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Sólo le interesaba uno de ellos. Y ése no habitaba en el Bardaliut como los demás, sino que dormía encerrado dentro de una tumba de basalto. Tubilok, el llamado dios loco, era la clave para regresar al Onkos y desafiar al poder infinito de las Moiras. De hecho, Tubilok lo había intentado y había fracasado, como después fracasaría Ulma Tor.

Ellos dos no eran los primeros que se habían rebelado. El destino habitual de los temerarios que querían suplantar a las tres Moiras era la aniquilación. En algunos casos, no sólo la suya, sino también la de las Branas de las que procedían. Las vastas energías liberadas en aquellas destrucciones servían a las Moiras para crear nuevos universos en su juego eterno.

Tubilok había conseguido salvarse de tal destino refugiándose de regreso en su propia Brana -ejemplo que luego imitó Ulma Tor-. En opinión del Rey Gris, la incursión en el Onkos le había costado la cordura: aunque Tubilok se considerara un dios, no dejaba de ser en origen una criatura nacida en un universo que sólo poseía tres dimensiones espaciales y una temporal. Pero ¿qué sabría el Rey Gris?

Además, si Tubilok estaba loco, a Ulma Tor le daba igual. Cualquiera capaz de concebir en su cerebro la realidad del Onkos, de asomarse a él, tenía por fuerza que parecer un demente en este limitado mundo, en esta cárcel a la que Ulma Tor se veía constreñido.

Loco o cuerdo, si Tubilok accedía a aliarse con él, ambos podrían abrir la puerta del Prates, regresar al Onkos y, combinando sus conocimientos, enfrentarse a las Moiras con algunas posibilidades de éxito.

Para eso había fabricado la máscara, que permitía comunicarse con el dios dormido saltándose las limitaciones del espacio y atravesando las barreras con las que Tarimán había rodeado su tumba de basalto. Dicha comunicación la realizaba Ulma Tor utilizando intermediarios humanos por dos razones. La primera, evitar que las Moiras o sus esbirros los Tíndalos, sus antiguos congéneres, rastrearan dónde se encontraba.

La segunda era que, cuando Tubilok se adentró en el Onkos y libró su guerra contra las Moiras, Ulma Tor no sólo no lo ayudó, sino que luchó contra él. En cierto modo, Tubilok podía tener motivos para considerar que Ulma Tor lo había traicionado, y eso no lo haría precisamente más receptivo a la idea de una alianza.

Por eso era mejor para Ulma Tor no buscar un acercamiento directo. Ya que Yibul Vanash y su horda de fanáticos habían desaparecido del tablero de juego, ¿por qué no aprovecharse de aquella mujer que había respondido a la llamada de la máscara?

Además, podía producirse una deliciosa ironía. Gankru y Molgru, los llamados hijos de Tubilok, los demonios metálicos que Ulma Tor pensaba utilizar para romper los encantamientos que encerraban al dios loco en su tumba, habían sido destruidos. El tercero, Aridu, no había llegado a activarse, y lo más probable era que a estas alturas ya fuera inservible para los propósitos de Ulma Tor.

La ironía estribaba en que a uno de ellos, a Gankru, lo había destruido Derguín usando la Espada de Fuego. La misma arma que, desaparecidas las tres criaturas metálicas, tal vez serviría ahora para liberar a Tubilok de su encierro.

Sí, aquello habría merecido una sonrisa, de haber tenido labios. Ulma Tor siguió flotando plácidamente sobre el haz de energía. El juego había cambiado, pero aún tenía opciones de ganar si usaba sus piezas con habilidad.

Por el momento, permitiría que aquellas piezas actuaran por su cuenta. Presentía que todas ellas iban a moverse por sí solas hasta situarse en las casillas que a él más le convenían.

Quién sabe, pensó. No era imposible que todo se malograra, que la alianza entre Ulma Tor y Tubilok no llegara a cuajar. Como tampoco lo era que, aunque ambos unieran sus poderes para luchar contra las Moiras, fracasaran de nuevo en su empeño y acabaran destruidos junto con Tramórea y todo el patético universo en el que flotaba aquel patético mundo.

Pero Ulma Tor tenía alma de jugador. Por el premio merecía la pena correr cualquier riesgo, pues no era otro que el dominio absoluto de toda la realidad.

