– ¿César? Está fenomenal. Come por dos, da la lata con sus caprichos por tres, y en lo que respecta a la mala baba, la que tiene alcanzaría para diez chuchos.
En la voz del médico resonó un alivio indisimulado. No sólo quería agradar a Arsén, también le tenía un miedo cerval.
– No le preguntaré por su hijo, estoy al tanto de sus asuntos. ¿La esposa sigue con buena salud?
– Gracias, estamos bien todos.
– Aquí hace fresquito -observó Arsén estremeciéndose otra vez de frío-. ¿No se nos va a resfriar la niña?
– Está bien abrigada. Por lo demás, conviene mantener el ambiente fresco. En una habitación demasiado caldeada, el sueño inducido por psicotrópicos se soporta peor -aclaró el médico competentemente-. Como ve, aquí sólo hay un radiador, y es más que suficiente. En cambio, en la habitación de al lado, donde están sus chicos, hace mucho más calor. Allí hay dos radiadores y, además, tienen enchufado el infiernillo constantemente, están todo el tiempo hirviendo el agua para el té.
– Está bien, amigo mío, tengo que irme. -Arsén acababa de elegir el tren y tenía prisa-. Mañana a las ocho examinará a la niña, espero su llamada a las ocho y cuarto. Si decido no continuar con las inyecciones, les dirá a los guardias que la lleven a la ciudad y que la dejen en el jardín, ellos saben cuál.
– ¿Y si…? -preguntó el médico acobardado.
– Entonces, le pondrá la inyección. Y quítese de la cabeza todas esas tonterías que le preocupan.
Arsén salió de la habitación, bajó del porche y pisó la nieve fresca, que crujió bajo sus pies. Allí, en el campo, el invierno había llegado de veras, la nieve no se derretía nada más pisarla los viandantes y las ruedas, sino que se extendía como un manto de azúcar blanco y sólido. El viejo sabía que, desde el campamento de pioneros, el campamento infantil, abandonado en invierno, hasta el apeadero se tardaba exactamente veintitrés minutos caminando a paso normal. Había emprendido el camino justo veintitrés minutos antes de la llegada del tren para no permanecer ni un segundo esperando en el andén, para no dar la nota sin necesidad.
Como siempre, la conversación con el médico le dejó la sensación de cierta leve aprensión. El hombre, diligente pero también pacato y servil, aunque sin lugar a dudas leal, a Arsén le gustaba mucho menos que su mujer. Ésta sí que era un auténtico hallazgo. Realmente valía su peso en oro. No obstante, no podía prescindir del médico, tenía que atarle corto pero sin espantarle. Le había resultado útil a la hora de decidir qué hacer con la niña. Arsén se daba perfecta cuenta de que soltar a Nadia sería peligroso, ya tenía uso de razón y podía ayudar a detectar alguna pista que condujese hacia él. Pero al mismo tiempo devolverla era preciso para mantener la influencia que tenía sobre Lártsev y, recientemente, sobre Kaménskaya. La idea de drogar a la niña resolvía el problema de la mejor manera: no veía nada, no oía nada, por lo que se la podría dejar marchar sin correr el menor riesgo, y al mismo tiempo el desobediente de su papá comprendería que, si no se comportaba, la próxima vez la suerte de la niña sería distinta. La experiencia demostraba que las cosas nunca llegaban hasta el punto de necesitar recurrir a esa próxima vez; un padre insumiso se volvía blando, pues el terror experimentado durante la ausencia de su retoño le acompañaba hasta el final de sus días. El secuestro de Nadia Lártseva era el quinto en la historia de Arsén y de su Oficina, y contar con un médico en semejantes situaciones era absolutamente imprescindible.
Arsén pisó el andén en el momento en que las puertas automáticas del tren se abrían justo delante de él. Entró en el vagón, donde la calefacción funcionaba a tope, se sentó en un rinconcito, apoyó la cabeza en la pared y entornó los ojos.
