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Durante un par de minutos, Kratos, Ahri y el cayanero siguieron inmóviles sobre el adarve de la muralla de Nidra. Cuando iban a marcharse, oyeron un aleteo, y el ave regresó aparentemente de la nada y se posó en el antebrazo extendido de su adiestrador. Poco a poco, sus plumas adquirieron el matiz terroso de los alrededores.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Kratos-. ¿Se ha desorientado?

– Eso es imposible, tah Kratos -respondió el cayanero, examinando el pico y las patas del ave-. Éste no es el mismo pájaro.

– Si tú lo dices… Ah, espera.

Aunque para un profano era tarea peliaguda distinguir entre dos cayanes, Kratos se percató de que aquella ave no llevaba un solo mensaje, sino dos, uno atado a cada pata. ¿Qué tendría que contarle Grondo que precisaba tanto espacio?

El cayanero desenrolló las cartas y se las tendió. La letra era tan pequeña que a Kratos le resultaba ilegible.

– Maldita edad -gruñó, acercándose el papel hasta que le dolió la cabeza-

. Cada vez veo menos. Prueba tú, Ahri.

El Numerista se puso bizco en el intento.

– Yo tampoco lo veo demasiado bien, tah Kratos.

– No será por falta de ojos. -Los exorbitados globos oculares de Ahri eran el rasgo más llamativo de su rostro, por el que se había ganado el apodo de Búho.

– Se me ocurre algo. ¿Puedes hacer que venga Bran, tah Kratos?

Bajaron de la muralla y se dirigieron a la casa donde se había instalado Kratos. Cuando entraron, Aidé salió a recibirlos. Llevaba unos pantalones de montar y el mismo chaleco de la primera vez que Kratos y ella hablaron durante el viaje a Malabashi.

– Pareces preocupado -dijo. Le dio un rápido beso en los labios y le acarició la nuca rasurada con las uñas, algo que a él le ponía la piel de gallina. ¿Malas noticias?

– Aún no lo sé.

Ahri extendió los rollos de papel sobre la mesa de mapas, pisando las esquinas con pequeños pesos de plomo. Cuando llegó Bran, le pidió el catalejo y empezó a desmontarlo.

– ¿Qué haces? -protestó el jefe de los batidores-. No te haces idea de lo que me costó ese artefacto. Si no me lo dejas de nuevo como estaba, rellenaré el tubo con tus ojos.

Sin hacerle caso, Ahri sacó la lente de aumento y la puso encima del documento. Kratos se acercó. Ahora sí podía leer las letras.

– Vete fuera, Bran. No te preocupes por tu catalejo. Si no te lo devolvemos en buen estado, yo mismo te pagaré el doble de lo que te costó.

Se quedaron a solas Kratos, Ahri y Aidé. La joven comentó:

– O Grondo tiene un gnomo que le escribe las cartas, o su escriba también ha utilizado una lente.

– No es necesario -respondió Ahri-. Hay personas tan cortas de vista que no reconocerían tu rostro a dos pasos, pero que pueden leer y escribir miniaturas.

– Silencio -ordenó Kratos, que no poseía demasiada soltura leyendo. Después de un rato murmurando entre dientes, dijo-: Mígranz está en peligro.

– ¿Cómo? -preguntó Aidé, alarmada.

– Una horda de Trisios la ha asediado. Escuchad: «Recordaréis que la caída de aquel bólido celeste en Trisia extendió una plaga que se propagó hacia el sur. En las tierras afectadas por esa plaga, los pastos no alimentan a los caballos, pero tampoco las cosechas de cereales sacian el hambre de los humanos. Cuentan que uno puede estar comiendo días un pan tan blanco como el mejor que podrías comprar en el mercado, y morir con la panza hinchada y entre charcos de diarrea.

»Para evitar que la plaga siguiera extendiéndose, los campesinos de la región de Ghuyya, al nordeste de Mígranz, quemaron bosques y sembrados hasta crear una gran franja devastada de más de cinco kilómetros de anchura. En esa tarea colaboraron nuestros hombres, pues comprendíamos que si ese azote se esparcía más también nosotros moriríamos de hambre. Por el momento, este verano hemos podido recoger las cosechas al suroeste de la zona quemada, y no están contaminadas.

