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Meditó durante un rato, mientras Ahri y Aidé guardaban silencio. Por fin,

dijo:

– Hay otra posibilidad. -Su índice trazó una línea recta desde Pasonorte hasta Pabsha.

– ¿Atravesar esas montañas? Eso debe ser casi imposible. -Aidé se volvió hacia la ventana que miraba al este. Los picos de Atagaira se sucedían en filas, cada una más alta que la anterior, hasta llegar a las cimas donde las nieves perpetuas relucían azuladas bajo la luz de la mañana.

La mente de Kratos, aturdida de sueño, volvió a ausentarse. La luz. El

Sol…

¿Serían capaces los dioses de apagar el mismísimo Sol? Hasta que amaneció y vio cómo asomaba sobre el horizonte este, Kratos no las había tenido todas consigo. Y, a juzgar por los susurros preñados de temor que se escuchaban, no era el único. Según el Mito de las Edades, cuando Tubilok se apoderó de Tramórea cubrió el cielo con un velo de sombras y cenizas que no dejaba pasar la luz del día. ¿Lo repetirían ahora los dioses? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir la humanidad sin los rayos del Sol?

Kratos sacudió la cabeza para espabilarse y de paso ahuyentar tales pensamientos. Añadir nuevos temores a los que ya sentían sólo conseguiría paralizarlos como ratones ante la mirada hipnótica de una cobra. Lo mejor era actuar, actuar, actuar.

– Si nos empeñamos en cruzar las montañas por arriba -dijo-, sí que será imposible. Pero lo intentaremos por abajo.

– ¿Por abajo? Interesante -dijo Ahri-. Cuando afirmas algo así, supongo que lo haces porque conoces algún dato que a los demás se nos escapa. ¿Hay túneles bajo las montañas de Atagaira?

– Así es. Derguín me habló de ellos. Llegó a la península de lyam por un pasadizo subterráneo. Después, cuando acompañó al ejército de la reina Tanaquil, atravesó varios túneles más que los llevaron hasta Malabashi.

– Entonces, para utilizarlos tendríamos que pedir permiso a las Atagairas – dijo Aidé.

– No puedo hablarte de esos túneles. Noshir -contestó Baoyim cuando la trajeron a presencia de Kratos. Debían haberla despertado del primer sueño: tenía los ojos desenfocados y dos rayas en la mejilla izquierda dejadas por el doblez de la manta.

– No hace falta que me hables de ellos. Ya lo hizo Derguín -repuso Kratos-. Sé que existen, y que podríamos atravesar toda la cordillera pasando de valle en valle a través de esas galerías.

– El Zemalnit ha sido el único extranjero en la historia de Atagaira al que se ha permitido conocer nuestros secretos.

– Pues ahora tendréis que revelárselos a unos cuantos más, si queréis que Atagaira y el resto de los reinos sigan teniendo historia.

– Entiendo tus palabras, tah Kratos. Pero las Atagairas siempre hemos recelado de los extranjeros. No es fácil luchar contra nuestra propia naturaleza.

– En los días venideros tendremos que hacer muchas cosas más difíciles que vencer desconfianzas mutuas.

Baoyim asintió.

– Haré lo que esté en mi mano. Por desgracia, en los últimos tiempos no gozo de gran popularidad en la corte.

– No te voy a pedir que actúes como diplomática. Ya he mandado un mensaje a la reina o a quien gobierne en su nombre.

– No te lo has pensado dos veces, tah Kratos.

– Me temo que pensarse las cosas dos veces se ha convertido en un lujo. He pedido a las Atagairas que honren la alianza que hemos firmado permitiéndonos el paso bajo las montañas. También les he dicho que, si quieren hacerles la guerra a los dioses celestiales de los que tanto desconfían, aceptaremos gustosos su compañía.

– Puesto que no me necesitas como intermediaria, ¿qué quieres de mí, tah Kratos?

– Que seas nuestra guía. Te pido que nos lleves hasta las montañas y nos enseñes el camino más corto.

– Soy la portaestandarte del Zemalnit. No pertenezco a la Horda Roja, tah Kratos.

– Por eso te lo pido y no te lo ordeno. No sabemos dónde está Derguín, pero partió con Mikhon Tiq. Ambos son más que capaces de cuidarse solos. ¿Qué podrías hacer tú aquí, en Nikastu?

