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Como aldeanos, sentían una mezcla de desconfianza y envidia por los refinados habitantes de la ciudad. Por eso, la destrucción de la flota les consternó mucho más que la pérdida de tantas vidas y tanta belleza. Sin los barcos de guerra, ¿quién impediría ahora las incursiones de los piratas?

Para colmo, la noche había estado plagada de portentos que culminaron con la desaparición de las lunas. Era comprensible que no recibiesen con los brazos abiertos a dos extranjeros salidos de la oscuridad, uno de ellos ataviado con una armadura de aspecto amenazador y el otro un tipo barbudo casi tan grande como un corueco.

No obstante, al final triunfaron los preceptos de la hospitalidad. Además, Derguín traía monedas de cobre y de plata -las de oro prefirió no enseñarlas-. Un pescador llamado Foltar preparó una parrilla y les asó dos lubinas que acompañaron con cerveza y verduras crujientes. El Mazo se zampó pieza y media, más un pulpo a la brasa como propina.

– ¡Cuánto hacía que no comía como los dioses mandan!

Incluso Derguín, que apenas disfrutaba de la comida desde que le habían robado la Espada de Fuego, encontró que aquel pescado jugoso y con sabor a brasa estaba delicioso. Mientras daban cuenta de la cena, respondieron a las preguntas de los aldeanos. No, ellos no habían presenciado la destrucción de Narak. Habían llegado en un barco; su capitán, al ver el estado de la ciudad y sus puertos, había decidido dar media vuelta y regresar a la isla de Beliz, situada al este. Pero antes los había desembarcado a ellos, que venían buscando a unas mujeres. ¿Por qué? Porque tenían algo que les pertenecía y querían recuperarlo.

Esas mujeres, les contaron los aldeanos, habían llegado a media mañana, poco después de que cesaran los truenos en la ciudad. Eran ocho y viajaban solas, sin la compañía de ningún hombre, algo que extrañó sumamente a los vecinos de Arubak. Cinco de ellas se tapaban la cabeza para que no les diera el sol.

– Atagairas, sin duda -dijo Derguín.

De las tres que llevaban la cabeza descubierta, dos eran mujeres adultas y extraordinariamente hermosas, aunque vinieran tan sucias de polvo y hollín y despeinadas como todas las demás. Los aldeanos se las describieron con todo detalle. Una, la que parecía más joven -aunque se comportaba a ratos como si fuera la jefa del grupo- tenía el cabello negro, los ojos rasgados y oscuros y el cutis blanco. La otra era más alta, casi uno ochenta, y también tenía los cabellos negros; pero su tez era cobriza y los iris de ámbar destacaban en su rostro como gotas de oro líquido. La ropa que llevaba encima parecía la más cara y la menos apropiada para viajar.

A Derguín se le aceleró el corazón cuando escuchó la descripción de la segunda mujer. Sólo podía ser Neerya. ¡De modo que se había salvado de la catástrofe! Eso explicaría en parte que otro de los supervivientes, aunque por pocas horas, hubiese sido Agmadán. Derguín no alcanzaba a comprender por qué el politarca no estaba con la bella cortesana Bazu, pero carecía de importancia. Lo importante era que Neerya seguía viva.

Al pensar en ello, aferró con fuerza la empuñadura de Brauna. Tal vez las tornas cambiasen. Había recuperado la espada de su padre. Agmadán estaba muerto y Neerya viva. Sólo faltaba encontrarla…, y recuperar la Espada de Fuego.

– ¿Quién era la tercera mujer? -preguntó a su anfitrión.

– Una niña de once o doce años. Guapa también, aunque no tanto como esas dos mujeres.

– ¿Cómo era la niña? ¿Morena, con los ojos muy verdes?

– Sí, has acertado, señor.

– ¿No estarán aquí todavía, en la aldea?

– No. Querían viajar hacia el norte. Preguntaron por alguien que las llevara a Tíshipan, en Áinar, pero eso está muy lejos para nuestras barcas.

– ¿Y entonces adónde fueron?

– Embarcaron con Gorasmas, que tiene un atunero. Le pagaron para que las llevara a Lantria.

