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– ¿Por qué la mataste?

– Sé que era tu hermana. La noche anterior a su muerte había fornicado con Derguín Gorión.

– No lo sabía -dijo Ziyam, repentinamente celosa. Se acostó con mi hermana y no me lo dijo el muy cerdo.

– Yo le había dicho a Derguín que debía serme fiel. Le salvé la vida. Él me debía fidelidad. ¿Era tanto pedirle?

La mujer dio un paso más. Tenía unos iris tan oscuros que parecían fundirse con las pupilas. Si se acerca más, me lanzaré a por ella, pensó Ziyam. Probablemente podría vencerla en una pelea cuerpo a cuerpo. Al fin y al cabo, era una Atagaira, superior a cualquier hembra humana.

Si es que aquella mujer era realmente humana…

Además, estaba la serpiente. Aunque Ziyam lograse hacer fuerza suficiente como para desembarazarse del anillo que rodeaba sus brazos, el ofidio estaba tan cerca de su cuello que la mordería antes de que pudiera darse cuenta.

– Yo no sabía nada de eso -dijo Ziyam, y añadió mintiendo sin el menor prurito-: De haberlo sabido, jamás habría dejado que él me sedujera.

– ¿Que te sedujera? Ambas conocemos a ese muchacho. Tiene la cabeza en las nubes. Sólo piensa en el Tahedo y en la Espada de Fuego. Son las mujeres quienes lo seducen a él, precisamente por verlo tan inalcanzable. Sé de sobra que fuiste tú quien lo metió en tu cama.

– En la orilla están mis Teburashi. Basta con que levante la voz para que entren en el lago y te hagan pedazos.

– Para cuando intenten llegar aquí, tú ya estarás muerta y yo me habré esfumado. El agua, aunque sea una salmuera como ésta, es mi elemento, reina de Atagaira.

Entonces, ¿por qué no me has matado todavía?, pensó Ziyam. Su pregunta obtuvo respuesta enseguida.

– Derguín Gorión me obligó a prometerle que no haría daño a ninguna hembra que se le acercara. Lo tuve que jurar por Zemal, y aún guardo este recuerdo. -La mujer le enseñó la muñeca derecha. Tenía cinco marcas rojas, como si la hubieran quemado con otros tantos tizones-. Podría haberme curado, pero no lo hice porque son sus dedos, ardientes por la Espada de Fuego. Ahora mismo es lo único que poseo de él.

– Si no me vas a matar, ¿qué quieres de mí? ¿Que renuncie a él?

Los colmillos de una serpiente a dos centímetros de su garganta eran una razón más que disuasoria. Pero de pronto Ziyam se sentía furiosa y aún más posesiva, como si en vez de haber sido amante de Derguín una sola noche llevara casada veinte años con él. ¿Quién se creía que era esa intrusa para quitárselo?

– No pretendo hacerte daño, reina de las Atagairas. Es a él a quien quiero perjudicar. Mi deseo es vengarme de Derguín Gorión.

Eso a Ziyam ya le gustaba más. Siempre que ella participara de la venganza.

– Aparta esta alimaña de mí y te escucharé.

La desconocida silbó en un tono casi inaudible, y la serpiente soltó a Ziyam y se alejó deslizándose sobre el agua hasta perderse más allá de la bruma fosforescente. La joven Atagaira exhaló muy despacio para que la otra no percibiera su alivio.

– ¿Qué es lo que más puede dañar a Derguín Gorión? -preguntó la mujer de las aguas-. No me refiero a matarlo, no es eso lo que ni tú ni yo deseamos.

– En ese caso, deberíamos arrebatarle lo que más quiere.

– ¿Y qué es lo que más quiere en el mundo? Tú lo sabes tan bien como

yo.

– Es cierto, pero ¿cómo…?

– Conozco a la persona adecuada -dijo la mujer-. Sólo debes convencerla.

1 DE BILDANIL RUINAS DE NIDRA

Ariel estaba jugando a guardias y ladrones con otros chavales, hijos de soldados de la Horda, en una plazuela sembrada de sillares, tejas, pedestales y columnas rotas. La mayoría de los cascotes estaban cubiertos de musgo y hierbajos, y había que tener cuidado al remover las piedras porque de cualquier oquedad o resquicio podían salir correteando tarántulas y escorpiones, y algunas escolopendras tan grandes que hasta las ratas huían despavoridas al verlas.

