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En el caso del asesinato colaboraba con Nastia, Andrei Chernyshov, funcionario de la Dirección Provincial del Interior. Andrei era un joven simpático, inteligente, habilidoso y, lo más importante, titular de un coche propio, gracias a lo cual conseguía hacer en un día el triple de trabajo que hacía Nastia. Le apasionaban los perros y trataba a su pastor alemán, no ya como oro en paño, sino como a un niño prodigio; vivía con el miedo permanente de que una alimentación y unos cuidados mal administrados afectasen a las facultades mentales del can. No obstante, había que reconocerlo, el pastor alemán, que respondía al extraño nombre de Kiril, estaba magníficamente enseñado, obedecía todas las órdenes a la primera y para entender a su dueño no sólo le bastaba con medias palabras, sino también con medias miradas y medios suspiros, capacidad de la que Andrei presumía terriblemente. Nastia sabía que no exageraba cuando hablaba de las virtudes de Kiril. Hacía un año y medio, en el curso de la operación de aprehensión del sicario Gall, fue justamente ese perro, al obedecer las imperceptibles órdenes de su dueño, quien le proporcionó a Nastia la posibilidad de alejarse del lugar peligroso sin despertar sospechas en el criminal y sin estorbar a los compañeros, que habían preparado una emboscada. Kiril fingió que estaba a punto de pegarle una dentellada en el cuello y Nastia, a su vez, fingió estar muy asustada, pero al final, tras darse un golpe en la cabeza, destrozarse una rodilla y romperse un tacón, consiguió apartarse de la línea de fuego.

Nastia y Andrei Chernyshov tenían un notable parecido físico, como si fueran hermanos: los dos eran altos, delgados, rubios, de facciones finas y ojos grises. Pero Andrei era guapo, cosa que difícilmente alguien iba a decir nunca de Nastia. No era ni guapa ni fea sino simplemente no llamaba la atención, tenía una cara corriente y ojos sin brillo. Su aspecto no la hacía sufrir ni lo más mínimo, puesto que sabía que una aplicación hábil del maquillaje y una ropa elegante podían volverla absolutamente irresistible, y a veces echaba mano de ellos. Pero fuera de esas ocasiones, Nastia era un ratoncito gris y no experimentaba la menor necesidad de gustar y despertar admiración. No le interesaba.

Por supuesto que, al trabajar juntos, Chernyshov y Nastia conseguían hacer muchísimo, pero les cundía poco… El caso estaba en punto muerto. El Departamento de la Lucha Contra los Delitos Económicos no disponía de información sobre si la empresa donde había trabajado la víctima estaba mezclada en negocios sospechosos de cualquier índole. Y cuando Nastia expresó sus dudas respecto a que en el momento actual hubiera empresas privadas que no recurriesen a manejos turbios, le contestaron:

– Trapicheos los hay en todas partes a punta pala, seguramente tampoco éstos son unos angelitos. Pero están limpios en lo que se refiere al dinero, lo hemos comprobado.

Resultó que Gordéyev se le había adelantado para pedirles tal comprobación. Sin embargo, Nastia decidió visitar la empresa personalmente.

Para su asombro, el director general no intentó rehuir el encuentro, sino que recibió a Kaménskaya, como quien dice, al primer requerimiento y no tuvo inconveniente en volver a contestar a todas las preguntas.

– ¿A qué se debía su tolerancia con una secretaria alcohólica e indisciplinada? -le preguntó Nastia.

– Ya se lo conté a su compañero -respondió el director general encogiéndose de hombros-. Desde luego, no es algo de lo que podamos alardear pero no veo motivo para ocultarlo, sobre todo ahora que a Vica ya nada puede perjudicarle. Las obligaciones de Vica consistían en estar sentada en la antesala, atender al teléfono y servir té, café y licores, principalmente cuando venían a verme socios extranjeros. ¿Me explico?

– No -respondió Nastia secamente.