»Pero a quienes no ha podido detener la franja es a los Trisios. Desde que cayó el bólido, al norte de los montes de Shirta ha habido cientos de miles de muertos, o tal vez millones, pues nadie sabe muy bien cuántos bárbaros nómadas pueblan las estepas de Maitmah. Unos han perecido por la hambruna y otros por las guerras que se han desatado entre las tribus por los escasos alimentos que les quedaban.

»Los supervivientes, llevados por la necesidad, han olvidado sus rencillas ancestrales y se han unido bajo el mando de un caudillo del clan de los Kotarios llamado Ilam-Jayn. Ha logrado que en su ejército marchen juntos los Trisios salvajes del norte de los montes de Shirta, conocidos en Tramórea por "greñudos", con los del sur, más civilizados.»

– No hay Trisios civilizados -dijo Aidé. Nacida ya en tierras de Málart, compartía el odio y la desconfianza que los nativos de esa región sentían hacia los Trisios.

– Veamos, que he perdido la línea… -dijo Kratos, moviendo la lente sobre la carta-. «Ilam-Jayn trae con él treinta mil jinetes. Una fuerza más que respetable, sobre todo porque son muy belicosos y se desplazan a tal velocidad que parece cosa de demonios cómo un día aparecen a casi doscientos kilómetros de donde partieron. Viajan en vanguardia para evitar que los pueblos amenazados tengan tiempo de recoger el alimento de sus graneros y huir con sus bestias. Pero detrás de ellos vienen diez mil guerreros más con el resto de las tribus: mujeres, niños y los pocos ancianos que siguen con vida.»

El mensaje seguía ofreciendo detalles sobre la organización de los Trisios, y en la segunda hoja añadía que los treinta mil jinetes de la vanguardia ya habían llegado a Mígranz y la habían rodeado.

– Los Trisios nunca han sido expertos en asediar ciudades -dijo Aidé-. No conseguirán nada.

– Lo mismo les pasaba a los Aifolu -repuso Kratos-, y sin embargo consiguieron tomar Malib.

– Pero ellos tenían a los demonios de metal, y además los Pashkriri les habían entregado armas de asedio. ¿Dónde podrían conseguir armas los Trisios? Además, aunque las tuvieran no conseguirían acercarlas a nuestras murallas. Antes tendrían que superar los riscos, y es imposible -añadió Aidé, en un tono orgulloso que a Kratos le irritaba un poco. Su padre había hecho construir la fortaleza, lo que explicaba que la joven, aunque estuviera a miles de kilómetros, siguiera llamándola «nuestra».

– El problema no será que los Trisios tomen o no tomen la ciudad al asalto, sino el hambre -dijo Ahri-. Normalmente en Mígranz había provisiones para tres años. Pero cuando nos marchamos de allí los almacenes se estaban quedando vacíos. Además nos llevamos la parte proporcional a nuestro número, dejando allí menos de un décimo.

– Eso es lo que comenta Grondo -dijo Kratos-. Y se queja de que les ha sido muy difícil conseguir más comida. Los precios se han quintuplicado en toda la región, y muchos campesinos se niegan a vender por más dinero que se les ofrezca. Para colmo, Mígranz se les ha llenado de refugiados. Un cúmulo de desastres…

– ¿Y qué pide Grondo? -preguntó Aidé.

– Que acudamos a ayudarle.

– ¿Que le ayudemos? Él fue quien vaticinó que moriríamos de hambre en el camino a Malabashi y se burló de nosotros. Ahora el destino que nos profetizó cae sobre él por cobarde.

Kratos miró de reojo a Aidé. Por suaves que fueran sus rasgos, podía ser dura como una roca y no perdonaba una. Aunque la amaba, no olvidaba que esa mujer le había pedido que matara a Forcas. No hay nada que se le ponga por delante, pensó, y no por primera vez. En eso Aidé se parecía a su padre Hairón, el anterior Zemalnit.

– Yo nunca simpaticé con Grondo, pero…

No hizo falta que añadiera el motivo. Grondo era uno de los capitanes que se hallaba con Aperión el día en que éste le mostró a Kratos la cabeza cortada de su amante, Shayre. Cuando Kratos entró en Urtahitéi, Grondo tuvo los reflejos necesarios para retroceder y dejar que fuesen otros quienes sufrieran la ira de su espada Krima. Con el tiempo, Forcas lo ascendió a general, y Kratos y él hicieron las paces. Grondo se había disculpado alegando: «Aperión me obligó». Un argumento que Kratos tuvo que escuchar de más de un oficial.