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– Kaménskaya exige que Diakov vaya a verla. Tiene que darle instrucciones por si las moscas.

– ¡Qué más da lo que ella exija! -se encabritó el tío Kolia-. Mañana le pedirá un millón de verdes y entonces ¿qué hará, también irá corriendo a llevárselo?

Ese día, Arsén se mostró asombrosamente paciente y no pareció darse cuenta del rabioso desaire.

– Su pretensión es perfectamente razonable y debe ser atendida -contestó con calma-. Tengo por regla no pelearme nunca con el sistema del orden público, yo coexisto con ese sistema. Co-e-xis-to -repitió silabeando-. ¿Lo entiende? Si me pelease con el sistema, no podría seguir haciendo lo que estoy haciendo. Kaménskaya debe asegurarse de que puede tratar conmigo y de que puede creerme. Sólo así podré obtener el resultado deseado. De modo que, dentro de una hora, Diakov debe estar en su casa.

El tono de Arsén no admitía reparos y el tío Kolia no se atrevió a decirle nada. Con los dedos acalambrados, se puso a marcar números de la ciudad adonde se había marchado Saniok, con la esperanza de que su orden no hubiese sido cumplida todavía. Al parecer, todo el mundo estaba fuera, ocupado en los preparativos de la fiesta de Nochevieja. Cada media hora, Arsén llamaba al tío Kolia para preguntarle, en voz cada vez más baja y ominosa, sobre Diakov.

Finalmente, Fistín se decidió.

– He tropezado con ciertas pequeñas complicaciones, tendríamos que vernos -sugirió.

El encuentro con Arsén resultó mucho más duro de lo que Nikolay se maliciaba.

– Cabroncete repajolero -bufó el viejo-, se conoce que cuando Dios repartía los sesos, tú te saliste de la cola para echar una meada. ¿Acaso no entiendes cuando te hablan en cristiano? ¿Cuándo te he ordenado matar a Diakov? Te dije que arreglaras su situación.

– Pues la he arreglado.

– ¡Y un rábano la has arreglado, cretino de la puñeta! Tú y tus semejantes, los nuevos ricos carcelarios, no entendéis la ley. Arreglar la situación no significa más que esto, arreglarla, mirar al fondo de la cuestión, comprender quién tiene razón y quién no, y adoptar la decisión. ¿Has tratado alguna vez con los ladrones de viejo cuño? Aquéllos sí se sabían las leyes y nunca se cargaban a nadie así, por las buenas. Te dicen «arregla lo de ese fulano», y te crees que te han ordenado despanzurrarle o freírle. En tus entendederas no cabe otra cosa. Para arreglar una situación hay que estrujarse el cerebro, darle vueltas a la cabeza, pero tú no tienes nada que estrujarte ni a qué dar vueltas. No eres ningún Chernomor, eres pura escoria. No sólo eres incapaz de pensar, seguro que tampoco podrías matar, lo único que sabes es dar órdenes. Pero cuando llegue la hora de la verdad, te quedarás clavado en tu sitio, con las manos sudadas, te irás de miedo piernas abajo, y sanseacabó. ¿Qué tengo que decirle ahora a Kaménskaya? ¿Que han matado a Diakov y yo ni me he enterado? ¿Qué organización será entonces la mía si matan a mi propia gente y soy el último en saberlo? Está claro que no querrá tratos con una organización tan poco seria.

– Mejor -dejó caer el tío Kolia-. De todos modos, usted ya no trabaja para el amo. ¿Por qué se preocupa? Si no quiere tratos con usted, allá ella.

– Hay que ver esto, pero si de verdad eres un completo imbécil. ¿Te das cuenta por lo menos de que necesitas salvar la epidermis?

– ¿Salvar qué?