– Me sorprende. Bueno, se lo diré claramente. A veces, para convencer al socio hay que emborracharlo y colarle una moza de buen ver, con la idea de ablandarlo. ¿A qué viene esta mirada? ¿Es la primera vez que lo oye? No disimule, Anastasia Pávlovna, usted no ha nacido ayer. Todos lo hacen. Y ésta es la única razón por la que necesitaba a Vica. Era increíblemente guapa, no dejaba indiferente a ningún hombre fuesen cuáles fuesen sus preferencias. Si venía a cuento, le permitía pasar unos días con el visitante que me interesaba, acompañaba a los extranjeros cuando les apetecía ir a Píter (1) o ver el Anillo de Oro (2) o adonde quisieran. Vica nunca rechistaba, hacía todo lo que se le pedía, sin importarle cómo era el hombre en cuestión. Por eso le perdonaba sus borracheras y su absentismo. Por cierto, aunque alcohólica, era muy cumplidora. Parece mentira, pero si le avisaba de que, pongamos por caso, el miércoles iban a celebrarse unas negociaciones importantes e iba a necesitarla, aunque estuviera de juerga maratoniana, por mucho que hubiera bebido, el miércoles se presentaba en el despacho con todas sus galas. Ni una sola vez, ¿me oye?, ni una sola me dejó colgado. Comprenderá que es perfectamente normal que le perdonase muchas cosas.

(1) Nombre coloquial de San Petersburgo. (N. del t.)

(2) Nombre por el que se conoce un grupo de poblaciones de los alrededores de Moscú donde se conserva un gran número de las iglesias de los siglos XIII-XV representativas de la llamada Escuela Moscovita de la arquitectura rusa. (N. del t.)

– Dicho de otra forma, le asignó a Yeriómina el puesto de prostituta -resumió Nastia en voz baja.

– ¡Exacto! -explotó el director-. Si prefiere llamarlo así, entonces, ¡exacto! ¿Es un crimen acaso? Tenía el empleo de secretaria, cobraba su sueldo pero le gustaba acostarse con los clientes, lo hacía voluntariamente y, tome buena nota de esto, gratis. Visto desde fuera, es lo que parece, ¡esto y nada más! He cometido una tontería al contárselo.

– ¿Quiere decir que se desdice? -quiso precisar Nastia.

– Dios mío, no, por supuesto que no. Le he contado la verdad pero sólo para ayudarla a encontrar al asesino de Vica, no para que me lea la cartilla. Y si le apetece ponerme de vuelta y media y acusarme de amoral, negaré lo que le he dicho, sobre todo porque veo que no lleva protocolo de nuestra conversación. Sabe usted, a mi edad puedo prescindir de su juicio moral. Un asesinato es asunto grave y no me creo con derechos a ocultarle lo que sea. Pero confiaba en que me entendiera correctamente. Veo que me he equivocado. Lo lamento mucho, Anastasia Pávlovna.

– No, no, no se ha equivocado -dijo Nastia, e intentó sonreírle con toda la simpatía de que era capaz pero no lo consiguió, la sonrisa le salió tímida, avergonzada e incluso contrita-. Le agradezco su sinceridad. Dígame una cosa, ¿pudo uno de esos… clientes venir a Moscú en octubre e intentar volver a ver a Yeriómina sin recurrir a su mediación?

– Ya lo creo. Pero yo no hubiese tardado en enterarme. Vica lleva… llevaba trabajando para mí dos años y pico. Durante este tiempo había recurrido a sus servicios un sinfín de veces pero no siempre para atender a socios nuevos. A algunos les gustaba tanto que insistían en volver a verla cada vez que venían por aquí. Algunos, es cierto, lo hacían a mis espaldas. Pero Vica nunca me lo ocultó cuando sucedía, puesto que se trataba de su trabajo y no de asuntos personales. Se daba perfecta cuenta de que, cuando un socio extranjero venía a Moscú y no me llamaba aunque sólo fuera para saludar, era indicativo de su actitud respecto a mí personalmente, a la empresa y a nuestro negocio conjunto. Comprendía que yo necesitaba estar al tanto de hechos semejantes, aparte de que se lo había advertido en más de una ocasión. No, no creo que se hubiera decidido a ocultármelo.