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– Bueno, no se ponga así, Víctor Alexéyevich, no se apresure a despedirla. No le rompa la vida a la chica. Lleva razón, no sirve para el trabajo operativo, tiene rodillas de cristal. Pero es incapaz de jugar sucio, se lo juro, pondría la mano en el fuego por ella. Lo mejor será trasladarla al Estado Mayor, a la sección de análisis de datos, que haga allí sus queridas sumas. Allí cundirá más, además, el trabajo es tranquilo, sin nervios.

– No sé, no sé.

Gordéyev se levantó del sillón y se puso a dar lentas vueltas por el despacho. Para sus subordinados era indicio cierto de que el jefe se encontraba en el proceso de toma de una decisión difícil. Se detendría sólo cuando la decisión estuviera adoptada.

– Tenemos que indagar todo esto a fondo. Aún hay tiempo para que venza el plazo de dos meses, sería prematuro dar este asunto por concluido. Me ocuparé personalmente. O lo encargaré a alguien. A ti mismo, por ejemplo. Has sido el primero en trabajar en este caso, quién sabrá mejor que tú qué registros hay que tocar.

– Faltaría más, Víctor Alexéyevich. Si en el caso de Yeriómina hay el menor desajuste, lo descubriré, y si no hay nada, pues qué remedio. Aunque yo por mi parte estoy seguro de que es un asesinato del montón.

Gordéyev miró el reloj. Desde el momento de la llegada de Lártsev había transcurrido media hora. El coronel había logrado acomodarse al plazo convenido con Zherejov. Empezó a decir frases vagas, sobre nada en particular, hasta que la puerta se abrió bruscamente.

– Víctor Alexéyevich, tenemos situación de máxima alerta. ¡En el despacho de Pável Vasílievich han matado al capitán Morózov!

Cuando el coronel Lártsev se separó del corrillo que se había formado delante del despacho de Zherejov y se dirigió hacia la salida, los dos hombres sentados en un coche aparcado en el patio del edificio de la DGI recibieron la señal de «¡ojo avizor!». Desde una distancia prudencial, siguieron al objeto de su vigilancia hasta la estación de metro, se le acercaron un poco al entrar en la escalera mecánica, tomaron el mismo tren. Lártsev bajó en una estación próxima a su casa, compró en un quiosco un paquete de tabaco, siguió caminando, entró en un pequeño jardín, se sentó en un banco y encendió un cigarrillo.

La tarea de los agentes que le seguían consistía en averiguar si Lártsev iba a intentar comunicarse con alguien. Durante el trayecto había tropezado con varios transeúntes y pasajeros, se disculpó brevemente con cada uno de ellos, y no quedaba claro si uno de aquellos encontronazos había sido o no una contraseña. No había realizado llamadas telefónicas, ni había entrado en ningún local, ni había hablado con nadie. Y ahora estaba simplemente sentado en el banco y fumaba.

Los agentes de seguimiento se compraron cada uno un par de empanadillas georgianas calientes y se afanaron en masticarlas pensativamente, sin apartar la vista de la silueta inmóvil sentada en el jardincillo.

En el cuarto quiosco contando desde la salida del metro, el comandante Lártsev había comprado una cajetilla de cigarrillos Davidoff, lo que era la contraseña para solicitar un contacto urgente, y se quedó observando el quiosco.

No tenía la menor intención de entrar en comunicación con los que le habían hecho el chantaje. El asesinato de Morózov le había sobrecogido, pues Anastasia había hecho todo lo que le habían exigido y él no comprendía por qué incumplían ahora su compromiso. ¿Por qué habían matado a Morózov? Así que no eran de fiar, y todas sus promesas de devolverle a Nadia en cuanto la situación se normalizase y pasase el peligro podían resultar una mentira. Quizá la niña estaba muerta ya. No tenía derecho a esperar, necesitaba encontrarles y salvar a su hija por cuenta propia. Nada de nuevas negociaciones y más palabrería, acababa de ver que no debía creerles. Iba a esperar al que vendría a recoger su mensaje y le haría morder el polvo. Luego seguiría la cadena hasta llegar al jefe y arrancaría a su hija de sus garras aunque para eso tuviese que matarle.