– No sé…

Al ver que titubeaba, Kratos apoyó ambas manos en los hombros de la Atagaira. Para su desgracia, no vio que Aidé los estaba observando desde detrás de una cortina.

– Te pido que vengas a la guerra conmigo, Baoyim. Y no a una guerra cualquiera. Ésta será la madre de todas las guerras. ¿Qué me dices?

La Atagaira levantó la barbilla y sonrió mostrando sus dientes de nácar.

– Que mientras el Zemalnit no regrese para reclamar mis servicios, mi espada es tuya, tah Kratos.

ARUBAK, ISLA DE NARAK

Un gigante! ¡Hay un gigante en los acantilados!

Derguín intentó incorporarse. A la primera no lo consiguió. Le dolía el cuerpo entero, sobre todo el pecho y la espalda. Para el segundo intento, en lugar de tirar de los músculos abdominales, rodó trabajosamente sobre sí mismo, empujó con los brazos para arrodillarse y a partir de esa postura se puso en pie. En cada movimiento sus costillas se quejaron del trato cruel a que las sometía, pero intentó no hacerles caso.

Como cada vez que se despertaba, buscó a su alrededor. No, Zemal no estaba. No podía acariciar su empuñadura para sentir esa corriente de energía que tanto alteraba sus nervios, pero sin la que no podía vivir.

Al menos, recordó, había recuperado a Brauna.

– ¡Un gigante, señor! ¡Yo lo he visto!

Derguín bajó la mirada. Un chico de ocho o nueve años, muy flaco y atezado, le tiraba de la manga de la almilla. El Mazo se revolvió, envuelto en la lona que habían utilizado a modo de manta, y el entablado del cobertizo crujió por su peso.

Derguín se frotó los brazos y tiritó. La luz que entraba por la puerta y las rendijas de las paredes indicaba que ya había amanecido hacía al menos una hora, de modo que no debía tratarse de ese frío desapacible que precede al alba. Era la gelidez que se le había incrustado en el cuerpo desde que perdiera la Espada de Fuego y que sólo desaparecía a ratos, sustituida por sofocos que le hacían sudar como una mujer menopáusica.

Despertó al Mazo clavándole el pie en la espalda. El gigante de las Kremnas gruñó, pero Derguín insistió. Era su pequeña venganza por haberlo destapado.

El cobertizo en el que habían dormido unas pocas horas -tres o cuatro como mucho- pertenecía al padre del chico. Derguín y El Mazo habían llegado al pueblo ya entrada la noche. Por suerte, la desaparición de las lunas los sorprendió cuando ya estaban en la larga playa situada al oeste de la aldea. Durante más de una hora caminaron en una oscuridad casi total, orientados por el son de la marea y el brillo fantasmal de la espuma en las crestas de las olas que rompían contra la arena a su izquierda. De haberles ocurrido en el tortuoso sendero que unía la ciudad de Narak con Arubak, habrían tenido que detenerse a pernoctar allí mismo o correr el riesgo de despeñarse por los farallones.

Al final de aquel prolongado paseo encontraron un promontorio que, según recordaba Derguín de sus visitas a la zona, se internaba en el mar como un espolón. Treparon por él casi a gatas. Al otro lado se abría una bahía arenosa protegida de las olas por una bocana natural. Allí estaba el pueblo de Arubak.

Sus habitantes habían encendido hogueras y antorchas en la playa y hacían rogativas junto al fuego para que regresaran las lunas. Algunos hombres se mesaban los cabellos y se hacían cortes en la cara como si estuvieran en un bárbaro funeral.

Al principio, la llegada de Derguín y El Mazo suscitó recelos. Normalmente, toda la isla vivía en paz, pues la flota de la ciudad garantizaba que no se produjeran ataques desde el mar. Pero aquella noche reinaba un ánimo diferente. Durante el día, aunque el cielo estaba despejado, los moradores de Arubak habían oído truenos distantes que provenían del oeste. Aquella extraña tormenta había durado un par de horas. Después el viento trajo pavesas y olor a quemado. A media tarde, los pescadores y mejilloneros que iban a pie a Narak a vender sus productos regresaron para contar a los demás que la orgullosa capital de la isla era una ruina humeante.