– Creo que son dos -susurró dubitativo su compañero, un rubio fofo y bajito también, esforzándose por ver a través de la ventana el interior débilmente iluminado-. Cualquiera sabe, está oscuro como boca de lobo.
– Esos tíos me dan mucho respeto -apreció Slávik-. ¿Se esconden de alguien o qué?
– O qué, o qué -le remedó el rubio enfadado-. Quizá no se esconden sino que vigilan a alguien. O si no, se han emboscado y están esperando.
– ¿Esperando a quién? -se preocupó Slávik-. ¿A nosotros o qué?
– Vaya con el merluzo. ¿Eres capaz de abrir la boca sin decir «o qué»?
– Anda y que te zurzan -dejó caer apáticamente el antiguo corredor de coches-. ¿Qué hacemos ahora?
– Tenemos que llamar al tío Kolia, que nos lo diga -contestó el rubio ajustando la posición del subfusil oculto bajo su holgado anorak-. Tampoco vendría mal papear algo. De todas formas, el viejo se nos ha escurrido, así que no hay prisa. Qué más da que el tío Kolia nos lea la cartilla ahora o un par de horas más tarde.
– En esto tienes razón -observó Slávik-. Nos calentará las orejas, eso seguro.
Volvieron hasta el apeadero, fueron al pueblo y encontraron la estafeta de correos, desde donde llamaron a Moscú.
El tío Kolia se mostró sumamente disgustado pero no quiso perder el tiempo con monsergas. El que hubieran perdido al viejo cascarrabias estaba muy mal. Pero que, en cambio, hubieran dado con los hombres de éste mejoraba las cosas. ¿Qué le había dicho Arsén de sudarle las manos y de mancharse el pantalón? Que se entere, pues, de que Kolia Fistín no olvidaba las ofensas. Y que no sólo no las olvidaba sino que las hacía pagar. Por supuesto, a Nikolay le habría gustado ajustarle las cuentas a ese viejo repugnante y taimado pero de momento no era lo más importante.
Lo importante era darle un susto a Arsén, hacerle ver que el tío Kolia era hombre de recursos, que Fistín no era ni tan bobo ni tan primitivo como parecía a primera vista. Lo importante era meterse en el bolsillo al renacuajo calvorota y obligarle a cumplir lo pactado con el amo. Salvar al amo y fortalecer su propia posición, ésta era la tarea prioritaria.
– Regresad a la ciudad. Aquí cogeréis el coche y a dos hombres más e iréis al campamento y lo pondréis en orden. Ojo con dejar basura, limpiadlo todo bien y lo que tengáis que tirar tiradlo en el bosque, donde la nieve está alta -ordenó.
Se mirase por donde se mirase, la imaginación de Fistín era todo menos prodigiosa, matar a un hombre y esconder el cadáver en el bosque era lo máximo a lo que llegaba.
Por enésima vez, Natalia Yevguénievna Dajnó echó unas gotas de valocordín en el vaso, sin olvidarse del sollozo pertinente, y con frialdad pensó que su visita no debía abandonar el piso. La acuciaba la necesidad de comunicarse con Arsén pero mientras estaba sola, mientras su marido e hijo no volviesen a casa, eso sería imposible. Iba a tener que seguir mareando la perdiz hasta que llegasen. Desgraciadamente, la situación llevaba visos de prolongarse por un tiempo indefinido. Su marido se había marchado al campo, allí donde Arsén tenía a la hija de Lártsev y podía tardar lo suyo en volver. En cuanto al hijo, sólo Dios sabía cuándo se dejaría caer por casa, podía ser que dentro de un minuto, podía ser que a media noche.
Notaba que el espectáculo le estaba saliendo bien y que el desgraciado del padre le había creído. Tenía un olfato extraordinario, detectaba la agresividad y desconfianza lo mismo que un animal, lo que le permitía valorar cada situación sin error posible y fijar el límite exacto, rebasado el cual correría un grave riesgo, pero que podía apurar para realizar maniobras. Esta cualidad suya la destacaba especialmente Arsén, quien no se cansaba de repetir:
– Cuando Dios repartía el sentido de la mesura y la facultad de asumir riesgos razonables, usted, no me cabe duda, estuvo a la cabeza de la cola. Y gracias a la caza ha adquirido la paciencia y habilidad para percatarse del peligro. Por eso tengo una confianza absoluta en su olfato.
