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Acompañado por un pelotón de guardias que lo siguieron a cinco metros sin tan siquiera preguntar, Kratos se dirigió hacia la puerta sur. Tras salir del recinto de la muralla, bajó la cuesta entre restos de piras funerarias que aún humeaban. Allí abajo, en una amplia explanada, habían instalado las caballerizas, que por el momento eran poco más que cercados. Los hombres a los que había seleccionado Kratos para acompañarlo estaban allí, eligiendo monturas. Habían decidido que cada jinete llevaría tres; más animales de relevo podrían convertir la columna de marcha en una manada inmanejable.

Los caballos Aifolu eran pequeños: ninguno superaba las catorce manos de alzada. Por sus proporciones, no resultaban tan atractivos como los enormes y majestuosos corceles de batalla. Tenían las patas cortas, las crines ásperas y la cabeza voluminosa en comparación con el resto del cuerpo. Probablemente no ganarían una carrera de trescientos metros, ni siquiera de un kilómetro, pero cuando se trataba de cabalgar campo a través de sol a sol no había bestias más resistentes y abnegadas.

Entre los soldados que andaban por el cercado eligiendo caballos, examinándoles las patas, los cascos, el pelaje y los dientes, Kratos encontró, para su sorpresa, a Gavilán.

– ¿No deberías estar acostado, capitán?

– ¿Tan mal me quieres, tah Kratos? Acostado es como más me duele. Prefiero estar de pie y que me dé al aire.

El veterano tenía los brazos rodeados de vendajes. De su cabellera, que nunca había sido muy tupida, no quedaban más que unos matojos renegridos y retorcidos sobre sí mismos que cuando los aplastaba con la mano se quebraban con un crujido seco. Llevaba el rostro cubierto por una gruesa capa de bálsamo amarillo que dejaba ver poco más que la boca cada vez más desdentada y los ojos.

– ¿Qué haces aquí?

Palmeando el lomo de un caballo negro con las crines trenzadas, Gavilán contestó:

– ¿Qué voy a hacer, tah Kratos? Lo mismo que todos los demás. Elegir dónde voy a plantar el culo los próximos días. Es una decisión importante.

– No recuerdo haberte seleccionado.

– Será porque no has dormido, tah Kratos. A veces, la falta de sueño hace que la memoria flaquee.

– No puedes venir con nosotros. Sólo he escogido a hombres sanos, y a ti te he visto en mejores días.

– No te vas a librar de mí tan fácilmente, tah Kratos.

– ¿Por qué todo el mundo se empeña hoy en cuestionar mis órdenes?

Gavilán, extrañado, le preguntó a qué se refería. Kratos solía ser discreto con sus asuntos personales, pero se sentía tan furioso y desconcertado que no pudo evitar desahogarse, aunque fuera ofreciendo una versión muy resumida de la discusión. En realidad, ya no recordaba ni la mitad de los argumentos de Aidé.

– ¡Ay de ti, tah Kratos! ¿Entrarías en batalla contra un enemigo al que no puedes vencer?

– Es evidente que no. Procuraría retirarme antes.

– Pues discutir con una mujer es lo mismo. Lo mejor que puedes hacer es quitarte de delante. Sobre todo si esa mujer es la hija de Hairón. Con todos mis respetos, tah Kratos, no creo que su padre el honorable Zemalnit tuviera los testículos tan gordos como ella.

– Por una vez, he de darte la razón. Pero…

– Pero ¿qué, tah Kratos?

– Pero no vas a venir en este viaje. No estás en condiciones de cabalgar.

Con la mano vendada, Gavilán se dio un azote en su propio trasero.

– El culo y las piernas los tengo intactos, tah Kratos. No necesito más para montar a caballo.

– Te rezagarás. No puedo permitirlo.

– No tendrás que permitirlo. No me rezagaré. Y si eso ocurre, sigue adelante sin mirar atrás. -Gavilán carraspeó y miró por encima del hombro de Kratos-. Tienes otra visita. Me temo que alguien más va a querer acompañarte.

Kratos se volvió. Y ahora Darkos, pensó con desánimo. Su hijo venía corriendo hacia él. Al darse cuenta de que su padre ya lo había visto, el muchacho se frenó y recorrió el trayecto final hasta el cercado andando. Kratos decidió ahorrarle parte del camino y se dirigió hacia él, no sin antes decirle a Gavilán:

– Si no puedes aguantar, no miraré atrás.

