalles; luego, una vez que Grádov hubo llegado, observó la calle y sólo entonces, tras asegurarse de que no había ninguna presencia sospechosa, entró en el bar.