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Nastia respiró hondo varias veces, distendió los músculos agarrotados de la espalda y de la nuca, adoptó la habitual postura encorvada y abrió la puerta de la cocina. Liosa estaba sentado delante de la mesa puesta y leía un libro apoyado sobre la panera y un bote de ketchup.

– Si crees que te he ofendido y me merezco un castigo, estoy de acuerdo. Pero, por favor, dejemos las medidas educativas para más tarde. Ahora necesito tu cerebro.

Liosa dejó el libro y posó sobre ella una mirada llena de ira.

– ¿Sigues reservándome trabajos auxiliares?

– Liosa, necesito tu ayuda. Por favor, no empecemos a aclarar las relaciones ahora. Para esto tenemos toda la vida por delante.

– ¿Estás segura? De creer tus explicaciones, es posible que lo que nos queda por delante sea muy poco tiempo. Tu perturbado amiguito, Lártsev, puede presentarse aquí en cualquier momento para pegarnos un tiro. Pero aun tal como están las cosas, te obstinas en tratarme como un utensilio de cocina. ¿Qué clase de negociaciones has mantenido con ese bullterrier? ¿Quién te ha llamado?

– Te lo explicaré todo pero antes ayúdame a resolver un problema.

– Bueno, venga… -suspiró Chistiakov pesarosamente.

Lo primero que vio Gordéyev el Buñuelo, cuando subió la escalera y enfiló por el largo pasillo oficinesco, fue la cara, blanca como la pared, de Pável Vasílievich Zherejov. Luego vio también el corrillo de colaboradores y, por encima de sus cabezas, los destellos del flash de una cámara fotográfica. Sin decir palabra, Gordéyev se abrió paso entre la pequeña muchedumbre y vio a un hombre que tenía una herida en la cabeza producida por un arma de fuego y que se encontraba tendido en el suelo del despacho de su asesor. La bala había entrado exactamente por el centro de la frente, y el capitán Morózov estaba muerto.

– ¿Cómo ha ocurrido? -dijo entre dientes Gordéyev.

– Estaba sentado en mi despacho esperándote. Me llamaron para decirme que las chicas de la secretaría tenían un documento urgente para mí, que fuera a buscarlo. No iba a mandar al hombre al pasillo por tan sólo cinco minutos. Guardé todos los papeles en la caja fuerte y salí. En la secretaría, nadie había oído hablar de ningún documento, ni me habían llamado. Me di cuenta de que ahí había gato encerrado y volví corriendo. Y eso es todo… Nadie ha oído el disparo, es probable que el asesino haya usado silenciador.

– Ya veo. ¿Te ha dicho Morózov algo? ¿Por qué quería verme?

– Decir, no me ha dicho nada, pero estaba muy nervioso. Completamente trastocado.

– ¿Qué llevaba en las manos?

– Una bolsa. De deporte -precisó Zherejov.

– Ponla a buen recaudo, antes de que alguien se la lleve. En cuanto se marche la gente, miraremos por si ha dejado algunas notas. ¿Has encontrado a Lártsev?

– Ya está en camino, no tardará.

– Ve corriendo a la puerta y tráelo aquí por la escalera de servicio. No dejes que pase delante de tu despacho y no le digas ni una palabra de Morózov.

Nikolay Fistín, alias tío Kolia, alias -en el lenguaje metafórico de Arsén- Chernomor de pacotilla, estaba desconcertado. Arsén le había ordenado encontrar con toda urgencia a Sasha Diakov y llevarlo al apartamento de Kaménskaya. Tal requerimiento le parecía al tío Kolia tonto y disparatado. Peor aún, era, a todas luces, irrealizable.

Kolia Fistín tuvo su primer conocimiento de la cárcel a la edad de diecisiete años, cuando fue condenado por un delito contra el orden público especialmente grave; salió en libertad tres años más tarde pero, puesto que las barracas no fomentaron su inteligencia y seguía considerando la paliza como el único recurso para expresar su descontento, volvió a caerle otra condena, esta vez de ocho años, por delito de lesiones físicas graves con resultado de muerte.

