La maestra monitora informa a los padres sobre los resultados del examen estatal de lengua rusa.
– ¿Les apetece ver si sus hijos saben escribir correctamente? -pregunta la señorita levantándose para entregar las libretas a los padres.
La mujer tiene un ataque súbito de tos, aprieta contra los labios un pañuelo y abandona el aula…
Terminada la reunión, todos los padres se agolpan delante de la mesa de la monitora para abonar el importe de los desayunos. Todos menos esa mujer, que sin pérdida de tiempo se dirige a la puerta…
Sale del colegio después de asistir a la reunión y al doblar la esquina ve a la mujer, que sube en un coche y ocupa el asiento de conductor. VAZ-99 de color asfalto mojado, de potentes faros antiniebla halógenos, neumáticos Michelin y cara tapicería de ante natural. «¡Toma! -se dice en aquel momento Lártsev-, parece tan poquita cosa y mira qué cochazo tan fardón…»
Se fija un poco más y ve que en el asiento de atrás lleva una mochila enorme, botas y chaqueta de cazador, y una cartuchera…
Lártsev se reprochó el no haberle prestado atención antes. Claro, casi toda la información sobre Nadia provenía de aquellas puñeteras reuniones. Nadia, que se había sentido mal durante la segunda hora, fue citada como ejemplo cuando se les recordó a los padres que era imprescindible darles a los niños un buen desayuno. También mencionaron a Nadia al pedir a los padres que no dejaran que sus niños trajesen juguetes al colegio porque esos juguetes solían ser muy caros y no estaban al alcance de cualquiera, lo cual a menudo generaba conflictos. «No hace mucho, Nadia Lártseva ha estado a punto de pelearse en clase con Rita Biriukova, porque Rita había traído al colegio una muñeca Barbie, se la dejó a Nadia para que jugara con ella y cuando quiso recuperarla Nadia fue incapaz de separarse de aquel maravilloso juguete.» De Nadia hablaron al exigir a los padres que de ninguna de las maneras mandasen al colegio a los hijos si no se encontraban bien, ya que podían ser portadores de alguna infección. ¡Ay, ojalá se hubiera fijado antes en todos estos detalles!
Se levantó del banco de un salto y a paso rápido se encaminó hacia el metro. Bajó en la tercera parada, hizo transbordo, llegó hasta Universidad, la estación más próxima a la sede de la Sociedad de Cazadores y Pescadores de Moscú.
Cuando, en cumplimiento de su solicitud, delante de él colocaron una treintena de fichas de mujeres cazadoras, con fotos y domicilios, no tardó en reconocer aquella cara, memorizó en un instante la dirección y el nombre, recogió las fichas y se las devolvió a la empleada de la sociedad sin molestarse en tomar notas.
– ¿Ha encontrado lo que buscaba? -le preguntó guardando las fichas en la caja fuerte.
– Lo he encontrado, gracias.
Resumiendo: Dajnó Natalia Yevguénievna, avenida Lenin, 19, apartamento 84.
CAPÍTULO 15
– ¡Quieto, César! -dijo una voz autoritaria al otro lado de la puerta cuando Lártsev llamó.
Se oyeron unos pasos y la puerta se abrió de par en par. En el umbral estaba aquella misma mujer.
– Hola, buenas tardes, ¿me reconoce? Nos hemos visto en las reuniones de padres del colegio número 64. ¿Se acuerda de mí? Soy el padre de Nadia Lártseva.
La mujer profirió un gemido, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la puerta.
– Querrá decir su padrastro, ¿no? -precisó ella.
– No, no, soy su padre. ¿Por qué dice que soy su padrastro?
– Pero cómo es posible… -parpadeó perpleja-. Yo creía que el padre de Nadia…
– ¿Qué es lo que creía? -inquirió Lártsev con dureza, entrando en el recibidor y cerrando detrás de sí la puerta.
La mujer prorrumpió en sollozos.
– Perdóneme, por amor de Dios, perdóneme, sabía que esto no iba a acabar bien, lo presentía… todo ese dinero… lo presentía.