Lantria era un puerto Ritión, situado al sur de Zirna, su ciudad natal. Derguín reflexionó y examinó mentalmente el mapa. ¿Adónde se dirigían las ocho mujeres? Al principio habían querido navegar hasta Tíshipan. Eso significaba que su lugar de destino debía de encontrarse al oeste de Zirna. Si desembarcaban en Lantria, tendrían que viajar al norte hasta Zirna, dejar atrás ésta y atravesar el desfiladero de Agros, siguiendo la Ruta de la Seda.

– ¿Puedes llevarnos tú a Lantria? -le preguntó a Foltar.

El pescador se resistió: para cruzar hasta el continente tardarían dos o tres días, les explicó, dependiendo de la mar y del viento, y él no estaba acostumbrado a alejarse tanto de la costa. Derguín, impaciente, le ofreció ocho imbriales, más de lo que aquel hombre debía ver en medio año de trabajo.

Fue el mismo Foltar quien los alojó en un cobertizo donde él y sus parientes guardaban los aparejos. Olía a sal, a brea y a humedad. Pero estaban tan cansados que incluso Derguín acabó durmiéndose. Como era de esperar, soñó con Ariel y Zemal. Pero las imágenes eran confusas. Ariel se convertía en Mikhon Tiq y le ponía unas esmeraldas a Zemal en el puño. «Así está mucho más bonita, ¿ves? Puedes ofrecérsela a Tríane como regalo de bodas.» «Yo no me quiero casar con Tríane, sino con Neerya», contestó Derguín.

Le parecía que acababa de cerrar los ojos cuando el crío lo despertó. Después de espabilar al Mazo, tarea que se demostró ímproba, salieron a la playa. Allí ardían todavía un par de hogueras; las demás habían quedado reducidas a rescoldos. Muchos de los aldeanos dormían alrededor de las brasas, formando círculos. Algunos seguían rogando a los dioses de rodillas, haciendo zalemas una y otra vez hasta tocar con la frente en la arena e implorando con tonos gimoteantes.

Derguín no los culpaba por sentir miedo. Levantó la mirada y buscó a Taniar en el cielo. Debería haberse vislumbrado como un tenue círculo rojizo al oeste, pero no estaba allí. La desaparición de las lunas no era una de esas pesadillas que se desvanecen al despertar.

– Llévanos adonde has visto a ese gigante -le dijo al crío, ofreciéndole una moneda de cobre.

Antes de ponerse en camino, Derguín volvió a embutirse en la armadura. Si en verdad había un gigante en los acantilados, podía tratarse del mismo que lo lanzó por los aires. En tal caso, Derguín no pensaba acercarse a él. Pero, por si acaso, mejor protegerse con el blindaje que le había salvado la vida.

Anduvieron hasta el extremo oriental de la bahía, dejando atrás las casas de la aldea, que formaban una especie de herradura pegada a la playa. Una vez allí, siguieron caminando entre las piedras bajo un acantilado oscuro lleno de nidos de cormoranes que se zambullían ruidosamente en el mar.

Doblaron otro pequeño promontorio y continuaron hacia el sureste, siempre al pie del farallón. Aunque el sol ya había subido lo suficiente como para verse blanco, seguía mostrando un tono entre rojizo y anaranjado. ¿Otro portento? Su luz se reflejaba en la pátina de agua que bañaba la parte superior de las piedras y las teñía de cobre.

– ¿Falta mucho, chico? -protestó El Mazo. La víspera había caminado descalzo. Ahora llevaba unas sandalias que le había improvisado Foltar con dos trozos de cuero y cuerdas de cáñamo, ya que nadie en la aldea tenía calzado para pies tan grandes. No era el mejor equipo para moverse entre aquellas piedras resbaladizas y puntiagudas.

– No, señor. Enseguida llegamos.

Pasaron entre el acantilado y un peñón negro en forma de dedo. Al otro lado había una playa de apenas diez metros de longitud, cerrada en su extremo oriental por una roca oscura.

Sentada sobre ella estaba el gigante.

– Yo os dejo aquí, señores -dijo el niño con gesto asustado, y se marchó por donde había venido.

Derguín observó al supuesto gigante antes de acercarse. Su inmovilidad era tan absoluta que más parecía una estatua. De haber estado de pie, habría medido unos cuatro metros. Tenía las manos apoyadas en las rodillas en un gesto extrañamente humano.