Como consecuencia de esa juventud combativa, se le privó del permiso de residencia en Moscú o en cualquier otra población situada en un radio de cien kilómetros de la capital. Nikolay se instaló en una pensión para obreros, trabajaba en una fábrica de ladrillos, empinaba el codo, juraba en arameo y se hubiese dicho que su vida iba a seguir un curso previsible durante muchos años. Pero tuvo un golpe de suerte y supo aprovecharlo al doscientos por ciento.

Una vez, de paso por Zagorsk, conoció a una turista. Tonia trabajaba en la oficina de intendencia de las viviendas de un barrio donde se concentraban varios edificios codiciables, construidos a partir de proyectos arquitectónicos «mejorados». Por fortuna, en la época de estancamiento nació la costumbre de conceder a los funcionarios de las oficinas de intendencia pisos situados en el entresuelo de edificios de este tipo, gracias a lo cual una solterona invisible, desgraciadita y solitaria era propietaria de una vivienda más que decente. El matrimonio con la moscovita brindaba la posibilidad de recuperar el permiso de residencia en Moscú perdido, pero pronto el interés se vio desplazado por algo que Nikolay dio en llamar amor. Si iniciar su historia con Tonia le había costado un esfuerzo, al cabo de un mes comprendió que era el único rayo de luz en su vida. De pequeño sólo había conocido las palabrotas de unos padres borrachos, que las alternaban con bofetadas; había pasado once años en penitenciarías; en cuanto a sus hermanos, unos estaban en el trullo, otros eran borrachos perdidos, alguno había muerto. Tonía era una perica cariñosa que le quería, compadecía y no pedía nada a cambio, contenta con tenerle tal y como era. El primer entusiasmo tímido ante la sensación nunca antes conocida de intimidad y ternura se transformó en amor vehemente, y Nikolay estaba dispuesto a matar en el acto a cualquiera que tan sólo mirase a su mujer de manera que no le gustase.

Al mudarse al piso de Tonia, Fistín empezó a trabajar como fontanero para la misma oficina de intendencia. E1 idilio familiar, lamentablemente, no le llevó a acatar la ley, y a partir de 1987 fue introduciéndose poco a poco en el mundillo criminal, ya que contaba con muchos amigotes en este ramo: había crecido en Moscú y moscovitas habían sido sus compañeros de reformatorio para menores. La vida le parecía ahora perfectamente satisfactoria, empezó a ganar dinero, y descubrió un placer inédito obsequiando a su Antonina con el regalito de turno, que podía ser una pulsera, un traje o un maquillaje caro, y en cada ocasión observando su tímida incredulidad e indisimulada alegría. De dónde venía aquel dinero, por supuesto, la mujer no tenía ni idea, pues Nikolay le contaba no se sabía qué películas sobre no se sabía qué chapuzas que hacía en un taller de reparación de coches.

– Pero qué haces, Koliusa, pero si no me hace falta nada, sólo que estés bien y tengas salud. No necesito esos regalos, trabajas demasiado en aquel taller, no descansas nunca. Pero si tenemos de todo, para qué quieres más dinero -le decía Tonia, y sus palabras derretían el corazón de Fistín, hombre que había cumplido dos condenas.

Una vez, bien entrada la noche, Antonina se sintió indispuesta. Durante un largo rato aguantó el dolor, esforzándose por aparentar vigor y alegría, achacando el malestar a causas naturales relacionadas con el embarazo. Cuando empezó la hemorragia, se asustó en serio y el marido fue presa del pánico. Treinta minutos más tarde, como la ambulancia seguía sin llegar, Nikolay decidió llevar a la mujer a la clínica él mismo. En aquel entonces no había reunido aún el dinero necesario para comprarse un coche propio, así que pensó que sería preciso parar a un particular. Pensó horrorizado que Tonia mancharía los asientos de sangre y el dueño del coche le armaría una bronca. Lo que más miedo le daba en ese momento era perder al niño. Otro miedo, segundo en intensidad, era no contenerse y cruzarle la cara al conductor en cuanto intentase montar el pitote. Esto amenazaba con una tercera condena, y toda la armonía hogareña, tan bien afinada, se iría al carajo…

Fistín bajó la escalera de dos en dos, corrió con la mano alzada hacia el cruce y estuvo a punto de dejarse atropellar por un Volga, que frenó en seco y al volante del cual se encontraba Grádov, el vecino del quinto, quien no tardó en reconocer al fontanero que en varias ocasiones había ido a su piso a reparar instalaciones sanitarias de importación.