28 DE ANFIUNDANIL RUINAS DE NIDRA

Cuando Derguín subió al estrado a recibir una diadema de oro en forma de hojas de roble, Ziyam le sonrió y le dijo: -Espero que nos despidamos sin rencores, Zemalnit. Las puertas de Atagaira estarán siempre abiertas para ti.

Derguín torció la comisura de la boca al oír sus palabras, mientras Ziyam se preguntaba cómo ni el joven ni Kratos oían los furiosos latidos de su corazón. La Atagaira tuvo que apretar los puños para reprimir el impulso de tocar a ese hombre al que odiaba y amaba al mismo tiempo.

Con la entrega de la corona de oro al valor terminaron las ceremonias rituales. Cuando los presentes dejaron de vitorear a Derguín y éste volvió a envainar la Espada de Fuego, empezó la auténtica fiesta por la victoria. El vino, la cerveza y cualquier otra bebida confiscada a los Aifolu y sus aliados pasaban de mano en mano en barriles, picheles, botellas, botijos, odres y porrones. Se espetaron y asaron corderos, lechones y cabritos, y hasta se aprovecharon los restos de algunos caballos, siempre del enemigo. Hubo valientes que se atrevieron incluso con los pájaros del terror. Los muslos eran muy carnosos y, bien cocinados, llegaban a quedar casi tiernos; aunque, como bestias carniceras que eran, tenían un sabor fuerte y ácido. Para disimularlo había que aderezar las porciones con pimienta, cúrcuma y guindilla en abundancia.

Conforme el alcohol fue surtiendo efecto, muchos Invictos y Atagairas se dedicaron a intimar más de lo que era habitual en aliados de guerra. De relatar una y otra vez anécdotas de la batalla, pronto se pasó a conversaciones más picantes. Las ruinas de Nidra y la cárcava de la Roca de Sangre ofrecían muchos rincones, algunos oscuros y otros no tanto, en los que se improvisó otro tipo de celebraciones.

La mezcla del olor a vino en el aliento de la gente, a carne churruscada y grasa quemada, a sudor ácido y a puro celo animal resultaba insoportable para Ziyam, que tenía ganas de vomitar. Hacía mucho bochorno, y notaba cómo los goterones de sudor le corrían por la espalda y los más molestos se introducían entre sus nalgas. Además, le resultaba casi imposible apartar la mirada de Derguín, que se hallaba a unos metros compartiendo bebida y comida con Kratos y un joven delgado de ojos muy oscuros. Atenta a lo que hablaban sin llegar a escucharlo, las conversaciones que ella misma mantenía se le antojaban ajenas e insulsas, y cada palabra que pronunciaba le costaba un mundo, como si sus mandíbulas y su lengua se hubieran vuelto de corcho.

No sólo era por Derguín. También la atormentaba el recuerdo de la máscara, que seguía susurrándole en los oídos: Yo te daré a ese hombre. Pero debes venir a pedírmelo. Yo te daré a ese hombre y mucho más. Serás la más grande de las reinas. No sólo soberana de Atagaira, sino señora de los mundos. Pero debes venir a pedírmelo. A veces se volvía a los lados, pues le parecía increíble que nadie más escuchara aquella voz.

– Ya he tenido bastante fiesta por hoy, Antea -dijo por fin.

– ¿Quieres que ordene a las guerreras que se retiren ya al campamento? -preguntó la jefa de su guardia. Por su gesto, era evidente que no le parecía buena idea interrumpir el festejo cuando la mayoría de las Atagairas estaban borrachas y buena parte de ellas se dedicaban a fornicar entre las sombras.

– No. Se merecen la fiesta. Pero yo no estoy de humor para seguir aquí.

– Entiendo, majestad. El dolor por tu madre…

– No pretendas que disimule contigo, Antea. Sé que eras leal a mi madre. Y tú sabes de sobra que ni he derramado ni derramaré una sola lágrima por ella.

La veterana guerrera apretó la mandíbula y las venas de sus sienes se marcaron.

– Y tú sabes que yo te seré tan leal a ti como se lo fui a ella, mi señora. Pero, con el debido respeto, no deberías decir en voz alta ese tipo de cosas.