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Y el marido exhaló un suspiro de alivio…

…Hacía seis años… Natalia corre por la resbaladiza acera, jadeando de emoción y ternura. Sobre su pecho, bajo el abrigo de astracán, se estremece un bultito tibio y diminuto, el cachorro que acaba de comprar. Ha escogido entre toda la carnada justamente a ese cabezón porque, nada más verle, sintió una cálida ola de adoración loca expandirse por sus entrañas.

– ¡Mira a quién te he traído! -exclamó triunfalmente irrumpiendo en casa y soltando las solapas del abrigo.

Sobre la cara de Oleg se lee una perplejidad indiferente; luego, un educado interés. Los perros no le gustan. No obstante, media hora más tarde se arrastra de rodillas, junto con Natalia, delante del cachorro, se admira, le habla con voz atiplada, le hace cosquillas con los dedos en la barriguita, le besa en la prominente frente, en los húmedos hocicos.

– Mamá, ¿puedo sacarlo a pasear?

– Puedes, hijo mío, pero será dentro de unos meses. Es demasiado pequeño, no debe andar por la calle, antes tenemos que vacunarle.

– ¿Me dejarás que le dé de comer? Compraré libros sobre perros y lo haré todo estrictamente conforme manda la ciencia. ¿Me dejarás?

– Claro que sí, hijo mío -sonríe Natalia Yevguénievna, que se ha percatado del cambio repentino de la actitud del chico.

«Primero, no le gustan los perros, ahora ya lo sabe, pues al principio, durante unos instantes no ha podido disimular su disgusto a propósito de la aparición de un nuevo miembro en la familia. Segundo, quiere ser el único objeto del amor y las atenciones, y el hecho de la llegada al piso de un nuevo ser que requiere mimos y cuidados no le hace ninguna gracia. Pero ha sabido disimularlo. Ha podido disimularlo. A sus quince años es capaz de pisotear a su verdadero ser para transformarse en el que desea ver su madre adoptiva. Un imitador. El sueño hecho realidad. Éste llegará lejos…»

… Hacía cuatro años… Natalia Yevguénievna camina hacia casa con una enorme mochila sobre las espaldas. Su marido nunca ha aprobado su afición. En realidad, le trae absolutamente sin cuidado a qué aficiones dedica su tiempo libre la mujer, pero las consecuencias… La carne que trae a casa de cada cacería hay que cortarla, a los conejos hay que despellejarlos y a los patos desplumarlos. Es un trabajo duro, sucio, sangriento; cuando termina, la cocina, desde el suelo hasta el techo, está cubierta de sangre y trocitos de vísceras. El olor a carne aún tibia es muy peculiar, acostumbrarse a él tampoco es fácil. El marido nunca ayuda a Natalia a preparar la carne, simplemente se va a ver a los amigos o la víspera de la cacería pide en la clínica que le asignen una guardia ese día.

Al instalarse Oleg en casa, todo esto ha cambiado. El chico escucha con vivo interés sus relatos sobre las cacerías, hace preguntas, comparte las emociones de la madre, contiene el aliento en momentos especialmente dramáticos, la consuela con palabras adultas cuando un día Natalia se confunde en la oscuridad, mata de un disparo a un cisne y se disgusta tanto que ni siquiera trae a casa las piezas cobradas, sino que se las deja a los monteros. Pero lo más importante es que no se escaquea del trabajo sucio de la cocina, ayuda a Natalia a cortar y preparar la carne, la repasa quitando los últimos pelos y plumas, limpia los charcos de sangre, lava las paredes y el mobiliario de la cocina. En ocasiones, ella observa a Oleg con el rabillo del ojo cuando él se relaja y se olvida de controlar la expresión facial, y se da cuenta del esfuerzo que le cuesta ocultar la repugnancia que le produce ver y oler la sangre. Para los asuntos de caza de la madre es un ayudante valiente y sacrificado. Esta vez, Natalia Yevguénievna trae a casa un jabalí.

El enorme animal le salió, sencillamente, al encuentro. Natalia le disparó desde unos veinte pasos de distancia y le dio justo en la frente, pero el impulso seguía propeliéndolo hacia adelante, y la media tonelada de su mole amenazaba con arrollar a la mujer. Dajnó no recordaba haberle disparado por segunda vez y no entendía en absoluto cómo, en su estado de ofuscación aterrada, había conseguido darle en el ojo. En cambio, sí recordaba muy bien el miedo que había sentido. Las piernas seguían temblándole incluso ahora, cuando estaba sentada en la cocina bebiendo té junto con Oleg. Desde luego, hubiera preferido algo más fuerte que el té pero no creía conveniente tomar alcohol delante de un joven de diecisiete años. Por algún motivo le atemorizaba la idea de que la viera débil.