Lártsev miraba hacia los quioscos con atención pero de momento allí no ocurría nada digno de interés. El dependiente que le había atendido no se había ausentado ni por un instante, los de los otros quioscos tampoco. Suponía que la contraseña servía para alertar a alguien que siempre se encontraba presente en la zona comercial, es decir, al propio dependiente, quien, por tanto, debería salir y llamar por teléfono para transmitir el mensaje. En el caso de que el receptor de la contraseña no fuera el dependiente sino un cliente, a quien el dependiente simplemente debía decir que Lártsev había comprado un paquete de Davidoff, todo su plan se derrumbaba. Nunca llegaría a detectar a ese cliente. A pesar de todo, no perdía la esperanza… Sentado en el banco húmedo y helado, hecho un carámbano, observaba los quioscos y pensaba en Nadia. ¿Cómo estaría? ¿Le daban de comer? ¿Y si caía enferma?

Sus pensamientos siguieron su propio curso, centrándose en los chantajistas, que habían reunido prácticamente toda la información imaginable sobre la niña: cuándo y adonde iba, cuándo y de qué enfermaba, qué notas le ponían en el colegio, quiénes eran sus amigos. Habían tenido a Nadia bajo vigilancia permanente pero los datos de que disponían no eran la clase de datos que se obtienen mediante un simple seguimiento. Se hubiese dicho que se los habían proporcionado tanto los maestros como los médicos de la clínica del barrio y los padres de sus amigas. Aunque Lártsev se daba cuenta de que era sencillamente imposible. ¿Cómo los habían conseguido?

De repente se puso tenso. Aquella mujer de allí. La cuarentona de complexión recia, con algunos kilos de más, de cara ordinaria, indumentaria modesta y algo desaliñada, pelo rubio oscuro lacio, con algunas canas, recogido en una coleta con una simple goma de oficina. En el último año y medio la había visto en cada reunión de padres de alumnos.

Cuando murió su mujer, Lártsev cambió a la hija de colegio, eligiendo el que estaba más cerca de casa para evitarle tener que cruzar la calle demasiadas veces. Antes era Natasa la que la llevaba al colegio y luego iba a buscarla, por lo que podían permitirse el lujo de matricularla en uno con enseñanza intensiva de francés. Ahora las prioridades de Lártsev eran otras, lo que importaba era que estuviera cerca de casa, y desde hacía un año y medio la niña iba a un colegio normal, que estaba a tan sólo diez minutos andando y en el camino sólo había un cruce.

Acudía a las reuniones de padres de alumnos cumplidamente pero se abstenía de trabar amistades, aunque se preocupó de conocer a los padres de las amigas de Nadia.

Fijarse en las caras que veía en aquellas reuniones le parecía absurdo porque, primero, no todos los padres creían necesario asistir, segundo, porque a veces acudían las madres, a veces los padres, a veces los abuelos. Las reuniones se celebraban trimestralmente, y en cada ocasión Volodya se encontraba con rostros nuevos. Excepto esa mujer… Había estado presente en cada reunión. Y en cada reunión tomó notas. En esto era totalmente diferente de los demás, que no disimulaban su aburrimiento, puesto que ya lo sabían todo sobre sus hijos, y se pasaban el tiempo cuchicheando, criticando las palabras de la maestra monitora, algunas mujeres hacían calceta ocultando los ovillos de lana en los cajones de los pupitres; los padres, por lo común, leían un periódico o algún thriller, que sostenían sobre las rodillas. Esa mujer era la única que escuchaba con atención. Al final, Lártsev captó y formuló su confusa impresión: todos los demás padres sólo cubrían el expediente mientras que ella iba allí a trabajar.

Cuanto más pensaba en ella, más detalles extraños acudían a su mente.

Ha llegado tarde a la reunión y, al entrar en el aula, no va al fondo, donde hay un pupitre vacío, sino que se sienta allí mismo, junto a la puerta, al lado de esa mujer. Como siempre, está tomando notas pero en cuanto Lártsev se acomoda a su lado, cierra el bloc… En aquel momento, el hombre sonrió para sus adentros pensando que a lo mejor se aburría igual que los demás, pero que se había inventado algo que hacer y tal vez escribía cartas o, por qué no, poemas. Por eso había ocultado sus apuntes…