Los sollozos interrumpían continuamente su balbuceo inconexo mientras cogía un frasco de valocordín, disolvía unas gotas del clásico remedio contra la taquicardia en un vaso de agua y se lo bebía con tragos espasmódicos. No obstante, al final Lártsev pudo ordenar sus palabras sueltas en algo semejante a un relato. El año anterior, un hombre se le acercó para pedirle que asistiera a las reuniones de padres del colegio número 64, en concreto, de la clase donde estudiaba Nadia Lártseva. Dijo ser el padre de Nadia y que se había separado de la mujer a las malas, hubo un escándalo bestial, la ex no quería ni oír hablar de él y no le dejaba ver a la niña. Pero tenía tantas ganas de saber al menos algo de su hija, de cómo le iba en el colegio, cómo se portaba, qué problemas tenía, cómo andaba de salud. Parecía tan sincero, un padre tan devoto y tan dolido, que fue imposible decirle que no. Y menos cuando le ofreció una buena remuneración por aquel servicio nada complicado.
– ¿Quién es? -preguntó Lártsev.
– No lo sé -respondió Natalia Yevguénievna, y se echó a llorar de nuevo.
– ¿Cómo ha dado con usted?
– Estábamos haciendo cola en una tienda. Había mucha gente, empezamos a charlar, me explicó sus problemas familiares… Y nada más. No he vuelto a verle. Me llama por teléfono.
– ¿Y cómo le paga?
– Deja el sobre con el dinero en mi buzón al día siguiente de cada reunión. Por la noche, después de la reunión, me llama, le cuento todo aquello de lo que me he enterado y al día siguiente el sobre está en el buzón. Tiene que entenderme -sollozó Dajnó-, soy cazadora, y cazar cuesta muchísimo dinero. Necesito un coche para llevar el equipo, necesito armas, municiones, licencias… No puedo prescindir de la caza, me moriría. He nacido en Siberia, en una reserva natural, mi padre era montero, me acostumbró a la caza desde que llevaba pañales. Si me la quitan, me asfixiaré aquí en la ciudad.
Dajnó se justificaba, se llevaba cada dos por tres la mano al corazón, tomaba medicinas, sollozaba y moqueaba. Estaban sentados en un salón espacioso pero poco acogedor, lleno de muebles dispares, obviamente comprados en momentos distintos y al azar, y ajenos a cualquier unidad de propósito o de estilo. Todas las paredes del gran piso de tres habitaciones estaban cubiertas de trofeos de caza y armas. En el umbral de la puerta que comunicaba el salón con el recibidor, yacía majestuoso el enorme doberman de purísima sangre llamado César.
– Trate de tranquilizarse, Natalia Yevguénievna -le dijo Lártsev suavizando la voz-. Para empezar, vamos a intentar recordar todo cuanto sabe sobre ese hombre. No tenga prisa, tómese el tiempo que necesite para pensar.
– ¿Qué interés tiene por aquel individuo? -preguntó Dajnó con repentina suspicacia.
– Verá, Natalia Yevguénievna, han secuestrado a mi hija y él es quien ha organizado el secuestro.
– ¡¿Qué dice?! -Dajnó volvió a agarrarse del corazón-. Dios mío, qué horror, qué horror -plañó hundiendo la cabeza entre las manos y balanceándose en la silla-. Toda la culpa es mía, tonta de mí, cómo pude ser tan confiada, me dejé seducir por la pasta, le creí al canalla ese…
Y vuelta a empezar: sollozos, medicinas, agua, palabras de arrepentimiento, los golpes en el pecho. Lártsev sentía una profunda pena por esa mujer, ya nada joven, a la que las luces de una gran ciudad al principio habían atraído como a una mariposa tonta y luego la quemaron. Una chica criada en una reserva natural siberiana había empezado a sofocarse en la inmensa ciudad de piedra, llena de humo y suciedad, y durante todos esos años la caza había sido su única evasión, el sorbo de frescor y pureza de la naturaleza.
Para ir a casa de Dajnó, Lártsev había cogido el metro en Universidad y cuando hizo el transbordo a la línea Circular, los agentes de seguimiento le perdieron. Era la hora punta, las muchedumbres se arremolinaban, se empujaban, les cerraban el paso, se agolpaban delante de las numerosas paradas de venta de libros y prensa que proliferaban en los túneles y pasadizos.