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– He rebanado sillares de granito de un metro de espesor sin sentir la menor resistencia. Pero cuando golpeo a estas criaturas infernales es como si cortara un pernil de cerdo con una espada normal. Lo consigo, pero me cuesta trabajo. Y eso me preocupa.

– ¿Por qué? -insistió Darkos-. Aunque te cueste un poco más, puedes destruirlos. ¡No tritures, eres el Zemalnit!

Kratos chasqueó la lengua, disgustado. A veces su hijo utilizaba unos términos muy extraños. Kratos dominaba lo suficiente el Ritión como para saber que el «no tritures» y el «cómo alapanda» carecían de significado, y no le hacía ninguna gracia que hablara así.

– Puede haber criaturas más poderosas que éstas -respondió Derguín-. No sé qué ocurrirá cuando Zemal se mida contra ellas. Si no es capaz de penetrar…

– ¡No hables de eso, y menos en este lugar!

Todos se volvieron al oír aquella voz. Mikhon Tiq bajaba por la escalera. Llevaba en la mano la vara negra que había pertenecido al Enviado. El joven había encastrado en su extremo superior unos prismas de esmeralda que Derguín le había regalado de su parte del botín y que, considerando su tamaño, debían valer una pequeña fortuna. Cuatro finos ganchos de metal se curvaban sobre las gemas, sugiriendo la forma de una esfera que no llegaba a cerrarse.

Ahora las esmeraldas brillaban con un intenso resplandor verde. Su luz proyectaba en la pared la sombra de Mikha, una sombra tan agigantada que hizo a Kratos pensar en Linar.

El joven aprendiz de mago también había crecido y cambiado, como Derguín. Cuando viajaron a Koras junto a Linar, los dos muchachos siempre estaban gastando bromas y riéndose de cualquier tontería que, por lo general, Kratos no solía encontrar graciosa. Ahora parecían haber madurado varias décadas de golpe. En cierto modo, Kratos echaba de menos el atolondramiento de entonces.

– ¿Por qué no hay que hablar de eso? -preguntó Darkos. Era evidente que no le hacía gracia quedarse sin respuesta.

– Cállate ya -dijo Kratos, preocupado por que su hijo pareciera demasiado insolente-. Has gastado tu cupo de palabras y de preguntas para toda la mañana.

El muchacho pareció a punto de contestar, pero se mordió la lengua. Mejor. Desde que lo conoció, Kratos no le había puesto la mano encima ni albergaba intención de hacerlo, pero si tenía que castigarlo no dudaría en hacerlo con severidad.

– Mikha tiene razón -dijo Derguín-. Hay cosas de las que no se debe hablar delante de tanta gente.

– Todos somos de confianza -repuso Kratos-. ¿O es que ambos pensáis volveros tan enigmáticos como el viejo Linar?

Mikha, que ya había llegado al fondo de la torre, intercambió una mirada con Derguín que lo dijo todo.

No sé cuál es vuestro juego, amigos, pensó Kratos. Pero si queréis contar conmigo y con mi ejército para él, tendréis que explicármelo todo en algún momento.

– Me gustaría que hicieras una prueba, Derguín -dijo Mikha, acercándose al monstruo dormido. Le pasó la contera de la lanza por uno de los brazos y el roce levantó chispas. Para sorpresa de los demás, aunque el joven Kalagorinor no parecía haber hecho ningún esfuerzo, aquel leve contacto dejó un fino surco en la película mate que cubría el blindaje.

¿Qué magia escondería aquella vara? Kratos estaba harto de sentirse prácticamente desvalido e inerme ante poderes que lo superaban. Su mano buscó por instinto la empuñadura de su nueva hoja. Era la espada de Biyómides, hermano gemelo de Dolmatus. Kratos lo había vencido y decapitado en duelo, por lo que su arma le correspondía como trofeo. Se trataba de una buena espada, bien equilibrada, con una hermosa línea de templado: un arma digna. Pero no era Krima.

Y ni siquiera blandiendo a Krima habría sido rival para un Zemalnit, un Kalagorinor o un monstruo metálico y alado. No era justo. Tramórea debería pertenecer a los hombres, no a magos, dioses ni demonios. Kratos se sentía como una pieza de ajedrez. Y no un caballo o un alfil, sino un simple peón.

– ¿Qué prueba, Mikha? -preguntó Derguín-. Por lo que sospecho, tú podrías destruir a esta criatura con menos esfuerzo que yo.

