A medida que en Rusia fueron apareciendo empresas mixtas, la situación de Arkady mejoró un poco, pues empezaron a llamarle para servicios de intérprete en diversas negociaciones, tanto las serias como las que no lo eran tanto.
En 1991, una vez más, le pidieron que atendiera a un empresario holandés durante su estancia en el país. Nada más llegar, el holandés le echó el ojo a una secretaria muy guapa llamada Vica, que servía café y licores, y al concluir la parte oficial, la invitó a cenar. También invitó a Arkady, ya que sin su ayuda no iba a poder entenderse con la chica. En el restaurante todos cogieron trompas monumentales y después el extranjero los llevó a su hotel, donde ocupaba una suite de dos habitaciones. Mientras éste se daba un revolcón con Vica, Nikiforchuk descabezó un sueñecito en el sofá de la habitación de al lado. El holandés salió de la alcoba con una sonrisa de cansancio en el rostro y le ofreció a Arkady las sobras de la mesa del gran señor. La muchacha era increíblemente atractiva y Arkady, maldiciendo para sus adentros su propia debilidad y luchando con la repugnancia que se inspiraba a sí mismo, aceptó la proposición. Vica le evocaba a alguien vagamente, y le preguntó su apellido esperando recordar dónde pudo haber tropezado con ella.
Al oír el nombre de Yeriómina se estremeció y sintió que se le encogía el corazón, pero en seguida se consoló pensando que era un apellido común y corriente y que se trataba de mera coincidencia.
Pero superar el interés enfermizo que sentía por Vica no fue nada fácil, por lo que Arkady se brindó a acompañarla a casa, subió a su piso y se quedó allí hasta el amanecer. A mitad de la noche, la joven despertó con sudores fríos, chillando y llorando; bajó de la cama de un salto, llenó un vaso de agua, se lo bebió de un trago y le contó a Nikiforchuk el sueño recurrente que tanto la asustaba. Luego comenzó a sollozar, a sacudirse en espasmos histéricos, y a vomitar. Mientras, Arkady le enjugaba las lágrimas y pensaba horrorizado que Grádov y él tenían la culpa de haberle estropeado la vida y haber trastornado la mente a la muchacha. Le invadían una compasión torturadora por Vica y una vergüenza no menos dolorosa. Tras veinte años de remordimientos, aquélla fue la gota que colmó el vaso.
A la mañana siguiente llamó a Grádov y empezó a desvariar: le dijo que su deber era ayudar a Vica, que eran culpables de haberle roto la vida, que habían cometido un pecado gravísimo. Grádov consiguió tranquilizar por un tiempo al viejo compañero.
– Valiente ayudante estás tú hecho -le objetó Serguey Alexándrovich cariñosamente-, si no puedes pasar ni un día sin darle al frasco. Primero, vamos a ponerte en orden a ti y luego ya pensaremos qué podemos hacer por la chica. Te llevaré a ver a mi médico, te coserá una ampolla de aquellas que si se te ocurre beber una gota de alcohol, la palmas. ¿Sabes a qué me refiero? Ese tratamiento que se está haciendo tan popular. Cuando te desintoxiques, tomaremos alguna decisión.
Durante un tiempo, sus razones surtían efecto pero luego a Arkady le dio por llamar a Grádov por las noches, cada vez más a menudo, para exponerle sus delirantes ideas de quitarse de en medio y dejar escrita una carta de arrepentimiento, o ir a confesarse con un sacerdote, o contárselo todo a Vica e implorar su perdón. Grádov comprendió que Nikiforchuk se estaba volviendo peligroso. La decisión que adoptó Serguey Alexándrovich fue, como siempre, drástica y brutal.
– Bueno, ¿cómo está? -preguntó Arsén en voz baja, estremeciéndose frioleramente y soplando sobre las ateridas manos para calentarlas.
La habitación estaba sumida en tinieblas, el electrocardiógrafo zumbaba suavemente y sus plumillas trazaban líneas enigmáticas en las que estaba encriptada la respuesta a la pregunta.
– De momento no está mal -contestó el médico desprendiendo los sensores del cuerpo de la niña y guardando el aparato en el maletín-. El pulso está bien; los tonos cardíacos, limpios.
– ¿Seguirá mucho tiempo así? -inquirió Arsén.
– Cómo se lo diría… -titubeó el médico dubitativo-. Dígame qué quiere y le explicaré cómo conseguirlo.
Miró a Arsén a la cara con gesto servicial, para lo cual tuvo que inclinar fuertemente la cabeza, ya que el viejo era mucho más bajito que él.
– No se esfuerce por complacerme -contestó Arsén desabridamente-. Usted es médico, tiene que decirme con la máxima claridad cuánto tiempo podemos seguir administrándole el fármaco a la niña sin poner en peligro su salud. Déme el plazo límite y tomaré la decisión oportuna.
– Verá usted… -vaciló el médico.
Tenía muchas ganas de agradar a Arsén y trataba de adivinar la respuesta que éste deseaba oír.
– Así en general… Todo depende del estado de la actividad cardíaca… En realidad, habría que saber si su salud es buena, si ha soportado recientemente alguna enfermedad grave.
– No se vaya por las ramas -se enfadó Arsén-. Me resulta mucho más fácil colaborar con su mujer. Siempre valora con precisión tanto la situación como sus propias posibilidades y no tiene miedo a defender sus opiniones. Usted trabaja para mí como especialista y debe tener criterio propio. Si pudiera resolver los problemas médicos yo solo, no le pagaría el dineral que me cuestan sus servicios. Así que haga el favor de ganarse su sueldo. Por ejemplo, acaba de ponerle una inyección. ¿Cuánto tiempo durarán los efectos?
– Doce horas.
– ¿De manera que mañana a las ocho de la mañana habrá que poner otra?
– Bueno… En principio, sí.
– ¿Qué significa «en principio»?
– Empieza a ser arriesgado. Una nueva dosis puede matarla. Ya no despertaría.
– Vaya, por fin hay algo de claridad -rezongó Arsén-. Pero también puede suceder que un pinchazo más no le haga daño, ¿verdad?
– Desde luego. Ya le he dicho que depende de su estado de salud, del corazón…
– Bien, pues la situación se presenta de este modo -resumió Arsén-: mañana por la mañana, usted examina a la niña y me comunica si es posible administrarle otra inyección. Si es posible, se la administra. Si no, yo decidiré si la despertamos o si seguimos con el tratamiento. Por la mañana dispondré de información suficiente para adoptar la decisión.
– Pero se da cuenta de que después de la inyección de mañana la niña puede… -el médico se cortó y tragó saliva convulsivamente.
Arsén levantó un poco la cabeza y fijó sus ojos, pequeños y muy pálidos, en la cara del médico. La pausa se prolongaba y el silencio fue mucho más expresivo y amenazador que las palabras más duras y denigrantes. Al final, el brillo colérico de sus ojos se apagó y la cara del viejo recobró su aspecto anodino y corriente.
– ¿Cómo se encuentra el emperador? -preguntó casi alegremente, estudiando el horario de trenes de cercanías que había extraído del bolsillo.