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– ¿Es el mismo que casi te mata? -preguntó El Mazo.

– No. Yo diría que no. Pero vayamos con cuidado.

– Tú delante, si no te importa.

Se aproximaron muy despacio, dispuestos a huir de allí a la mínima señal. La estatua debía representar a Tarimán, a juzgar por el martillo que empuñaba en la mano derecha y cuya cabeza reposaba sobre su rodilla izquierda.

En cualquier caso, resultaba difícil distinguir sus rasgos. Estaba esculpida en un material de una negrura casi sobrenatural. Por el aspecto liso de su superficie, debería emitir algún brillo o reflejo. Pero no se apreciaban matices en aquel color negro, que se veía exactamente igual en el lado expuesto al sol que en el que se hallaba en sombra, como si la estatua fuese un agujero que devorase toda luz.

– Sigue tú solo -dijo El Mazo, deteniéndose a cinco metros-. Yo prefiero seguir viéndolo desde aquí.

– ¿Crees que va a cobrar vida de repente? Cuando llegó junto a la estatua, Derguín abrió el guantelete de la armadura, extendió la mano y tocó la rodilla de la estatua, que estaba casi a la altura de su cabeza. Su tacto era frío y pulido como un espejo. -¿Es que pretendes hacerme cosquillas, Derguín Gorión?

NIKASTU, PASONORTE

Tras la lucha contra la estatua de Anfiún y una noche en vela, a Kratos ya no sólo le dolía el hombro, sino todo el cuerpo. No obstante, no se permitió el lujo de dormir. Durante toda la mañana se volcó en preparativos frenéticos. Ignoraba cuántos soldados harían falta para luchar contra los dioses. ¿Un millón, dos millones? Evidentemente, no disponía de tantos. Y ahora lo más importante era la velocidad. Necesitaba hombres en forma y que fueran buenos jinetes.

Al final, con la ayuda de Partágiro y de Ahri, seleccionó a setecientos. De ellos, muchos pertenecían a la caballería ligera y pesada, pero también había soldados que combatían en infantería y sin embargo sabían montar con suficiente pericia para un viaje tan duro. De entre los generales, se llevó al joven Frínico, que mandaba el batallón Sable, y a Abatón. Con gusto habría prescindido del general tuerto, pero desconfiaba tanto de él que prefería tenerlo lo más cerca posible. Estaba seguro de que si lo dejaba al mando de Nikastu, abusaría de su poder y cometería mil tropelías.

Sobre todo, no quería dejarlo cerca de Aidé. Con un solo ojo, Abatón se las arreglaba para echarle miradas más lascivas que cualquier otro con dos.

Asunto que, cuando lo comentó con la propia Aidé, suscitó una discusión.

– ¿Que no quieres que ande cerca de mí? ¿Quieres decir que pretendes dejarme aquí?

– Ésa es mi intención, sí -respondió Kratos, poniendo los brazos en jarras para reafirmar su decisión.

– ¡Ni lo sueñes!

– No sabemos tan siquiera adónde pretende llevarnos el Gran Barantán. Los primeros días cabalgaremos hasta la extenuación. Si alguien se queda atrás no podremos esperar por él. Y seguro que después nos aguardan trabajos más duros.

– ¿Insinúas que como soy una débil mujer no podré resistir vuestro ritmo?

– Yo no he dicho…

– ¡Soy la hija de Hairón! No eres quién para decirme lo que puedo o no puedo hacer.

Y yo soy el jefe de la Horda, pensó en responder Kratos. Pero ni era la respuesta adecuada ni la verdadera razón.

– No dudo de tu aguante ni de tu coraje. Ya los has demostrado de sobra. Pero temo por ti.

– ¡Y yo por ti, estúpido! ¡Por eso voy a ir contigo! -Los ojos de Aidé se habían llenado de lágrimas-. Si vas a correr peligro, quiero estar a tu lado.

Kratos le apoyó la mano en el vientre.

– No se trata sólo de nosotros. Estando embarazada de un mes, lo peor que puedes hacer es cabalgar cientos de kilómetros sin parar.

– ¿Desde cuándo sabes tanto de embarazos? ¿Es que en Uhdanfiún también os enseñaban a ejercer de parteras?