– El pellejo, mamón malnacido. Si Petrovka decide encargarse del cadáver de Diakov, no tendrán más que dar un paso para llegar hasta ti. ¿Qué te crees, que estás en este mundo porque eres fruto único de un amor apasionado y que a todos los demás nos han hecho con los dedos? ¿Y si los sabuesos deciden ahora interrogar a Diakov a propósito de su entrada ilegítima en el piso del pintor? No van a esperar hasta la primavera para hacerlo, desengáñate. Llevan buscándole desde la mañana. Si estuviera vivo, la niña le enseñaría cómo comportarse y qué decir, y el torpedo nos habría pasado de largo. Pero ahora se pondrán a buscarle e incluso si no le encuentran hasta la primavera, acabarán atando los cabos y le pondrán la fecha de hoy. Y cuando lo hagan, volverán a encargarle el caso a Kaménskaya. Por eso necesito que ella y yo seamos amigos. Pero tú, como siempre, tenías que estropearlo todo. ¿Es que te crees que no me doy cuenta de la ojeriza que me tienes? No me crees ni una sola palabra aunque te digo cosas importantes y te convendría aprenderlas. ¿Cuántas veces te he señalado tus errores? ¿Cuántas te he explicado cómo y qué tenías que hacer? ¿Me has hecho caso alguna vez? Para ti no hay más que una luz en la ventana, tu maravilloso Grádov, lo que él dice es lo único que aún te importa algo. Eres como un perro que no vale para nada, que sólo entiende la orden cuando le meten un zapatazo en la boca. Tu Grádov es otro subnormal, lo mismo que tú, no te dirá nunca nada inteligente. Y morirás así, sin comprender nada, porque no quieres aprender de los que saben.

El tío Kolia lo aguantó todo pacientemente porque ahora tenía una meta. Había comprendido que debía ayudar al amo. Para conseguirlo, tenía que obligar a Arsén a cumplir lo pactado. Al parecer, Serguey Alexándrovich no pudo convencerle. Bueno, pues él, Fistín, no iba a perder el tiempo engatusándole. Le iba a obligar. Pero antes debía conocer algunas cosas sobre Arsén. Para eso le había solicitado una cita, a la que acudió preparado para que le pusiese tibio.

Después de su encuentro, los chicos seguirían al viejo para averiguar, por de pronto, dónde vivía. Y luego ya se vería. Cierto, le puso más tibio de lo que el tío Kolia se había esperado, y lo que esta vez echó por la boca fue basura asquerosa. «No importa -se repetía Fistín regresando a casa-, pronto serás tú mismo al que le meterán el zapatazo en los inmundos morros que tienes.»

Las escasas entendederas del tío Kolia no alcanzaban ni a vislumbrar siquiera lo que eran Arsén y su Oficina.

El coronel Gordéyev miraba por la ventana. Por alguna razón, el mal tiempo invernal, tan sucio, hacía que todas las calles pareciesen iguales, y el centro de Moscú ofrecía a la vista un paisaje idéntico al de la periferia, al de la carretera de Schelkovo donde vivía Nastia.

Víctor Alexéyevich estaba viendo las mismas aceras encharcadas, la misma suciedad marrón escupida por las ruedas de los coches, los mismos abrigos y chaquetas ensombrecidos por la humedad del aguanieve. Tal vez no era así siempre sino sólo ese día. El día en que él y Nastia debían hacer un esfuerzo de voluntad increíble para dejar de ser ellos mismos y transformarse en criaturas repugnantes, cínicas y llenas de odio…

Gordéyev estaba mirando a la calle a través del cristal de la ventana, sucio y lleno de manchas, y pensaba que ahora iba a poner entre la espada y la pared a uno de los que durante tantos años quería, respetaba, uno de los que consideraba «suyos» y al que trataba como si fuera su hijo. Iba a darle un susto de muerte a un hombre que había soportado un duro golpe y, además, nunca había tenido una vida fácil. Necesitaba hacerle daño, mucho daño, para poner a prueba su honradez y resistencia, su mente y su sentido del deber. Todo para obligarle a hacer algo a lo que nunca accedería si le esgrimiese argumentos lógicos o si le rogase. Él, Gordéyev, volvería a mentir. ¿Cuántas veces en un solo día? Sentía que se hundía en la mentira como en arenas movedizas, que con cada nuevo paso se volvían más profundas y voraces, le parecía que ya nunca encontraría el camino de retorno, que seguiría teniendo que mentir, mentir y mentir; a su mujer, a sus compañeros, a sus superiores, a sus amigos, mentir durante todos los años que le quedaban por vivir. Ya nunca más podría recuperarse, sería otro hombre, inventado, artificial y falso…