– ¿Has pasado mucho miedo, verdad, mamá? -preguntó Oleg buscando la mirada de Natalia con la suya.

– Sí, hijo, a decir verdad, mucho. Sigo sin volver en mí -confesó la mujer.

Oleg se levantó, abrió la nevera y sacó una botella de vodka ya mediada.

– ¿Nos atizamos un lingotazo, eh, mami querida? Necesitas relajarte, si no, luego no podrás dormir -dijo el hijo mientras buscaba en el armario unas copas y preparaba unos bocadillos para acompañar el trago.

– Gracias, Oleg -suspiró la mujer agradecida-. Tenía unas ganas tremendas de tomarme una copa pero me daba vergüenza.

Oleg dejó el cuchillo, se acercó a Natalia, apretó la mejilla contra la suya.

– Soy tu hijo. Delante de mí no debes avergonzarte nunca, ¿me oyes? Porque eres mi madre y para mí siempre serás la mejor, la más digna, la más justa, la más sabia, hagas lo que hagas.

– Gracias, mi cielo. -Le atusó con ternura la abundante cabellera rubia, le acarició el cuello, el hombro-. Aprecio mucho esta actitud tuya. Pero ¿no crees que no deberías beber conmigo?

– Primero, beber a solas es indecente, es un indicio de alcoholismo -se rió Oleg-. Y segundo, me asusté tanto como tú al imaginar lo que pudo haber sucedido. Tienes mucho coraje, madre, pero por favor, cuídate. No quiero perderte.

Natalia Yevguénievna sentía físicamente cómo se desdoblaba su alma. Una mitad comprendía que todo aquello no era sino una hábil interpretación teatral, una imitación de lo que el interlocutor de Oleg esperaba ver y escuchar en cada momento dado. Era un joven excepcional, un psicólogo sutilísimo que sabía captar el estado anímico de los demás y afinar al instante su línea de comportamiento de acuerdo con las expectativas más exigentes, con los modelos más elevados. No era casualidad que todo el mundo, sin excepción, le adorara. En los cuatro años no había habido ni un acto, ni una palabra que reprocharle.

¡Pero la otra mitad de su alma tenía tantas ganas de creer que todo aquello era verdad, que en efecto Oleg era un hijo solícito, atento, tierno, que idolatraba a su madre, que tenía talento, entereza, honradez y decencia!

«Lo que te ocurre, es que se te cae la baba con él -no dejaba de decirse a sí misma Natalia Yevguénievna-, no es de fiar, sabes perfectamente qué y cómo es. Es tu pupilo, que nunca llegará a ser tu hijo. Sólo está jugando a ser hijo amantísimo con tal de obligarte a ser madre cariñosa.» Pero apetecía tanto creer en el sueño hecho realidad…

…Hacía tres años… Por primera vez Natalia llevó a Oleg a practicar el tiro. Solía ir a entrenarse sola, el hijo vivía según sus propios horarios y practicaba el tiro a horas y en sitios distintos. Natalia Yevguénievna sólo se enteraba de los éxitos deportivos de Oleg por sus propias palabras y por los diplomas y copas que traía a casa con cierta frecuencia. Además del tiro al blanco, también practicaba natación y lucha libre y jugaba al ajedrez.

Los resultados del entrenamiento conjunto la dejaron atónita. No era que Oleg disparase bien. Disparaba mejor que ella. Pero lo que más impresionó a Natalia Yevguénievna fue la sensación inédita de entusiasmo provocado por el hecho de que alguien la superase en el tiro. En su círculo de amistades no tenía iguales, siempre había sido la primera, la mejor, la campeona, el no va más.

Y la idea de que tarde o temprano llegaría alguien que batiría sus récords no le hacía ni pizca de gracia. Ese alguien apareció de forma del todo inesperada, y mucho más inesperado aún resultaba el hecho de que esto le diera ganas de llorar de alegría. Sólo los verdaderos maestros y padres amantes sabían alegrarse de que su criatura les hubiera superado.