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Después de lo ocurrido en el bosque, Grádov y Nikiforchuk resolvieron sin apuros el problema de pagos al marido de la víctima vendiendo algún que otro trasto de los que los padres le enviaban a Arkady. Sin embargo, Grádov, que no tenía posibilidad de pedir dinero a la madre, no quería contraer una deuda eterna con su compinche rico.

La idea de quitarse de encima al insaciable chantajista fue suya. Conocía a Támara Yeriómina y no le costó nada convencer a Vitaly Luchnikov, tras pagarle la cuota de turno, de que les acompañara a tomarse un trago y a charlar un rato a casa de «una potranca muy ardiente». En poco tiempo emborracharon a Támara hasta la inconsciencia y la metieron en la cama. Luchnikov les dio más trabajo pero al final lograron llevarlo a él también hasta el lecho de Támara. Turnándose, le cosieron a cuchilladas utilizando el cuchillo de cocina. Luego se sentaron en la cocina y esperaron a que Támara volviese en sí. Nikiforchuk estaba inquieto, se removía en su asiento como un azogado, quería marcharse cuanto antes pero Serguey empleó su autoridad para explicarle lo imprescindible que era esperar a que Támara descubriese el cadáver y montarle una escena para persuadirla de que había sido ella la que, borracha perdida, había matado al chaval. Si no lo hacían, cualquiera sabía en qué iría a parar todo aquello.

– No podemos dejar la situación descontrolada -pontificaba con aire de suficiencia Grádov, sirviéndose patatas y cortando otra rebanada de pan.

El asesinato que acababan de cometer no le había quitado apetito. Ni siquiera prestó atención a la hija de tres años de Támara, Vica, que jugaba quietamente debajo de la mesa, refunfuñando a propósito de sus problemas de niña.

Tuvieron que esperar un rato largo. Al final, desde la habitación llegaron sonidos, al principio confusos pero que pronto se transformaron en aullidos animales. En el umbral de la cocina apareció Támara, verde de terror y con las manos ensangrentadas. La sangre goteaba de sus dedos y ella, mirando con perplejidad su mano, la restregó con un movimiento como suspendido en el tiempo contra la blanca pared estucada. El espectáculo fue tan monstruoso que Arkady apenas pudo reprimir las ganas de vomitar. No quería quedar mal ante su mejor amigo y, para dar pruebas de dominio de sí mismo, cogió del aparador una tiza verde de sastre y dibujó una clave de sol sobre las rayas de sangre que habían quedado en la pared. En aquel momento su ocurrencia le pareció graciosa e insólita, y se rió con satisfacción. Ya podía estar orgulloso de sí.

A continuación todo sucedió tal como Serguey había pensado. Gritando: «¡Qué has hecho, zorra, le has matado!», salieron disparados al rellano para atraer la atención de los vecinos y crear, según la expresión de Grádov, un estado de opinión. Llegó la policía, los jóvenes prestaron declaración, y sólo entonces Arkady cayó en la cuenta:

– Han tomado nota de nuestras direcciones y del instituto. ¿Y si se les ocurre mandar algún papel diciendo que acostumbramos a entretenernos con alcohólicas asesinas? Nos expulsarán en menos de lo que se dice.

Era algo que Grádov no había tenido en consideración. Pero no se asustó en exceso. Tenía a papá, que en último caso les sacaría del apuro.

Serguey empezó por contarle a papá la misma historia que a los funcionarios de policía. Pero Alexandr Alexéyevich Popov conocía a su hijo demasiado bien para tragarse el cuento.

– ¿Lo habéis hecho vosotros? -preguntó sin ambages.

– Equilicuá. ¿Cómo lo has adivinado? -respondió Serguey mirándole a los ojos desafiante.

Había perdido todo escrúpulo y la continua impunidad de que disfrutaba en el pasado le había liberado del último vestigio del miedo a la ira paterna.

El padre le explicó a su hijo con frases llenas de sentido, expresivas a la vez que muy concretas, que estaba equivocado y que había cometido una fechoría gorda. Sin embargo, prometió ayudarle. Y le ayudó.