– Se lo he preguntado a Baoyim. Ella entiende de esos asuntos.

En cuanto vio el destello que saltaba de las pupilas de Aidé, Kratos comprendió que acababa de cometer un error mencionando a la Atagaira. ¿Por qué no le había dicho en lugar de eso que había consultado con cualquier otro médico o comadrona de la Horda?

– ¿Y ella te ha dicho que no me lleves?

– Lo que me ha dicho es que las primeras semanas del embarazo son

las…

– ¿Te lo ha dicho o no?

– Lo ha desaconsejado.

– O sea, que te ha dicho que no.

– Sí, eso es lo que me ha dicho.

– ¡Claro! Qué oportuno. Lo que no quiere es que yo ande cerca.

– No sé de qué estás hablando.

– Claro que lo sabes. Esa pelandusca está deseando acostarse contigo.

– Aidé, por favor…

– ¿Y qué mejor ocasión? Después de una larga cabalgata, el fuego del campamento, la camaradería, un trago de vino para aliviar la fatiga del día, «Deja que vea tu hombro, tah Kratos»…

– ¡Para ya, Aidé! Estás diciendo insensateces.

– ¿Crees que no vi antes cómo te miraba cuando te quitaste la casaca? ¿Y luego, cuando os abrazasteis?

¿La he abrazado?, se preguntó Kratos. Sólo recordaba haberle puesto las manos en los hombros. Por si acaso, prefirió desviar la conversación del contacto físico.

– Me halaga que pienses que todas las mujeres se derriten por mí, pero no es el caso.

– ¡Qué simples sois los hombres! ¿No comprendes que no se trata sólo de que le gustes, sino de que eres un partido inmejorable? Jefe de la Horda Roja y señor de Pasonorte. ¿A qué más podría aspirar una Atagaira desterrada?

Kratos sugirió a Aidé que se aclarara, pues era muy distinto que Baoyim quisiera fornicar con él por lujuria que por ambición. Al momento comprendió que había caído en una trampa sin salida.

Él estaba acostumbrado a discutir siguiendo un solo sendero y por pasos sucesivos y excluyentes: si se debatía si Baoyim deseaba acostarse con él por medrar y él lograba demostrar que no, asunto zanjado. Pero Aidé no procedía del mismo modo. Cuando Kratos argüía que Baoyim no tenía razones para intentar convertirse en jefa consorte de los Invictos, Aidé aducía que era tan lasciva como todas las Atagairas y quería fornicar con él a toda costa para satisfacer sus instintos. Y si en ese momento Kratos trataba de demostrar que en realidad Baoyim no le deseaba a él, porque había visto cómo miraba a Derguín, Aidé saltaba sin dudarlo al otro sendero de la discusión y volvía a alegar que la Atagaira era ambiciosa y calculadora, y que sabía muy bien lo que hacía aconsejándole que la dejara a ella en Nikastu.

Al final Kratos se dio cuenta de que por más que razonara no convencería a Aidé. La furia la había obnubilado tanto que parecía pensar que aquel viaje tan precipitado a Pabsha era sólo una excusa para alejarse de ella y poder refocilarse con Baoyim y, si se terciaba, con todas las Atagairas que le salieran al paso.

– Es imposible hacerte entrar en razón. Me voy -dijo por fin, y se dio la vuelta para marcharse.

– ¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! -le amenazó Aidé.

Pero eso fue precisamente lo que hizo. Con una jaqueca como propina añadida a todos los dolores que lo aquejaban, Kratos salió de sus aposentos y bajó las escaleras del torreón casi a la carrera.

Soplaba un viento seco y frío. Se acercaba el mediodía. Los rayos del sol tallaban los perfiles como cinceles y su reverberación hacía que las piedras de los muros y el pavimento se vieran aún más ásperas y descarnadas. La víspera, Kratos había llegado a ver aquel lugar como una ciudad, su ciudad. Pero a la luz del día, de nuevo le parecía lo que era: una inmensa ruina que tardaría mucho tiempo en ser habitable de verdad.

Es porque no has dormido y además has discutido con Aidé, se dijo. Aunque tenía asuntos más importantes en los que pensar, notaba un nudo ácido en la boca del estómago y no conseguía sacarse de la cabeza los gritos que ambos habían proferido.