Según le había contado Mikhon Tiq, el amigo de su señor Derguín, si la ciudad de Nidra estaba en ruinas era porque había sido destruida durante la primera gran invasión de los Aifolu, casi seiscientos años atrás. Por aquel entonces, los Aifolu tan sólo luchaban por conquistar y saquear, como cualquier otro pueblo de Tramórea, y todavía no habían caído en las garras del Enviado y su fanática religión.

– Es paradójico que una ciudad destruida por los Aifolu haya servido para derrotarlos siglos después -había añadido Mikhon Tiq, que después tuvo que explicarle a Ariel el significado de la palabra «paradójico».

Darkos estaba jugando en el equipo de los ladrones, como Ariel. Pero cuando se hallaban a media partida, prácticamente empatados, su padre vino a buscarlo para llevárselo a la Torre de la Sangre. Al ver que Derguín los acompañaba, Ariel corrió hacia él y le dijo:

– ¡Yo también quiero ir, mi señor!

– No puede ser. No es lugar apropiado para alguien de tu edad.

– ¡Pero yo he estado contigo en el bosque de los inhumanos, y también en Atagaira, y en aquel poblado donde nos ofrecieron…!

Derguín le puso un dedo en los labios.

– Es cierto que has estado en todos esos sitios, pero eran más que inadecuados para ti. Me siento culpable por ello.

– Tú no tienes la culpa de nada, mi señor.

– Da igual. Ya es hora de que empieces a hacer cosas más propias de una niña que de un mercenario desharrapado. Fíjate en ella -añadió, señalando a una chica sentada sobre un bloque de piedra.

La muchacha era Rhumi, la novia de Darkos. Ella negaba serlo, y cuando Ariel o algún otro chico le mencionaba a «su novio» con cierto retintín, se ponía colorada y se enfadaba. Pero no podía negarlo. Desde que se había dado cuenta de que Ariel no sabía leer, Rhumi la utilizaba como recadera para enviarle notitas a Darkos. Ariel sentía a veces la tentación de llevarle aquellas cartas a alguien que se las leyera en voz alta, pero le había prometido a Rhumi que no lo haría, así que no le quedaba más remedio que aguantarse la curiosidad.

Tampoco le hacía falta saber lo que se escribían: con mirarles a la cara cuando leían le bastaba para saber que estaban colados el uno por el otro.

Ahora, Rhumi estaba sentada muy modosita, con las piernas bien juntas y la falda estirada, observando cómo jugaban los demás. A sus catorce años, se consideraba ya demasiado mayor para esas actividades.

– Yo no quiero ser como ella, mi señor -respondió Ariel.

– Pues es una chica muy guapa y educada, y sabe cantar y recitar poemas.

– Eso también lo sé hacer yo.

– Cierto, pero Rhumi sabe además leer y hacer cuentas. Con un poco de suerte, se convertirá en la nuera del jefe de la Horda Roja.

– Yo no quiero ser nuera de nadie, mi señor. Yo quiero manejar una espada y convertirme en Tahedorán como tú.

– Me temo que eso va a ser complicado.

– ¡Soy Atagaira, y tú me dijiste que hay Atagairas que también son Tahedoranes!

La mirada de Derguín se nubló: Ariel comprendió que había dicho algo inoportuno. Eso le recordó algo que le había contado su madre. «Tu padre me traicionó con una de esas viragos de Atagaira, que se hacía llamar maestra de la espada. Esa ramera lo pagó caro.»

Trató de borrar aquel pensamiento. Su madre y la cueva de Gurgdar eran el pasado. Para ella sólo había un presente: tah Derguín, el Zemalnit.

– ¿Vienes ya, Derguín? -llamó Kratos-. ¡No tenemos toda la tarde!

– Cierto -respondió Derguín-. La Torre de la Sangre no es el mejor lugar para que a uno le sorprenda la noche. -Se agachó, le dio un beso a Ariel en la frente y añadió-: Sigue jugando y divirtiéndote. Cuando nos vayamos de aquí ya tendremos tiempo de atender a tu educación.

Al principio, Ariel estuvo enfurruñada un rato. Pero después le fue imposible no seguir el consejo de Derguín y se divirtió, porque no dejaba de ser una niña que había gozado de muy pocas ocasiones para jugar con chicos de su edad. Además, aunque no tenía las piernas tan largas como algunos de los muchachos, era flexible y escurridiza como una anguila y sabía hacer recortes y quiebros en un palmo de terreno. Y si se cansaba de correr, le bastaba subir de un brinco a un cascote y gritar «¡Santuario!» para que, según las normas del juego, no pudieran cogerla.