Después de terminar la carrera, los caminos de Serguey Grádov y Arkady Nikiforchuk se separaron. Alexandr Alexéyevich había ascendido en el escalafón del partido y logró que a su hijo le ofrecieran un puesto en el Comité Municipal de Moscú del PCUS. Las esperanzas de Serguey de conseguir trabajo en el extranjero no prosperaron porque le daba pereza aprender idiomas raros, mientras que el inglés que llevaba chapurreando desde el colegio y un francés macarrónico que mal que bien había asimilado en las aulas del IRI no le permitían contar con ninguna perspectiva real. Serguey se contentó con aceptar el puesto del comité y, sin prisas, se dedicó a construir su carrera en el partido. Al llegar la perestroika ya contaba con numerosas relaciones útiles y había inventado un modo fácil de ganar divisas, al organizar en París un grupo de literatos y traductores jóvenes y hambrientos, a los que suministraba materia prima para su tratamiento literario y creación de estridentes thrillers.

Después del fallido golpe de estado de 1991, cuando un partido murió definitivamente y en su lugar empezaron a salir como hongos nuevos partidos y partiditos en grandes cantidades, Serguey Alexándrovich, afianzado sobre una buena base de pecunio convertible, se dedicó con entusiasmo a escribir una nueva página de su vida. Y entonces se cruzó en su camino, tras muchos años de ausencia, Nikiforchuk…

Arkady había vivido los dieciocho años que habían transcurrido desde que terminó la carrera de una forma muy diferente. En el último curso se casó con una estudiante del mismo instituto, una morena bajita y delgadita, de pechos pequeños y seductores, y grandes ambiciones, hija de muy buena familia y dotada de muy mal genio. Después del incidente en el bosque, el joven evitaba instintivamente a mujeres de aspecto típicamente ruso -robustas, de pelo claro, ojos grises y cara redonda-, le resultaba simplemente insufrible la sola idea de tocarlas, sin hablar ya de acostarse con ellas. El propio Arkady -alto, elegante, de cara guapa y dulce- atraía a las chicas, pero de todas las pretendientes escogió a la que menos se parecía a aquella belleza rusa, Lena Luchnikova. Nikiforchuk, quien desde pequeño estaba acostumbrado a aprender idiomas extranjeros, en el instituto estudió holandés, lo que uno o dos años más tarde le ayudó a ser destinado a los Países Bajos en calidad de representante de uno de los grupos del Ministerio de Comercio Exterior. La mujer estaba encantada. Todo salía tal como se lo había imaginado cuando decidió casarse con Arkady. Tuvieron una niña.

Pero la carrera de Arkady, que había arrancado con tantos bríos, de repente se encalló. Se emborrachaba, se dejaba llevar por el abatimiento, escuchaba música triste y reflexionaba sobre el sentido de la vida, la culpabilidad y paparruchas similares. La mujer empezó a preocuparse, pretendía convertirle en diplomático y consideraba que el chico debía currárselo complaciendo a la gente pertinente y frecuentando recepciones; él, en cambio, no hacía más que mamarrachadas. Luego, en una recepción de altísimos vuelos, Nikiforchuk agarró una melopea de aupa, hizo gansadas y dijo despropósitos; en resumen, se comportó de forma improcedente. Sus encendidos y beodos discursos se centraron en un tema principaclass="underline" nosotros, los aquí presentes, tan ahítos y boyantes, afectamos que todo va de la mejor de las maneras cuando en realidad cada uno de nosotros ha llegado hasta donde está pisando cadáveres y no hay ninguno libre de pecado. En veinticuatro horas le organizaron el regreso a Moscú. Le cancelaron el visado de salida del país y ya podía decir adiós a los viajes al extranjero, por lo que la mujer, sin pensárselo dos veces, cogió a la hija y todo lo que habían comprado mientras vivían juntos y abandonó tranquilamente el nido conyugal. Corría el año 1977. Hacia 1980, las borracheras de Arkady le merecieron el despido del Ministerio de Comercio Exterior, y a partir de entonces subsistía haciendo traducciones para la editorial Progreso (que publicaba obras de propaganda soviética para su difusión en el extranjero). Cuando, en 1981, sus padres regresaron del extranjero para quedarse definitivamente en Rusia, su vida se volvió del todo insufrible. No había sabido ganar dinero para comprarse un piso propio, por lo que estaba obligado a escuchar cada día los lamentos y reprimendas paternas. Aguantó todo lo que pudo, luego se casó con una camarera y se marchó a vivir con ella. En todos esos años sólo había visto a su amigo del alma, Serguey Grádov, una vez, en 1983, durante la reunión de la promoción del setenta y tres, donde charlaron un rato e intercambiaron teléfonos, tras lo cual Arkady titubeó y, discretamente, abandonó la fiesta. No tenía nada de qué presumir.