– Eso está por ver. Precisamente se trata de esfuerzo, sí, sólo que de otra forma. Vuelve a desenvainar a Zemal.

Derguín hizo como le pedía su amigo.

– No golpees todavía. Aprieta la empuñadura con ambas manos y mira a la hoja.

– ¿Así?

– Gírala. Pon el plano mirando hacia tu rostro.

Por los filos de la espada corrían chispas que brotaban de ella, se curvaban y volvían a hundirse en su superficie, arcos de luz juguetones como duendecillos de los bosques. Todos guardaron silencio, sin apenas respirar, mientras Derguín miraba fijamente a la hoja.

– Ya entiendo -murmuró.

Las venas de su frente se hincharon como cordones dibujando una V, y las de su cuello también. Derguín empezó a resollar como un fuelle y sus brazos temblaron por la contracción de sus músculos.

La luz de Zemal se intensificó. Los reflejos azulados que la recorrían se convirtieron en violetas, casi negros en contraste con el brillo blanco de la hoja. El rostro de Derguín se perló de sudor y no sólo por el esfuerzo, sino por el calor que desprendía el arma. Cada vez resultaba más difícil fijar la vista en ella sin quedar deslumbrado. Kratos cerró los ojos un momento y siguió viendo una imagen fantasmal de la espada, una Zemal de color verde, como si llevara un rato mirando al sol.

– ¡Ahora! -dijo Mikha.

Derguín levantó la espada sobre su cabeza y descargó un tajo sobre el demonio de metal. La lluvia de chispas que se levantó llegó tan lejos que todos se apartaron, sobresaltados, y Kratos notó que una de ellas le quemaba el dorso de la mano. Se produjo una breve explosión de luz. Cuando el resplandor se desvaneció comprobaron que Derguín estaba agachado, empuñando todavía la espada. La hoja había atravesado limpiamente la cintura del monstruo. El aire olía a metal recalentado, a azufre y a tormenta a punto de estallar.

Derguín se enderezó, alzó de nuevo la Espada de Fuego sobre su cabeza y retrocedió. El brillo de la hoja volvía a ser el de antes, casi débil en comparación con el fulgor que los había deslumbrado.

Tras partir en dos a Aridu, el golpe había abierto en el suelo una grieta de bordes rojos que durante unos segundos creció a ambos lados. Kratos comprendió que Zemal había fundido la piedra. El calor era tan intenso que se transmitía más allá de la hendidura y licuaba también la zona contigua del suelo.

Derguín respiró hondo, besó la empuñadura de la espada y la guardó. A Kratos le pareció mentira que una simple vaina de cuero pudiera contener el poder que acababa de derretir la roca.

– Nunca había hecho esto -reconoció Derguín-. También es cierto que nunca lo había intentado.

– ¿Cómo lo has conseguido? -preguntó Darkos, olvidándose de las instrucciones de su padre.

Derguín se acercó a él y le revolvió el pelo como si fuera un crío, aunque Darkos era casi tan alto como él. Al muchacho no pareció molestarle.

– Es difícil de explicar. Cuando yo muera y te conviertas en Zemalnit, lo comprenderás. -Mirando a Kratos, Derguín añadió-: ¿Quién más apropiado que el hijo del mayor Tahedorán de Tramórea para empuñar la Espada de Fuego?

No había el menor sarcasmo en su voz. Kratos asintió con la barbilla, agradeciendo la alabanza.

Pero después de eso se sintió aún más triste. Pese a las nueve marcas de maestría que adornaban su brazalete, dos más que Derguín, él jamás podría empuñar un arma tan poderosa como Zemal. Su ocasión y su tiempo habían pasado.

KIMALIDÚ

Antea y Ariel salieron de la cárcava donde Invictos y Aifolu habían librado la primera parte de la batalla. Después giraron hacia el este, pegadas a la abrupta pared del Kimalidú.

Ya estaba atardeciendo. Fuera del refugio de la roca el viento era más fresco. Ariel notó cómo la túnica empapada de sudor se le pegaba al cuerpo. El sol declinante hacía que su sombra pareciese la de una mujer adulta y la de Antea la de una giganta. Caminaron durante un par de kilómetros, hasta llegar a una cueva abierta en la pared del enorme monolito de arenisca. Ariel pensaba que la reina se alojaba en una gran tienda de campaña, en el antiguo campamento del Martal. Pensó en preguntarle a Antea por qué no iban allí, y luego recordó: «A las reinas no se les hacen preguntas».