Natalia Yevguénievna era, en efecto, originaria de Siberia, había nacido en la familia del montero de una reserva natural, en esto no le había mentido a Lártsev. En Moscú estudió la carrera de medicina, se graduó con la beca Lenin, concedida por sacar sobresalientes en todos los exámenes durante todos los años de estudios; practicó el tiro al blanco, representó a su facultad en varias competiciones y las ganó todas; siguieron los años de interna, de residente, el doctorado, el traslado a la clínica del KGB. Se casó con un compañero de estudios, cuya carrera seguía un curso mucho menos brillante y quien trabajaba de anestesista en una de las clínicas municipales. Natalia, como oficial del KGB, ganaba mucho más que su marido, con lo que él quedó en una situación subordinada, que se fue volviendo más y más pronunciada debido a la debilidad del carácter de éste y a una fuerza moral extraordinaria de la mujer. Había un solo fallo, no tenían hijos. Natalia Yevguénievna, aprovechando sus amistades en el mundillo médico, se sometió a todos los tratamientos habidos y por haber pero no sirvieron de nada. Sin perder esperanza de dar a luz a un hijo propio, el matrimonio Dajnó intentó adoptar, pero su petición fue denegada porque carecían de una vivienda adecuada: compartían su apartamento de ambiente único con el padre anciano del marido y aunque estaban en la lista de espera para mudarse a un piso más grande, su turno no llegaría antes de diez años como mínimo.
La desgracia visitó a Natalia Yevguénievna de forma fulminante. Un día, tras concluir un nuevo tratamiento, torturadoramente doloroso, conoció el veredicto finaclass="underline" nunca sería madre. Esa clase de esterilidad no la curaba nadie, en ninguna parte del mundo, y cualquier intento ulterior de tratamiento no haría más que minar su salud sin aportar resultado alguno.
Pasó la noche llorando, por la mañana se tomó un puñado de tranquilizantes y se arrastró al trabajo. Su cabeza estaba a punto de estallar, le dolía el corazón, cada poco las lágrimas le saltaban a los ojos, la vida parecía haber perdido todo sentido. Y, lo que faltaba, fue a verla el adjunto del jefe de uno de los directorios, de fisonomía enrojecida y abotargada por excesos etílicos, olor a resaca y voz cavernosa de mandamás. El angelito tenía dolores en el costado. «Bueno, ahora tienes dolores, mañana no los tendrás», pensó con ira la cirujana Dajnó prescribiéndole al general un fármaco para el cólico renal y diciéndole que volviera dentro de tres días.
El general volvió al cabo de tres días, algo más pálido pero despidiendo el mismo persistente olor a alcohol. Y se murió. Allí mismo, en el despacho de la cirujana Dajnó. Resultó que el general padecía de apendicitis, que pronto se transformó en peritonitis, la cual el hombre había aguantado durante los cuatro días, combatiendo el insoportable dolor con el clásico remedio popular de renombrada eficacia. El veredicto de la comisión médica proclamaba que los síntomas de la apendicitis estaban presentes en el momento de la primera visita del enfermo, pero que la doctora Dajnó no realizó las pruebas pertinentes y prescribió un tratamiento incorrecto, incurriendo en negligencia manifiestamente grave, que ocasionó el óbito del paciente. La privación de libertad asomó en el horizonte, más cercana cada día, Natalia Yevguénievna podía sentir ya su aliento sobre su cara. Y entonces apareció Arsén.
– Puedo ayudarla, Natalia Yevguénievna -le dijo con cariño-, es buena persona, una doctora magnífica, pero la suerte le puso la zancadilla y usted tropezó. Son los criminales de verdad, los canallas redomados, los que tienen que ir a la cárcel, y no la gente decente que ha sufrido una desgracia. ¿Está de acuerdo conmigo?
Dajnó asentía con la cabeza en silencio y se enjugaba las lágrimas.
– Hoy la ayudo a usted, mañana me ayudará usted a mí, ¿le parece? -continuaba entre tanto Arsén-. Los dos juntos sacaremos de apuros a buenos y dignos ciudadanos. Si se une a mi lucha, tendrá un piso como Dios manda y le echaré una mano con la adopción. El niño que adoptará no será un niño cualquiera, con no se sabe qué genes de padres alcoholizados, sino el más sano, el más listo, el de más talento que se pueda encontrar. Aunque no será un recién nacido sino un adolescente, puesto que tenemos que estar seguros de su salud, de su psique y de su intelecto, y cuando se trata de niños pequeños es fácil equivocarse. Además, dispondrá de posibilidades de dedicarse a la caza, que tanto le gusta. ¿Qué me dice pues, acepta?