El coronel Gordéyev estaba reflexionando sobre las noticias que Oleg Mescherínov le había traído tras visitar a la viuda de Arkady Nikiforchuk. El día anterior, el 29 de diciembre, Víctor Alexéyevich había recibido la primera información sobre el hombre que junto con Grádov protagonizó el episodio ocurrido en el piso de Támara Yeriómina. Lástima que el instructor Smelakov no se acordase del nombre del instituto donde estudiaban aquellos jóvenes a los que tuvo que «borrar» con tanta urgencia de los informes de la causa criminal. Mientras Nastia «calculaba» a Grádov, a quien había identificado gracias a que sus señas coincidían con las de un implicado en el caso de Yeriómina y, mientras otros recababan sus datos, indagaban dónde había estudiado la carrera y buscaban a su compañero de estudios, Nikiforchuk, el tiempo se les había ido volando. Contabilizado de forma normal, no habían pasado más de unas cuantas horas, una verdadera minucia. Pero para los funcionarios operativos estas pocas horas se transformaban en un abismo infranqueable, que ni el propio Gordéyev sabría superar, pues cuando a su mesa llegaron los documentos fechados dos años atrás sobre el hallazgo del cadáver de Arkady Nikiforchuk, Nastia ya estaba confinada en su casa y no podía llamarle. Ahora Víctor Alexéyevich lo lamentaba sinceramente porque dichos documentos contenían un detalle de importancia crucial. Entonces, dos años atrás, la muerte de Nikiforchuk fue considerada accidental. ¿No morían acaso tantos y tantos alcohólicos al no poder hacer frente a la atracción irresistible del licor, a pesar de las serias advertencias del médico especialista en desintoxicación, que les había colocado bajo la piel la ampolla antialcohólica? Los funcionarios de la policía habían trabajado a conciencia pero no lograron detectar enemigos del traductor borrachín, y los motivos económicos tampoco parecían probables. Pero ahora, ese detalle, sumado a todos los acontecimientos de los últimos dos meses, arrojaba una luz nueva sobre las circunstancias de la muerte de Arkady.
Éste había sido el motivo por el que el día anterior el coronel Gordéyev mandó al estudiante Mescherínov a entrevistar a la viuda del fallecido.
Víctor Alexéyevich no podía saber que después de recibir la orden, Oleg llamó a Arsén, al que informó detenidamente.
– Ve allí pero, antes de decirle nada a Gordéyev, llámame y te daré instrucciones -ordenó el viejo.
Aquella noche, Mescherínov no encontró a la mujer en casa, era camarera y no salía de trabajar antes de la una y media de la madrugada. El estudiante no se atrevió a molestarla en el trabajo por un motivo tan delicado. Se presentó en su casa a la mañana siguiente, aclaró todo lo que le interesaba y se lo contó con vívidos detalles a Arsén. En esos momentos, el jefe de la Oficina ya estaba enterado de que Gordéyev había llamado a Kaménskaya para quejarse de las fuertes presiones que recibía desde arriba. La información sobre Nikiforchuk no hizo más que reafirmarle en su propósito de romper con Grádov y abandonarle a su propia capacidad de encontrar la solución a sus apuros.
«Pero menudo canalla nos ha salido nuestro Serguey Alexándrovich», reflexionaba con una sonrisa Arsén, escuchando el relato escueto y conciso del estudiante. No contento con haberle ocultado aquella antigua historia del asesinato de Luchnikov, tampoco dijo una palabra de su cómplice. Se había creído que el viejo Arsén era tonto. El jefe de la Oficina estaba acostumbrado a que la gente que solicitaba sus servicios confiase en él ciegamente, lo mismo que los enfermos confían en su médico. ¿A qué persona normal se le ocurriría ocultarle al médico la mitad de los síntomas de su dolencia y luego esperar que la ayudase a ponerse bien? Si Grádov era incapaz de comprender algo tan elemental, iba aviado si pensaba que la Oficina y él mismo, Arsén, le resolverían sus problemas.
– Puedes contarle a tu superior todo tal como es -concedió su generoso permiso a Oleg.
Si el coronel Gordéyev hubiese sabido la verdad, probablemente hubiese encontrado la situación cómica: al cometer el error de confiar en el estudiante, el resultado era que obtenía la información fidedigna. Pero en aquel momento la ignoraba, por lo que no se detuvo a reflexionar sobre las complicadas peripecias de la lucha entre la verdad y la mentira.