– Así te ahorrarás ver lo feo que me ha dejado ese cabrón de Anfiún.

En otro momento, Kratos habría reprendido a Gavilán por su blasfemia. Hoy no.

Darkos se detuvo a un par de pasos de su padre. Se había lavado la cara y se había cambiado de casaca. Los pantalones eran los mismos, con manchas de hollín y de sangre que, por suerte, no había derramado él.

– ¿Qué tal estás, hijo?

– Bien.

– ¿No has tenido pesadillas?

El chico movió la cabeza a ambos lados.

– Pesadillas no. El Gran Barantán me habló en sueños y me dijo que iba a tomar prestado mi cuerpo un rato.

– Imagino que no te pidió permiso ni disculpas.

– ¡No tritures! Ya sabes cómo es.

Un día de éstos tendré que decirle que no repita más esa muletilla, pensó Kratos. Por desgracia, últimamente siempre encontraba asuntos más urgentes que atender que la educación de su hijo. Pensar en que estaba incumpliendo sus deberes como padre tan sólo consiguió agravar su dolor de cabeza.

– ¿Recuerdas algo más?

– Sí, padre. Me acuerdo de toda la conversación. No podía moverme ni decir nada, pero lo veía y lo oía todo desde dentro de mi cabeza. ¡No alapandaba nada, te lo juro!

– ¿Y no añadió nada más, algo que dijera sólo para ti?

– No. Sólo sé que tenemos que estar dentro de cuatro días en Pabsha.

– ¿Tenemos?

– Sí, tenemos.

– Sabes que eso no puede ser, hijo. Tú te quedarás aquí. Eres demasiado joven para un viaje tan duro.

– ¡Espera! Acabo de acordarme de otra cosa. También me dijo: «Recuerda a tu padre que debe llevarte consigo, por si fuera menester que te vuelva a utilizar de médium para hablar con él y darle nuevas instrucciones».

Kratos hubo de reconocer que la imitación era convincente, tanto por el tono pomposo como por el vocabulario.

Aun así, sabía de sobra que Darkos estaba mintiendo.

– Cabalgaremos de sol a sol, y tal vez incluso de noche. ¿Sabes lo que es eso? El primer día te saldrán llagas en los muslos y la entrepierna, dejarás de notar los testículos y sentirás que te clavan puñales en los muslos y las caderas. El segundo día te brotarán llagas dentro de las llagas y pensarás que los dolores de la víspera eran sólo una broma. El tercer día será mucho peor.

Darkos tragó saliva y su gesto cambió. Era evidente que sabía que su padre no falseaba ni exageraba las dificultades. Pero no apartó la mirada. Eso agradó a Kratos.

– Lo resistiré.

– ¿Estás seguro?

– Padre, aguanté en las catacumbas de Ilfatar y conseguí escapar con Rhumi. Después, cuando mataron a Asdrabo y me quedé solo, recorrí más de mil kilómetros con el Gran Barantán, soportando que me metiera garbanzos entre los dedos mientras tenía que sufrir el traqueteo de su maldito carromato y que me triturara con sus charlas.

Por una vez has utilizado el verbo «triturar» con algo de propiedad, pensó Kratos, pero prefirió dejar que el muchacho siguiera hablando.

– Después de las horas de viaje, me obligaba a cortar leña, encender la hoguera, traer agua, almohazar a los caballos, limpiar el carro y cocinar la cena. ¡A veces hasta tenía que darle masajes en los pies!

– Como iniciación al sufrimiento no está mal. Lo que yo habría llevado peor son las charlas de ese insufrible hombrecillo.

– ¿Cuándo salimos, padre? Debo preparar mi equipaje.

– ¿Cómo que cuándo salimos? ¿Es que te he dicho en algún momento que sí?

Darkos levantó la barbilla y entrecerró los ojos. Aunque el mentón cuadrado lo había heredado de él, el gesto de terquedad era típico de su madre Irdile, a la que Kratos había dejado en Tíshipan porque no soportaba su carácter dominante. ¿Le ocurriría lo mismo con Aidé? Creía recordar que con Irdile había tardado un año en sostener las primeras discusiones, y no un mes escaso.